Primera versión en Rebelión el 19 de diciembre de 2007
El crítico y teórico del formalismo ruso Víktor Shklovsky describe a Isaak Bábel en el comienzo de su carrera literaria, en 1915, como un joven de veintiún años, de baja estatura y cabeza grande, cargado de hombros y de voz queda y tranquila, que era habitual en la redacción de Létopis (Crónicas), la revista que Maksim Gorki dirigía a la sazón en San Petersburgo. Bábel tenía un carácter en el que se mezclaban jovialidad burlona y escéptica y capacidad de vivirlo todo con intensidad. En este sentido, su amigo Iliá Ehrenburg recuerda en sus memorias que “amaba apasionadamente la vida, participaba en ella a cada minuto y estaba entregado al arte desde los años de su infancia.” En otro lugar dice: “Fuera a donde fuera, en seguida se sentía como en casa y penetraba en la vida ajena. Pasó un corto tiempo en Marsella, pero, cuando me hablaba de la vida marsellesa, sus impresiones no eran las de un turista: hablaba de gángsteres, de elecciones municipales, de huelga en el puerto, de una envejecida mujer, parece que lavandera, que al recibir inesperadamente una gran herencia se asfixió con gas.” Esta habilidad para impregnarse de la realidad, unida a una sensibilidad de poeta y su dominio de los recursos literarios son las marcas distintivas de un autor cuya obra, truncada por la represión estalinista, incluye dos de las mejores colecciones de relatos cortos que se publicaron en Rusia en el siglo XX: Caballería roja y Cuentos de Odessa.
Isaak Emmanuílovich Bábel nació en 1894 en Moldavanka, el barrio judío de Odessa, en una familia de comerciantes con rabinos entre sus antepasados. Historia de mi palomar (1926) y otros relatos breves que se suelen incluir hoy día entre los Cuentos de Odessa (por ejemplo en la versión castellana de Alianza editorial de 1972; trad. de José Fernández Sánchez) proporcionan valiosa información sobre sus primeros años. Nos habla allí de la muerte de su abuelo Shoil, asesinado durante el pogromo de 1905 que conmovió la ciudad después del intento revolucionario de ese mismo año, y también de la indeleble impresión que le produce ese día la imagen de su padre implorando de rodillas a un oficial cosaco que intervenga contra la turba que asalta su tienda. Conocemos además las dificultades de los muchachos judíos para acceder a la instrucción, y cómo al fin pudo matricularse en la Escuela Comercial Nicolás I de su ciudad. Sus estudios de francés le llevan a una honda admiración por Flaubert y Maupassant, y con quince años comienza a escribir relatos en ese idioma, aunque después reconoce que “los paysans y las digresiones me salían sin gracia; sólo los diálogos se me daban.” Es la época en que hace novillos huyendo de las lecciones de música que la familia le impone y vaga por el puerto, donde “las olas macizas del espolón me alejaban más y más de nuestra casa con olor a cebolla y a suerte judía”. Los textos hebraicos le habían apartado de las diversiones de los chicos de su edad y empieza entonces a hacer travesuras. No obstante, “el arte de nadar resultó inadmisible. Me arrastraba al fondo la hidrofobia de todos mis antepasados: rabís españoles y cambistas francfortianos.”
En 1911, ante la imposibilidad de acceder a la Universidad de Odessa por los problemas que antes señalábamos, viaja a Kíev para estudiar en su Instituto de Comercio, pero en 1915 lo encontramos ya en San Petersburgo tratando de sobrevivir como escritor. Sus creaciones son rechazadas hasta que se decide a acudir a Gorki. Años después Bábel reconoce: “Lo debo todo a aquel encuentro y hoy pronuncio el nombre de Alekséi Maxímovich con cariño y veneración. (…) El me enseñó cosas de extraordinaria importancia, y después, cuando se aclaró que mis dos o tres tolerables experimentos de adolescente habían sido una casualidad y que escribía asombrosamente mal, Alekséi Maksímovich me envió a que me mezclara entre el pueblo.” Esto es exactamente lo que hace Bábel entre 1917 y 1924, tiempo en que recorre Rusia como soldado, funcionario y periodista, viviendo en el frente y en la retaguardia toda la violencia de aquellos años. Después habría de admitir: “Sólo en 1923 aprendí a expresar mis pensamientos de forma clara y sin explayarme mucho.” La mayor parte de los relatos por los que es conocido y que le valieron prestigio universal aparecen a partir de entonces en el plazo de unos años.
Tras un sinfín de correcciones, los cuentos que constituyen Caballería roja se publican en forma de libro en 1926. Se trata de treinta y seis fragmentos no muy extensos en los que con aliento poético se narran experiencias del autor durante el año 1920 en los campos de batalla de la guerra polaco-soviética, conflicto que a veces se considera un episodio de la Guerra Civil Rusa. Allí, Bábel, con el nombre de Kíril Vasílievich Liútov, que velaba su origen judío, participó como reportero en numerosos combates, englobado en unidades cosacas del I Ejército de Caballería de Semión Budionni. Caballería roja contiene descripciones de extrema dureza en las que aflora todo el horror de la guerra y que nos recuerdan el Tarás Bulba de Gógol, pero lo que marca la obra sobre todo es cómo su autor consigue, haciendo uso de sus soberanas virtudes artísticas, transmutar estas vivencias en una aproximación literaria al problema universal de la violencia y la fascinación que ésta produce en nosotros.
En el narrador de los sangrientos episodios que se desgranan en Caballería roja reconocemos al propio Bábel, el que en cierta ocasión se presentaba a sí mismo como un hombre con “lentes en la nariz y otoño en el alma”. El joven erudito poco dotado para el ejercicio físico y versado en antiguas escrituras, antes de enfrentarse al enemigo, ha de hacer frente a los cosacos que ven en él más que nada un blanco risible para sus puyas. La integración del intelectual en el “grupo salvaje” exige una violencia ritual y ésta es la que se nos muestra en el relato titulado Mi primer ganso. Liútov, despreciado por los cosacos a cuya sección ha sido asignado, da muerte brutalmente a un ganso que era el animal preferido de la patrona que los alberga, y obliga a ésta a que se lo ase. El efecto en los soldados que comen a lo lejos es milagroso: “Hermano -se dirigió a mí de pronto Surovkov, el mayor de los cosacos-, siéntate con nosotros a catar esto, mientras se te dora el ganso.” Sin embargo, en las palabras que cierran el fragmento, reconoce que de noche, “mi corazón, en carne viva por el asesinato, crujía y sangraba.” La violencia que surge como un requisito para la admisión en un grupo deja paso después a la que enseñorea el campo de batalla, al atroz espectáculo de la muerte triunfante por la mano del hombre.
Es conocido que la publicación de Caballería roja generó reacciones adversas, entre ellas la del propio Budionni, que se refirió al libro como una colección de “chismorreos de viejas”, y habló de “calumnias irresponsables”, “degeneración literaria” y “odio de clase”. Estos improperios se relacionan con un primer mérito de la obra, que es su alejamiento, a través de una aproximación objetiva a la realidad, de lo que hubiera podido ser un trabajo de propaganda. El joven talmudista que vaga entre el horror y ve “cadáveres monstruosos sobre los túmulos milenarios” no reconoce una explicación simple y maniquea de lo que observa. Cree que es necesario luchar por el progreso que supone el poder soviético, pero la crueldad de los cosacos lo sobrecoge y no renuncia a contárnoslo todo. Su esperanza, que tiñe de ironía las páginas más terribles, descansa sobre todo en dos pilares: los valores humanos que se adivinan en algunos protagonistas de la tragedia y la presencia constante de una naturaleza que se convierte en el elemento alquímico capaz de transmutar el sufrimiento en serena contemplación: “El sol naranja rueda por el cielo como una cabeza cortada, una luz delicada se enciende en los desfiladeros de las nubes, los estandartes del ocaso ondean sobre nuestras cabezas.” La prosa del libro, un trabajo de orfebrería pródigo en adjetivos y metáforas arrebatadas, derrama poesía como un bálsamo que mitiga el dolor.
El enemigo polaco siempre acechante, aldeas destruidas, judíos miserables en el límite de la extenuación, iglesias y sinagogas como mudos testimonios de otro tiempo, temerarios y brutales cosacos, y una naturaleza que ejerce aquí de silencioso decorado para lo terrible, son los elementos entre los que un joven erudito que ama ante todo el fluir de las palabras que reflejan el mundo se afana por encontrar un alivio en estas mismas palabras para el espanto y la desolación. El perdurable atractivo de los relatos de Caballería roja mide en realidad la habilidad de su autor para lograr una obra de arte cabal en la que este objetivo se cumple plenamente. Un diario escrito sobre el terreno, Diario de 1920, del que existe una versión castellana publicada conjuntamente con Caballería roja (Galaxia Gutenberg, 1999; trad. de Ricardo San Vicente y Margarita Estapé), muestra las anotaciones de Bábel en una escueta crónica que nos sumerge sin contemplaciones y con un ritmo frenético en la locura de la guerra.
Los Cuentos de Odessa suelen publicarse hoy día incluyendo los fragmentos autobiográficos que señalábamos antes, pero en su redacción original de 1931 presentaban sobre todo retratos de los hampones judíos que reinaban en la ciudad en los años anteriores a la revolución, hombres de una pieza como Benia Krik y Froim Grach, envueltos en un aura de leyenda, crueles y generosos. Bábel nos narra sus hazañas, sus amores y guerras, y cómo su dominio se eclipsa con la llegada del poder soviético. El relato titulado Carlos-Yánkel describe en clave de humor las peripecias que rodean los primeros días de Yánkel, un niño judío al que su padre, un comunista ausente de la ciudad, había ordenado que se pusiera el nombre de Carlos “en honor al maestro Carlos Marx”. Cuando el padre llegó de improvisó, “desempañó al niño y comprobó su desdicha”. Todo se resuelve en descacharrantes escenas cuando se enjuicia al anciano Naftulá Guérchik, responsable de haber circuncidado al bebé. Éste se defiende argumentando que hace treinta años hizo lo propio con el fiscal y señalándole acusador, añade: “Hoy vemos que usted se hizo un hombre muy importante con el poder soviético, y que Naftulá no cortó, además de esa pequeñez, nada que después le habría hecho falta…” Se encuentra en este libro toda la ironía y la prosa excelsa del mejor Bábel, y conocemos en él un periodo decisivo de la historia de la hermosa metrópoli del mar Negro, rusa y meridional, cosmopolita y judía.
En los años treinta, Bábel publica menos y viaja con frecuencia, en varias ocasiones a París donde su esposa se había instalado en 1925. Las críticas arrecian sobre él mientras tanto, acusado de formalista y de baja productividad, y en su intervención en el congreso de escritores soviéticos de 1934 reconoce que se está convirtiendo en maestro de un género literario nuevo, el género del silencio. Tras la sospechosa muerte de Gorki en 1936, Bábel no ocultaba su preocupación, y sin tardar mucho, en 1939 desaparece en el caserón de la Lubianka, imputándosele complicidad con el “terrorismo trotskista” y espionaje para Occidente. En enero de 1940 fue fusilado en la prisión de Butyrka en Moscú, aunque después se hizo circular la noticia de que había muerto en 1941 en un campo de trabajo en Siberia. Todos sus archivos y manuscritos fueron confiscados sin que se haya vuelto a saber de ellos. Su obra completa, de la que existe una traducción inglesa reciente (Norton, 2006; trad. de Peter Constantine), incluye, aparte de los libros que hemos señalado, algunos relatos más, un diario, crónicas periodísticas, fragmentos incompletos, su correspondencia, guiones cinematográficos y un par de piezas teatrales. En enero de 1954, poco después del fallecimiento de Stalin, fue exonerado de todos los cargos.
Enclenque y erudito, educado en la tradición judaica y en lo mejor de la literatura occidental, Isaak Bábel hubo de afrontar y sufrir en carne propia las convulsiones que en la Rusia de comienzos del siglo XX pugnaban por alumbrar un mundo nuevo. Comprometido desde joven en el oficio de escribir y sometido a la violencia de la guerra, todo el legado cultural que portaba hubo de ser utilizado en la construcción de una obra que fuera su respuesta literaria a los hechos de los que había sido testigo y también, al mismo tiempo, una indagación personal de su sentido y un intento de exorcismo. Surge de esta forma el más conocido de sus libros, Caballería roja, hermoso y cruel testimonio del paso de un poeta por el campo de batalla. Esta colección de relatos, junto con los Cuentos de Odessa, que nos dejan entrever, aureolada de leyenda, la vida de los judíos en la vieja ciudad, tienen la virtud esencial de afanarse siempre en busca de esa suprema armonía de las palabras que redime y alimenta la esperanza.