Primera versión en Clarín Nº 43 (2003)

Nacido a mediados del XVIII en la isla de la Reunión (por aquel entonces isla de Borbón), el caballero y luego vizconde Évariste Parny reparte su vida entre la sociedad criolla, los volcanes y la vegetación tropical de esta colonia, y el civilizado esplendor de una metrópolis en la que fue testigo de algunas de las mayores convulsiones de la historia francesa. A este hacendado y noble, la isla nativa, el último desgarrón de tierra africana que se asoma al Océano Indico, le proporcionó la sensibilidad a flor de piel y la dulce sensualidad que impregna toda su poesía, y también le dio temas para las conmovedoras Canciones malgaches (1787), su producción más conocida, colección de doce poemas en prosa avant la lettre, precursores de los de Bertrand y Baudelaire, tres de los cuales fueron musicados por Maurice Ravel en 1926.

Los años esperanzadores y trágicos de la Revolución Francesa son de silencio para un poeta agobiado por las deudas de un hermano cuyo buen nombre trata de preservar, pero en 1799 reaparece en liza con una obra contagiada del espíritu librepensador de la época y que fue aclamada en los círculos volterianos. Se trata de La guerra de los dioses, un largo poema estructurado en diez cantos en el que presenta una confrontación lírica y cargada de humor entre los principios del cristianismo y los de la Antigüedad clásica.

Si se mira bien, la guerra de los dioses es realmente una guerra inevitable. Los viejos dioses campaban indiscutidos. Allí estaba la hermosa Afrodita, maestra de todas las voluptuosidades, con Zeus tonante, imagen acabada del poder, y el belicoso Ares, que llama a la batalla. Dioniso prometía embriaguez y Hera dicha conyugal. Pero en el horizonte apareció una tropa extraña dispuesta a robarles el corazón de los humanos. A1 principio parecía que venía sólo el viejo dios tribal de los judíos, pero enseguida se vio que le acompañaba más gente. Tres en uno, el viejo barbudo, la paloma y el cordero subían por la cuesta. Venía con ellos una hermosa doncella, y les seguían legiones de ángeles y santos, una bizarra compaña con más fanáticos que otra cosa. Predicaban la castidad y la obediencia, abominaban de la alegría y la razón. La guerra estaba servida.

Los diez cantos del libro desgranan los pormenores de la lid. Hay anécdotas descacharrantes, como la del grupo de santos y profetas que embriagados arteramente por las bacantes acaban viendo con claridad las incoherencias de su doctrina y entregados a una loca orgía. En otro canto se nos presenta una historia del cristianismo: “¡Qué diluvio de ultrajes al sentido común!”. Dice en una ocasión Gabriel a Jesucristo: “Presumen en vano de comprenderte. Uno exclama: está alrededor del pan. Otro le responde: está al lado del pan. No, dice otro, está debajo del pan. Os equivocáis los tres, añade un cuarto: está sentado en el pan.” El triunfo del cristianismo es tristísimo: “Incluso la belleza, abjurando de los placeres, dirige todos sus suspiros al crucifijo. Las manos blancas desgranan las cuentas del rosario. Los hermosos pechos, cuyo dulce movimiento parece reclamar los besos del amante, oponen escapularios a esos mismos besos.” Por otro lado, la actualidad del libro es absoluta[1]: “Más allá, por último, se distinguían los elegidos, amontonados en la platea, muchos de los cuales eran santos de matute, por más que los ensalzaran las leyendas. Auténticos golfos, y bien conocidos, que habían ingresado en el cielo por medio de la intriga. Pero ¡qué se le va a hacer! el capricho de un papa puede convertir en bienaventurado a un réprobo. [...] Con amigos en Roma es fácil ingresar en el cielo”.

Los versos del que se considera uno de los poetas mayores del XVIII francés son deliciosos. Cuando nos cuentan con musical voluptuosidad como santos y santas, o la mismísima Virgen María, descubren las alegrías de Venus, dibujan por sí solos una convincente refutación del cristianismo. La guerra de los dioses es una alegre y carnal parodia de El Paraíso Perdido de Milton y El Mesías de Klopstock, que provocó a su vez la réplica de Chateaubriand en El genio del cristianismo (1802), e inspiró La Gabrieliada de Pushkin (1821), otra sátira blasfema en la que se nos presenta a la Virgen María seducida por el diablo, el arcángel Gabriel y el mismísimo Dios Padre. Estamos, pues, ante un texto fundamental, que se publica por primera vez en España en una excelente traducción en prosa de Eduardo Moga y con dos prefacios, uno de Rubén Solís Krause y otro del propio traductor. La edición recoge además el texto original francés y unos sugestivos, y muy apropiados, grabados eróticos de Agostino Carracci (1602).

Évariste Parny, académico en 1803, escribe todavía después algunas obras menores, y muere en París en 1814, cuando faltaban sólo unos meses para que el Primer Imperio se derrumbara en Waterloo. Su nombre quedó unido al de unas hermosas páginas que ganaron para las letras francesas la sensibilidad y la dulzura de lejanas islas del Océano Indico. Se le recuerda también porque alistó su pluma en la eterna lucha de la sensatez contra la oscuridad hilvanando las cadenciosas blasfemias de La guerre des dieux.



[1] Estaba en aquel momento muy reciente la canonización de Josemaría Escrivá el 6 de octubre de 2002