Primera versión en Clarín Nº 37 (2002)

La vida del conde polaco Jean (o Jan) Potocki, que habría de pasar a la historia como autor de muchas obras eruditas y una fábula genial, es una novela en sí misma, y transcurre entre 1761 y 1815, con el año crucial de la Revolución Francesa casi exactamente en el medio. Tras nacer en el castillo familiar de Pikow, en Podolia (que hoy día es Ucrania), nuestro conde fue en sus primeros años sucesivamente estudiante en Suiza y cadete del ejército austriaco, pero su pasión por el estudio y los viajes le hizo comenzar enseguida una vida andariega que le llevó a conocer en su juventud prácticamente toda Europa (incluida Turquía) y el norte de África. París fue muy visitado por él en estos años, y allí frecuentó los círculos intelectuales previos a la Revolución, en los que era conocido por su enorme cultura y sus arraigadas ideas liberales. En una visita posterior en plena vorágine revolucionaria, escribió desengañado: “Adiós bellas esperanzas del año pasado; la libertad sobrevivirá, pero en cuanto a la felicidad pública, nuestra generación debe despedirse de ella”. Reside después en Londres, y al comienzo del siglo XIX lo encontramos en San Petersburgo. Colabora allí, como asesor científico, con el gobierno de Alejandro I, a pesar de que sus hijos luchaban a la sazón en el ejército napoleónico que tan dulces esperanzas encarnaba para los patriotas polacos. Participa en esa época en la expedición rusa que con fines científicos y políticos se organiza a China, y de ella elabora una crónica. Con la Grande Armée a las puertas de Moscú, pide permiso para retirarse a su tierra natal, donde al poco tiempo, envejecido y aquejado de una grave enfermedad nerviosa, pone fin a sus días con sólo cincuenta y cuatro años de edad. En una época en que la ciudadanía europea empieza a hacerse tímida y trabajosamente realidad, es útil recordar biografías como esta, contrapeso de las voces críticas y escépticas.

La vida de Jean Potocki manifiesta una pasión continua por conocer y dar noticia del mundo, y fruto de ella son decenas de volúmenes de Etnografía, Historia y relatos de viajes. Son notables sus memorias minuciosas sobre los pueblos eslavos y del Cáucaso, sobre los antiguos sármatas, sobre Marruecos, Turquía y Egipto… Con el paso del tiempo, sin embargo, la fama de estos libros ha sido superada por la de la extraña narración que aquí nos ocupa, el Manuscríto encontrado en Zaragoza, que fue escrita en francés, como el resto de su obra, y publicada en dos partes ya en la última etapa de su vida, en San Petersburgo entre 1804 y 1805, y en París en 1813. En esta novela, tras tanta geografía e historia eruditas y rigurosas, nuestro conde decide dejar volar su imaginación y pintarnos un mundo más cercano a sus sueños personales que a cualquier otra cosa. Un oficial del ejército napoleónico encuentra en Zaragoza un manuscrito en español que relata el viaje casi interminable que el protagonista y narrador principal de la novela, el joven Alfonso van Worden, emprende a principios del siglo XVIII desde Andújar a Madrid. El viaje se prolonga durante sesenta y seis trepidantes jornadas que constituyen los capítulos del libro, y la Sierra Morena y las Alpujarras, que son sus principales escenarios, se nos presentan como una geografía mágica en la que todo lo inexplicable tiene su asiento, jalonada de ventas abandonadas, ermitas y cadalsos. El protagonista queda prisionero en este laberinto, sucediéndose una alternancia de episodios deliciosos y horrendos que tiene toda la rapidez y también la aérea frescura de un sueño. Asistimos al desvelamiento de reinos subterráneos, al relato que de su vida nos hacen bandidos sicilianos, endemoniados y cabalistas, bellas tunecinas y jefes gitanos. Por haber, hasta encontramos un retrato satírico de uno de los grandes sabios españoles del XVIII, el jesuita Lorenzo Hervás, patriarca de la lingüística comparada. Y en nada desentona la sombra del sabio padre entre tantos otros prodigios. Apuntemos aquí una observación curiosa. Existe una extraña tendencia a que las noches de amor que encontramos en varias de las narraciones del libro terminen, casi irremediablemente, con un despertar del amante en un cadalso entre cadáveres en descomposición. Es éste sin duda un dato valioso para cuando alguien emprenda el psicoanálisis del conde. El final de la obra nos sorprende con un final feliz y una explicación natural de todas las maravillas descritas, y es como si el autor recuperara la razón al final, igual que Don Quijote. La narración es ágil y entretenida; el genio de Potocki construye, basándose en los insípidos relatos de fantasmas tan populares en su época, una fábula fresca y colorista, revoltosa y sugestiva, que abre la puerta a todas las geniales locuras de los románticos alemanes.

Resulta sorprendente que haya habido que esperar casi doscientos años para que el texto completo del Manuscríto encontrado en Zaragoza aparezca en castellano. La obra es algo extensa, pero esto no justifica de ninguna manera el olvido. Sin embargo, tal vez debamos considerar sólo de esta publicación tan tardía el placer que se nos promete de ser los primeros en degustar el retorno a su lengua original del manuscrito misterioso que un oficial francés encontró en Zaragoza. Aquellas hojas de papel envejecido nos narran así como una primicia el racimo de vidas que el conde Jean Potocki soñó para todos nosotros.