Primera versión en Rebelión el 25 de marzo de 2008
El del fallecimiento de un escritor es siempre un momento que invita a volver sobre su obra, rematada y conclusa tan misteriosamente. El hombre abandona el escenario y nos sentimos llamados a investigar en esa hilera de libros que han quedado ahí y reflejan todavía, más que cualquier otra cosa, los rasgos y la personalidad del que se ha ido. En el caso de Norman Mailer (1923-2007), este interés viene incrementado por tratarse de uno de esos autores que alcanzan una rara prominencia como diseccionadores y críticos de la sociedad en la que viven, de modo que su obra resulta relevante para tratar de entenderla, al tiempo que su persona acaba convirtiéndose en un referente privilegiado de esa misma sociedad. En este sentido, sus malabarismos ideológicos de “conservador de izquierda”, tan certeramente analizados en un artículo de Luis Hernández Navarro recogido hace unas semanas en estas mismas páginas virtuales, muestran en realidad la acomodación a los rituales usamericanos de un hombre dotado por igual de una notable capacidad para descubrir sus entresijos y un descomunal e inmaduro ego. Las noticias de peleas, premios, escándalos, nuevos matrimonios y millonarios divorcios no estorban ya la reflexión sobre una obra que, de interés discutible en algunas de sus partes, contiene sin duda también varios títulos imprescindibles de la literatura del siglo XX. A propósito de estos desequilibrios, permítase a este reseñista resumir de pasada su penosa experiencia tratando de leer la última novela de Mailer, que se encuentra ahora en las librerías entre las novedades de la temporada. Es ésta una premiosa y extravagante elucubración sobre los primeros años de Adolf Hitler, que analiza sus hábitos masturbatorios en clave de oscuras influencias satánicas, y sólo al llegar al capítulo de agradecimientos del libro, con su amplia lista de archiveros, redactores, revisores de manuscritos y correctores de estilo comprende uno que la responsabilidad del propio Mailer en el desaguisado se diluye probablemente bastante. Son cruces de un escritor cuya cara más brillante tal vez la hallamos en la primera de sus novelas, Los desnudos y los muertos (1948), que compite con ventaja para ser la mejor de un autor americano sobre la II Guerra Mundial, y constituye un clásico en la descripción de la psicología de los hombres en la guerra.
Un sistema para el cual la guerra es un negocio y una herramienta imprescindible, de expansión y conquista de mercados, ha de crear necesariamente un discurso adulterado sobre ella y promover toda una serie de pseudovalores destinados a enmascarar su auténtico rostro. De esta forma, la apoteosis de sufrimiento, brutalidad y amputación de todos los derechos humanos, que es la realidad de la guerra, puede acabar pareciendo algo muy distinto, cargado de valores “positivos”, como heroísmo, abnegación o ese patriotismo que esconde siempre una capacidad fascinante para trasformar cualquier agresión en una “defensa”. Se nos dirá, además, que la guerra es algo impreso en la “naturaleza humana”, y que no tiene sentido luchar por erradicarla. Norman Mailer, que sirvió en las Filipinas durante la II Guerra Mundial, aprovechó esta experiencia para componer Los desnudos y los muertos, novela llevada a la pantalla por Raoul Walsh en 1958, y que constituye un hito fundamental en el empeño de superar estos mitos, acercándonos a la realidad humana de la guerra. La obra describe la conquista de una pequeña isla del Pacífico Sur por el ejército usamericano, concentrándose en los combatientes de este bando.
Una primera característica que marca Los desnudos y los muertos es su radical empeño en reivindicar y mostrar siempre al hombre que hay detrás del soldado. El hecho de que los ejércitos uniformicen a sus soldados puede hacernos creer que éstos adquieren así una nueva naturaleza, y una compañía que desfila puede pretender ser un armazón de elementos intercambiables. En las antípodas de esta perspectiva, Mailer se esfuerza siempre en una recreación de los tipos humanos diversos que el azar convierte en compañeros de armas. Éstos nos introducen además en los ambientes de la sociedad usamericana de aquel tiempo, pues para cada uno de los protagonistas existen siempre algunas páginas, intercaladas con el texto principal, destinadas a presentarnos lo esencial de su biografía.
Tras el desembarco en la isla, la obra se desarrolla en dos escenarios diferentes. El primero de ellos describe la cima de la cadena de mando y se centra sobre todo en las complejas relaciones entre el general Edward Cummings, jefe de las tropas usamericanas y su asistente, el teniente Robert Hearn. Cummings, procedente de una familia acomodada del Medio Oeste, es un hombre de extraordinaria inteligencia y rara personalidad. Recién licenciado de la academia, es enviado a Europa durante la I Guerra Mundial, donde observando en el frente el avance de los soldados bajo fuego enemigo, experimenta algo que tiene la fuerza de una revelación: “Estaban todos esos hombres y algún hombre por encima de ellos que les daba órdenes, que cambiaba tal vez para siempre la materia de sus vidas. En la oscuridad, mira fijamente el campo, fascinado por la visión más grande que había tenido su alma. Eran cosas que se podían hacer. Mandar todo aquello. La intensidad de su emoción, la cólera, la exaltación, el ansia indefinida y poderosa lo sofoca.” Cautivo del hechizo del poder, su existencia se transforma: “Él es ahora todo aplicación, todo estudio. Por la noche, en la sala de las sucesivas casas de guarnición en las que viven, él lee cinco o seis noches a la semana. Está ahí toda la educación que le ha faltado, y da pasos gigantes para adquirirla. Primero está la filosofía, y después la ciencia política, la sociología, la psicología, la historia, hasta la literatura y el arte. Absorbe todo con el fantástico poder de memoria y asimilación que puede mostrar a veces, lo absorbe e inmediatamente lo transforma en otra cosa, satisfaciendo el deseo dominante de su mente.” (Traducción de Patricio Canto, Goyanarte, 1953).
Convertido en general, Cummings juega su partida de ajedrez con piezas que son hombres que sufren y mueren, pero desarrolla sobre todo ideas políticas para el futuro, ideas cercanas al fascismo, de las que trata confidencialmente con Hearn, muchacho de buena familia y talante liberal, trasunto del propio Mailer, que trata de defender sus puntos de vista. Dice Cummings en cierta ocasión: “Históricamente, el fin de esta guerra es transformar el potencial de estados Unidos en energía cinética. El concepto de fascismo es mucho más sabio que el concepto de comunismo si piensas un poco, puesto que está arraigado profundamente en la naturaleza real de los hombres; tuvo la desgracia de iniciarse en un país inapropiado, en un país que carecía del poder intrínseco necesario para desenvolverlo plenamente. En Alemania, dada esa frustración básica de sus limitados medios materiales los excesos habían de ser inevitables. Pero el sueño de Alemania, la idea que la mueve es perfectamente plausible. -Cummings se enjugó la boca-. Como dices tú, Robert, y no del todo mal, hay un proceso de ósmosis. Estados Unidos hará suyo ese sueño, lo está haciendo ahora mismo.” Estos diálogos, escritos en los años cuarenta, resultan de una lucidez sorprendente cuando observamos la historia de las décadas siguientes: “Eres un tonto si no te das cuenta de que éste habrá de ser el siglo de la reacción, tal vez el reino milenario de ella. Es la única idea de Hitler que no me parece completamente disparatada.” Cuando Cummings expone las ventajas de reprimir brutalmente a los soldados, porque así “la rabia que acumulan, los hace pelear mejor” y “como no pueden ametrallarnos a nosotros apuntan a otra parte”, Hearn le responde: “El riesgo es demasiado grande, si perdemos la guerra habremos provocado una revolución.” En los largos ocios de la guerra no faltan tampoco escenas casi idílicas: “Domingo en la playa. Era casi increíble. Sólo faltaban las sombrillas a rayas, las mujeres y niños, para que la playa fuese idéntica a cualquiera de las playas elegantes en las cuales veraneaba su familia. Acaso habría que agregar un barquito a vela, y Dalleson estaría pescando en lugar de hacer puntería contra las piedras; pero el parecido era patente.”
En el otro extremo del escalafón nos encontramos con los componentes de un pelotón implicado en numerosas acciones de combate, una asombrosa galería de seres humanos que dibujan la diversidad de una sociedad uniformizada en el retablo sangriento de la guerra. Tipos como Julio Martínez de origen mejicano, dominado por el miedo, pero explorador insustituible, orgulloso de su empleo de sargento, o el también sargento Sam Croft, líder natural del pelotón, militar “ejemplar”, brutal y autoritario, cuya motivación profunda es sólo una innata y patológica crueldad, y que en plena refriega, “ansiaba el latido rápido y tenso que sentiría en la garganta después de matar a un hombre.” Red Valsen, en el extremo opuesto, es el veterano que se resiste a matar. Su vida, como la de cada uno, muestra detalles concretos de una universal injusticia. De sus primeros años se nos dice: “El horizonte siempre está cerrado. Nunca se levanta sobre las colinas que rodean la ciudad, ni asoma entre las rendijas de las viejas casuchas de los mineros, ni se eleva sobre la cima de los pozos de la mina. La tierra parda clara de las colinas de Montana se ha acumulado en el valle. Es necesario saber que la Compañía posee todo. Hace mucho tiempo, han abierto el camino en el valle, han perforado los pozos, han construido las casas de madera, han levantado los almacenes de la Compañía y hasta han edificado una iglesia. Desde entonces, la ciudad es un abrevadero. Los salarios salen de los pozos y terminan en los engranajes de la Compañía; con lo que se gasta para beber en el bar de la Compañía; en comer, vestirse y pagar el alquiler, nada queda: Todos los horizontes se cierran en el ascensor de la mina.”
En el pelotón encontramos también dos judíos, un irlandés de Boston que militaba en Cristianos Unidos, una asociación fascista, un sólido muchachote de origen rural y algún ex-delincuente, junto a muchos otros tipos que retratan la variedad de la sociedad usamericana de la época. Las sensaciones y emociones individuales son presentadas con amarga objetividad, y también las rutinas del esfuerzo colectivo: “Empezó a andar y Croft buscó su lugar junto al cañón que empujaba. La columna tenía ahora doscientos metros de largo. Empezaron a moverse y la fatiga continuó. Una señal luminosa extendió una luz celeste y delicada sobre ellos, luz que casi se perdía a través del denso follaje. En ese breve instante, los hombres fueron sorprendidos empujando los cañones, en las clásicas posturas de esfuerzo, que tenían la forma y la belleza de un friso antiguo. (…) Por un instante, la luz iluminó sus rostros blancos y contraídos. Los mismos cañones tenían una belleza frágil y articulada, como un insecto sentado sobre sus filiformes patas traseras. Después la oscuridad los tragó de nuevo y empujaron los cañones a ciegas, una fila de hormigas que arrastra su carga al hormiguero.” En una de las escena más duras del libro, una tarde ociosa los soldados, tras agotar varias cantimploras de whisky, parten de exploración hacia un campo de batalla de hace algunos días “en busca de recuerdos”. La visión de los borrachos deambulando entre cadáveres en descomposición es una impactante metáfora de la guerra.
Los dos escenarios descritos terminan por unirse cuando Cummings, molesto por algunos desaires de Hearn, decide enviarlo al frente y el teniente es agregado al pelotón antes presentado, al que en ese momento se encomienda una peligrosa misión de reconocimiento tras las líneas japonesas. El libro narra después los detalles de ésta, el enfrentamiento inevitable por el mando entre Croft y Hearn, que representan polos opuestos de autoritarismo brutal y racionalidad compasiva, la muerte en combate de este último y la tensión extrema del grupo sometido a la locura de Croft en un avance desesperado hacia ninguna parte. El final de la patrulla coincide con el de la campaña en la isla, concluida con sorprendente facilidad en ausencia de Cummings por el torpe e inseguro mayor Dalleson gracias a la debilidad de las líneas japonesas.
A los sesenta años de su publicación, Los desnudos y los muertos sigue atrapando al lector con su extraordinario retablo humano, su investigación brillante de las sensaciones y emociones de los hombres en la guerra y la lucidez de algunas de sus intuiciones políticas. La industria que se lucra con los conflictos bélicos precisa una cobertura ideológica que se exhibe procaz en todos los medios controlados por el poder. En estas condiciones, dibujar el rostro más veraz de uno de estos conflictos, usando sabiamente todos los recursos literarios, y mostrar con amoroso detenimiento algunas de sus intrahistorias, acaba regalándonos una contundente revelación de lo que es la guerra en realidad. El general piensa recostado en su cama y los soldados mueren en la selva. Con su profundización en las relaciones entre Cummings y Hearn, Los desnudos y los muertos es tal vez solamente la crónica de un homicidio, gestado morosamente y ejecutado casi por azar, pero lo que debe sorprendernos es cómo este crimen queda perfectamente camuflado entre los protocolos de mando y la carnicería de la guerra.