Primera versión en Rebelión el 4 de diciembre de 2007
Es difícil discutir el derecho que tiene cualquiera a hacer donaciones de su propio dinero para los fines altruistas y pacíficos que estime convenientes. No obstante, tampoco puede negarse el que asiste al resto de la gente a tratar de sacar sus propias conclusiones sobre los intereses o motivaciones que puede haber detrás de estos “regalos”. En este sentido, debo reconocer que la particular forma de donación que se conoce como “premio literario” siempre me ha parecido inquietante. ¿Por qué es tan frecuente que algún grupo de personas o instituciones se reúnan, apropiándose muchas veces del nombre de algún escritor célebre, y organicen la entrega de una determinada cantidad de dinero a otro escritor, la cual se presenta en sociedad vistosamente como la “concesión del premio fulano de tal al escritor zutano de cual”? ¿Por qué pasan estas cosas? ¿Es realmente necesario que ocurran?
En mi opinión, sólo escritores y lectores son elementos esenciales en el mundo de los libros. Un eslabón intermedio de editores resulta necesario todavía en estos momentos, aunque las nuevas tecnología permitirán con toda probabilidad en un futuro no muy lejano poder prescindir de ellos. Revistas donde se opina sobre literatura también pueden ayudar, pero no son imprescindibles. Escritores y lectores son el meollo del asunto. Evidentemente, cualquiera debe tener derecho a leer un texto publicado, y cualquiera debe tener derecho a expresar su opinión sobre un texto. Pero, ¿por qué alguien da un paso más allá y reivindica su derecho a “concederle un premio literario”? Incluyo en la pregunta tanto a los instigadores como a los ejecutores de tales eventos.
Las motivaciones que se dan para ello podrían convencernos si fuéramos capaces de creérnoslas. Suele argumentarse que se trata de un empeño generoso destinado únicamente a destacar los méritos especiales de un escritor y ayudarlo económicamente. No obstante, aunque tal vez pueden encontrarse algunos casos en que esto es realmente así, también es cierto que lo que se avizora en el panorama de premios literarios que se conceden en estos momentos es algo bastante distinto, y son más bien argumentos poco confesables. Puede tratarse del puro interés editorial de inflar la reputación de un autor con el que se pretende hacer negocio en casos en que no es fácil hallar ninguna razón literaria que lo avale, y con toda probabilidad precisamente por ello. Podemos adivinar también detrás del asunto una estrategia por parte de cualquier poder de privilegiar las concepciones literarias afines ideológicamente, y en este caso, sabiendo cuáles son los poderes que dominan en esta sociedad, no es difícil imaginar cuáles serán las ideologías favorecidas en general. No faltará algún caso tampoco en que algún poder con una determinada ideología promueva la adjudicación de un premio a un escritor de otra diferente con el fin de aparentar una imagen de sí mismo que no es la que demuestran los hechos. Esta variante puede considerarse una forma de publicidad engañosa, y me temo que puede encontrarse algún buen ejemplo nada lejano.[1] O puede percibirse otras veces, por último, un simple y puro amiguismo y la aplicación de la vieja ley del “hoy por ti y mañana por mí”. Las razones que mueven a alguien a conceder un premio literario pueden ser muy variadas, pero cualquiera que abra un poco los ojos ve que suelen dominar intereses más bien dudosos.
Tal vez, sintetizando mucho se podría decir que, pervirtiendo la leal y amistosa relación entre escritores y lectores que podría ser la literatura, lo que hace irrupción de una forma brutal en el premio es simplemente el omnipresente y eterno poder. El poder, con su inmensa capacidad de penetración y seducción, impregna así la literatura y encarna en la destellante figura del mandarín, nombre que resulta bastante apropiado para cualquiera que concede un premio literario. De ninguna manera se puede consentir que uno lea lo que le dé la gana, y el mandarín nos dice lo que hay que leer, pero no cómo nos lo diría un amigo, sino haciendo uso de un subterfugio que en mi opinión traspasa alguna frontera que no debe ser traspasada. Se trata solamente de una cuestión de olfato, pero creo que cada vez hay más personas que huelen algo inconfesable tras el oropel de que se reviste el mandarín.
El único premio literario real que existe es la impresión favorable del lector. En este mundo de mentiras, la mayor parte de las veces el mandarín y sus premios dan la impresión de ser sólo otra más con la que se nos intenta imponer una opinión demasiado parcial. Rodeados de imágenes brillantes y discursos seductores, tal vez sólo el olfato sea capaz de guiarnos.
[1] Estaba muy reciente en ese momento la concesión del premio Cervantes al poeta argentino Juan Gelman