Primera versión en Rebelión el 18 de septiembre de 2007
Ciertamente, sería muy bueno que la música militar no consiguiera en ningún caso levantar a nadie, y que la admiración por las “gestas militares” fuera algo bastante mal visto en cualquier sociedad. Mejor nos iría a todos si fuera así. No obstante, es cierto que repasar la historia nos obliga a contemplar continuamente el horror de la guerra, y lo es también que no nos queda más remedio, si queremos comprender lo ocurrido en muchos momentos clave, que estudiar a fondo los aspectos más diversos de los conflictos bélicos. Ésa es la realidad. Partiendo de ella, nadie negará lo interesante que resulta tratar de saber algo más sobre aquel hombre extraordinario que fue Aníbal Barca, y a ser posible extraer del relato de su vida algunas conclusiones que pueden ser valiosas hoy mismo. Exactamente éste es el objetivo que Gisbert Haefs propone al lector con su obra Aníbal, la novela de Cartago (Edhasa, traducción de José Antonio Alemany), un libro tan conmovedor como sugerente y tan seductor como fiel a la Historia, que logra trasportarnos a las riberas del Mediterráneo de hace más de dos mil años, nos hace respirar su aire y observar sus ciudades y sus gentes, y nos acaba acercando de este modo a la figura del que sin duda fue uno de los individuos más asombrosos que ha producido la humanidad.
Estudiosos de las tácticas militares e historiadores están de acuerdo en reconocer a Aníbal como el mayor estratega de todos los tiempos. Partir de Hispania con un gran ejército y conseguir conducirlo sin mayores percances a través del sur de la Galia, atravesar con él los Alpes y derrotar una vez tras otra a los romanos en su propio territorio es un reto al que no es fácil hallar equivalentes en la Historia. Después, Aníbal consigue mantenerse mucho tiempo en el sur de la península Italiana sin apenas ayudas de su metrópoli. A su talento propiamente militar hay que sumar siempre un genio diplomático que le hace buscar las alianzas necesarias para lograr la mayor eficacia en esa pugna con Roma que fue el eje conductor de su vida. Otra particularidad de Aníbal cuando se le compara con otros grandes estrategas es que él, a diferencia de ellos, nunca tuvo el poder político que sin duda le hubiera permitido fácilmente dotarse de los medios que precisaba para destruir a Roma. Su lucha no es en realidad contra los romanos sólo, sino también contra el Consejo de Cartago, la vieja casta terrateniente que veía con recelo el ascenso de los bárcidas y les regateaba su ayuda.
Todos estos hechos, históricamente bien asentados, son presentados en el libro de Haefs de una forma rigurosa y amena, tejiendo alrededor de ellos una ficción literaria que se basa en el relato de Antígono, un banquero heleno establecido en Cartago y que a lo largo de su vida es amigo y mentor primero de Amílcar Barca y luego de su hijo Aníbal. Revivimos así la primera guerra púnica y la guerra de los mercenarios que la siguió, y que sirvió a Flaubert para enmarcar la acción de su Salambó. Después, la segunda guerra púnica nos muestra las proezas de Aníbal y el amargo final de Zama. La obra se cierra con la narración de los últimos años de éste y su suicidio para no ser capturado por los romanos. La gran ciudad que fue Cartago, comercial y cosmopolita, es la otra gran protagonista de la novela, y a la descripción de su puerto y sus barrios, y de las luchas por el poder que se suceden en ella, se dedican muchas páginas memorables. Haefs consigue introducirnos en aquel mundo con unos personajes perfectamente trazados en toda su dimensión humana y nos impregna de la atmósfera de aquel tiempo, haciéndonos ver diáfanamente cómo los intereses y emociones que se movían en él eran los mismos de nuestros días.
La obra encierra también una tesis bastante atrevida, pero que resulta realmente sugestiva. En la pugna entre Roma y Cartago, Haefs no ve dos contendientes similares cuya victoria hubiera producido en cualquier caso un imperio igualmente opresivo y explotador. Para él, Roma y Cartago, o al menos la Cartago “liberal” que representaban los bárcidas, defendían principios netamente diferentes. Roma significaba un poder tiránico y uniformizador, como el de una apisonadora que arrollara todo a su paso. En el bando opuesto, la política de los bárcidas era mucho más tolerante, y tendía sobre todo a la creación de un gran imperio comercial. Aníbal afirma en cierta ocasión en el libro: “Roma pisotea todo lo que encuentra a su paso. Cuando estaban bajo dominio púnico, las ciudades de Sicilia conservaban y guardaban sus instituciones y costumbres; ahora allí todo está como Roma quiere que esté. Una lengua, una ley, una moral, una administración. Probablemente, tarde o temprano también descubrirán un único dios. Es repugnante.”
Haefs, que se confiesa incapaz de tratar temas históricos relativos a la Edad Media, donde le agobia la atmósfera opresiva del fundamentalismo cristiano, reivindica sin embargo la antigüedad clásica, que percibe mucho más abierta intelectualmente. Tal vez sea esta afinidad espiritual la que hace que Aníbal, la novela de Cartago nos haga sentir tan cerca aquel lejano Mediterráneo en que se decidía, en un momento crucial, en qué idioma íbamos a estar hablando y escribiendo hoy mismo.