Primera versión en Rebelión el 30 de marzo de 2013
Estamos acostumbrados a contemplar al artista como un ser humano excepcional cuyo extraño poder lo coloca muy por encima del común de la especie. Ser venerado y envidiado parece el destino inevitable del que es capaz de crear grandes obras de arte. Así, la historia de la música, la pintura o la literatura vienen a reducirse, en la visión al uso en esta sociedad, a una sucesión de nombres de individuos cuya naturaleza los aleja a años luz de sus semejantes, una galería de genios. Resulta sorprendente comprobar que no siempre ha sido así, pero lo es más todavía ver que culturas excepcionalmente creativas lo entendían y entienden de otro modo. Y no hablo sólo de pueblos remotos o extraños, sino también de la antigüedad clásica, por ejemplo. Escuchemos a Séneca: “A las imágenes de los dioses se les ora y hace sacrificios, pero a los escultores que las han creado se les desprecia”. Escuchemos a Plutarco: “Ningún joven de buen natural deseará, al contemplar el Zeus de Olimpia o la Hera de Argos, ser Fidias o Policleto”.
Arnold Hauser investigó esta gestación laboriosa del concepto de genio a través de la época clásica, el medievo y el renacimiento. Él nos da datos fundamentales sobre sus apoyos filosóficos, como la filosofía de Plotino, por ejemplo, pero desentraña sobre todo la función social de la nueva construcción, asociada a la emergencia de nuevas clases cimentadas en el poder económico. La espiritualidad del genio pasa a convertirse así ante nuestros ojos en una sucia maniobra de propaganda. Y la historia se repite en los albores de la edad moderna. Mozart es todavía un criado de Colloredo, que viaja con “el resto de sus sirvientes”. Cuando es despedido, la forma de ejecutar la sentencia es la proverbial patada en el culo. Unos pocos años después, Beethoven es ya el genio que no cede el paso ante los grandes de la tierra. La burguesía había hecho en el ínterin su revolución. Todos sabemos que el dinero huele mal, pero si existe un ser esencialmente espiritual llamado genio y el dinero puede comprarlo (nada más fácil), el dinero estará controlándolo todo.
Qué común es hoy día que las personas de mentalidad conservadora nos aleccionen con su galería de grandes hombres indiscutibles, auténticos artistas, que simpatizaron con las filosofías sociales más reaccionarias o permanecieron ciegos y mudos ante ellas. No hay que mezclar el arte con la política, dicen. Yo suelo responder a esto que un buen poema siempre es de agradecer, pero que si el que lo escribió era un fascista, creo perfectamente compatible admirar la obra y considerar a su autor un sujeto despreciable. Para cuando me acusan de intolerante y sectario tengo un arma secreta. Muestro entonces a mis adversarios dialécticos unas hermosas acuarelas de cierto pintor austriaco. -Sí, están bien, me dicen y qué. -Bueno, digo yo, que espero que tú también desprecies al autor de estos cuadros. -¿Por qué? -Es muy sencillo. El autor de estas pinturas fue Adolf Hitler. Las acuarelas de Hitler resultan muy útiles para que cualquiera entienda cómo es posible estimar una obra de arte y despreciar profundamente, al mismo tiempo, a su creador. Sólo hay que tener la habilidad de mostrarlas y lograr un juicio antes de revelar la identidad de este.
Esto se explica bastante bien con la teoría de los agregados del budismo. El alma humana en realidad no existe. Existen los hechos, las obras, los pensamientos del hombre. Y todos estos a veces son enorme e inextricablemente contradictorios. La historia demuestra cumplidamente que la creación artística es compatible en un mismo cerebro con el robo y el asesinato, con la traición, la cobardía o el deshonor más extremos. Sin llegar a conductas criminales hay también ejemplos muy notables: Arthur Rimbaud escribe algunos de los poemas más bellos que podemos llegar a leer nunca, y lo hace durante unos pocos años para metamorfosearse después para el resto de su vida en el joven completamente normal (en el peor sentido de la palabra) que nos retratan sus cartas desde África. Otro gran poeta, el ruso Serguéi Yesenin, es descrito por sus contemporáneos como un alcohólico pendenciero intratable. Así se podría seguir ad infinitum. Reverenciar ese ente inaprensible que es el alma del artista genial sólo puede servir para acabar adorando ídolos de barro, y lo peor del caso es que estos no son ídolos cualesquiera sino los ponzoñosos ídolos del mercado.
Resumiéndolo muy breve: el alma humana no es un concepto necesario, ni tan siquiera conveniente, y el alma del artista, que cristaliza en el genio, es una construcción que a veces se muestra demasiado peligrosa. Una sociedad puede producir arte, disfrutar de él y utilizarlo en todas sus potencialidades sin recurrir a eso. Ocurre simplemente que el ser humano crea una cosa extraña que llamamos arte.