Primera versión en Rebelión el 25 de mayo de 2010
Melchor Rodríguez, militante destacado de la CNT, es uno de los personajes esenciales en el Madrid republicano. Durante toda la guerra, y especialmente en la etapa en que asume cargos en el ministerio de Justicia a las órdenes del también anarquista Juan García Oliver, lucha incansablemente para que no se produzcan en la ciudad ejecuciones extrajudiciales. Arriesgando la vida a veces y desplegando siempre una energía extraordinaria, él es uno de los principales responsables de que sucesos como los de Paracuellos no volvieran a repetirse. Condenado a prisión por los vencedores, pero con múltiples amigos en ese bando que le debían la vida, sale de la cárcel en 1943 y prosigue con su militancia anarquista, lo que le lleva a ser detenido y encarcelado en varias ocasiones.
Melchor Rodríguez García nació en 1893 en el barrio de Triana de Sevilla y de joven intentó abrirse camino como torero. En seguida comenzó también a conocer el ideario anarquista, que lo fascinó como herramienta poderosa para la redención de las miserias e injusticias que veía en la sociedad. Graves cogidas en 1918 y 1920 lo acaban apartando de los toros y le obligan a ganarse la vida como obrero chapista, mientras se compromete en una militancia en la CNT que lo llevará a la cárcel varias veces. A finales de 1920 se traslada con su mujer, Francisca, a Madrid, donde continúa con sus trabajos y su actividad política. En la capital, su anarquismo se va decantando hacia un humanismo libertario que ve en la educación y la cultura las claves de la transformación social. En 1927 es miembro fundador de la FAI (carnet número 4 de la federación del centro) y forma con otros compañeros el grupo los Libertos, referencia del faísmo madrileño.
El libro nos acerca en detalle a todas estas etapas de la vida de Melchor. En abril de 1931, con la llegada de la república, Domingo nos describe la situación creada: “La república, que nace entre el regocijo de la ciudadanía, se ha quitado de encima a los monarcas, pero hereda toda clase de males y vicios del régimen anterior: la burocracia, el ejército, las clases pasivas, la banca, la alta y mediana burguesía, los hombres de negocios, los bolsistas especuladores, los caballeros de industria, usureros, terratenientes, rentistas, banqueros. Todos abrazan de la noche a la mañana el nuevo orden, jurando que son más republicanos que nadie.” Melchor, en la cárcel por un texto escrito en La tierra, recibe una invitación de Juan March, también en la Modelo en ese momento, para unirse a sus conspiraciones antirrepublicanas. La rechaza airado. Es la época de Casas Viejas y la feroz represión contra la que Melchor clama indignado en sus artículos. Es tiempo también de disensiones dentro del movimiento libertario que se superan felizmente.
La sublevación militar desencadena en Madrid una violenta venganza con la que Melchor, desde sus postulados humanistas, no puede estar de acuerdo. Ya en los primeros momentos, con otros anarquistas de su cuerda, lucha para salvar de las ejecuciones extrajudiciales a todas las personas perseguidas, aunque lo sean por apoyar al enemigo. El cuartel general de los Libertos se establece en el palacio del marqués de Viana que es incautado para ello. Su propietario está refugiado con Alfonso XIII en Roma. El palacio se convierte en seguro refugio para muchos derechistas, aunque los que son reclamados por la justicia republicana, como ocurre con el ex ministro Rafael Salazar, son entregados a ella. Melchor Rodríguez recorre en estos meses iniciales de la guerra todos los puntos de Madrid donde se sabe que se producen detenciones irregulares, como las checas de Fomento y del Cine Europa. En todos estos lugares, con su prestigio de viejo líder cenetista y un valor que debía conservar de su época torera, consigue imponerse y salva muchas vidas. Su razonamiento es contundente: “Yo no sé si serán o no fascistas los que están aquí, pero eso no te compete a ti decidirlo, sino a los tribunales. ¡Nadie puede tomarse la justicia por su mano! ¡Eso es lo que hacen los fascistas y os estáis igualando a ellos.”
Los bombardeos indiscriminados sobre Madrid a finales de 1936 no le ponen desde luego las cosas fáciles, pues se respira por todas partes un clamor de venganza. Es entonces cuando la CNT entra en el gobierno de Largo Caballero y Melchor solicita del nuevo ministro de Justicia Juan García Oliver, el nombramiento de director general de Prisiones. En noviembre de 1936 es designado inspector especial de prisiones y dicta órdenes terminantes para que ningún preso salga de las cárceles desde las seis de la tarde hasta las ocho de la mañana, ni durante el día si hubiera algún peligro para su seguridad. No obstante, su labor encuentra dificultades y decide presentar la dimisión. Son estas las fechas de los crímenes de Paracuellos. Tras un viaje a Valencia y una conversación con García Oliver, es nombrado delegado especial de prisiones de Madrid y vuelve a su empeño con ímpetu renovado. A partir del 4 de diciembre de 1936 cesan los asesinatos en la zona de Paracuellos. El día 8 de ese mes, viaja a Alcalá de Henares en cuya prisión se prepara una saca como revancha contra los civiles masacrados por los fascistas en sus bombardeos indiscriminados. Contra la ira del pueblo, la rabia y la energía de Melchor se imponen y la vida de los presos es asegurada. Se salvan así Agustín Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Javier Martín Artajo o los hermanos Rafael y Cayetano Luca de Tena, entre cientos de personas. Este episodio, que es narrado por Domingo en el arranque del libro, ofrece una lectura realmente impactante.
En el caos del Madrid republicano, la actividad de Melchor no podía dejar de ser utilizada por el enemigo. Su buena fe es traicionada infinitas veces y dos de sus colaboradores más cercanos, su chófer Rufo Rubio y su secretario Juan Batista, a pesar de sus promesas de lo contrario resultaron al fin ser miembros destacados de la Quinta columna. Agustín Muñoz Grandes, por el salvado y protegido, es excarcelado para servir a la causa republicana, pero aprovecha para desertar y se une a los fascistas. El 2 de marzo, la labor de zapa de un PCE cada vez más influyente consigue que sea cesado. Melchor pasa a ser concejal de cementerios del ayuntamiento de Madrid, pero continúa su labor y refugia a todas las personas perseguidas que puede en su domicilio de Recoletos. En 1938 es enjuiciado por colaboracionismo por el comité de defensa de la CNT. Argumenta vigorosamente y es absuelto. En 1939, toma parte en el Consejo Nacional de Defensa que, presidido por el coronel Segismundo Casado, acelera el final de la guerra. Permanece en Madrid y allí es encarcelado en abril de 1939.
Melchor Rodríguez, que había conocido las prisiones de la monarquía y la república, prueba ahora las del franquismo. Condenado a veinte años, sus amigos del bando vencedor se mueven para ayudarle y en 1943 es liberado. En la larga noche de la dictadura participa en la reorganización de la CNT, lo que le vale año y medio en la cárcel de Carabanchel. Trabaja después de su liberación en 1948 como agente de seguros y sufre otra detención en 1956. En 1972 fallece en Madrid. A su entierro asistieron personas de ideologías muy variadas, pero unidas todas en el afecto por un hombre valeroso y honrado que dedicó su vida a la defensa de un ideal humanista.
El libro recrea para nosotros, aunando rigor e interés, toda la vida extraordinaria de Melchor Rodríguez, y cubre con ello una laguna notable de la historiografía de la guerra civil. A través de una consulta exhaustiva de las fuentes y entrevistas con los protagonistas de los hechos, Domingo ha conseguido reunir toda la información necesaria para adentrarnos en aquella época y darnos a conocer a un personaje cuyo papel en ella no es suficientemente valorado.
Además de ello, la lectura del libro nos invita a una reflexión fundamental sobre la violencia y su legitimación. En este sentido, vemos con claridad cómo ante la carnicería desatada por los fascistas en la guerra civil, locura homicida en la que contaron con el apoyo de los poderes más criminales del siglo XX, el bando republicano se debatió siempre entre los que respondían a esa violencia en sus mismos términos indiscriminados, y los que se empeñaron en que en toda circunstancia fueran respetadas las garantías judiciales. Melchor Rodríguez fue uno de los más firmes en este último grupo y su actividad, junto a la de muchos otros que luchaban por la preservación de los ideales humanistas en medio del caos generado por los crímenes de los sublevados, se nos aparece hoy como un hito de un valor ético incalculable, aunque en ocasiones pudiera servir, por su exceso de inocencia y de una manera inconsciente, los intereses de éstos. Trabajos rigurosos como éste de Alfonso Domingo son imprescindibles para conocer los detalles de una historia que no podemos permitirnos olvidar y que sigue ofreciéndonos argumentos e inspiración para la lucha que continúa.