Primera versión en Rebelión el 29 de enero de 2014
Alexander Berkman es una de las figuras fundamentales en los comienzos del anarquismo norteamericano. En la reseña de las memorias de Emma Goldman publicada hace poco en Rebelión, se describen los acontecimientos que dieron lugar al libro que aquí comentamos, y se habla también de la aparición de la versión original de este en la editorial ligada a la revista Mother Earth en 1912. La traducción española de Albert Fuentes llegó al catálogo de Melusina en 2007.
Una introducción de Marc Viaplana y una nota del traductor nos acercan a la biografía de Alexander Berkman. Nacido en Vilna en 1870 en una familia judía, se establece luego en San Petersburgo. En 1881 la bomba nihilista que ejecutó a Alejandro II destrozó los cristales del aula donde en ese momento él daba la lección. Seis años más tarde parte para los Estados Unidos, en busca de escenarios de mayor libertad para sus precoces inclinaciones revolucionarias. En 1892 atenta contra Henry Clay Frick, magnate del acero que había lanzado a la policía a reprimir a obreros indefensos y provocado con ello diez muertos. El libro es una crónica de su acto y del precio que el poder le hizo pagar por él.
Berkman conoce la noticia de la masacre de Homestead e inmediatamente se nos presenta en el tren, camino de su destino, dando vueltas a sus ideas. Ve las fuerzas en juego. El pueblo, que soporta como el gigante Atlas el sufrimiento del mundo, ha erguido el rostro desafiante. Él siente en sus ojos una desesperada petición de ayuda y acude convencido de que un Attentat no es un asesinato, sino tal vez todo lo contrario. Es golpear la cabeza de la hidra que engendra el infame dolor. Y es hacerlo en el momento preciso en que el mensaje puede ser captado por las masas, hacerlas conscientes de su fuerza y desencadenar la revolución. En las largas horas de viaje revive ráfagas de su juventud, de la comodidad burguesa pronto sacudida por la certeza de la injusticia, por la ejecución de su tío Maxim, un nihilista, por dudas religiosas. Y América resultó ser la tierra del desengaño, de las luchas inútiles…
Sigue su visión del campo de batalla. Los obreros se han enfrentado con éxito a los Pinkertons (los matones de una compañía de seguridad), pero ahora se hallan divididos ante la llegada de soldados; a estos es difícil oponerse y se teme que enseguida vendrán los esquiroles. Entonces se produce el ultimátum de Frick… El 23 de julio Sasha irrumpe en la oficina de este. Cuando le dispara desde ocho metros y lo hiere, los que están en el despacho se abalanzan sobre él. Hace fuego de nuevo y falla. Luego se le encasquilla la pistola y trata de acuchillarlo con una daga.
En la cárcel tiene una amarga decepción cuando consigue hablar con un obrero acusado de arrojar dinamita a los Pinkertons y lo descubre, para su sorpresa, preocupado sólo por buscarse una coartada y sin querer saber nada de los anarquistas… Sin embargo, le pasan un recorte de periódico en el que puede leer que un soldado de uno de los regimientos apostados en Homestead animó a sus compañeros “a dar tres vivas al hombre que disparó a Frick”. Pronto comienzan las maniobras para tratar de sacarle información y conseguir que incrimine a otras personas, burdas trampas…
Cuando se entera de que Frick se ha recuperado completamente, lo considera una pésima noticia. ¡Fracasó en su misión! Quería morir por la causa y ahora lo enterrarán vivo. Sin embargo, siente que cumplió con su deber, que el suyo fue un eslabón más en la lucha por la liberación de los explotados. Alexander Berkman siempre tuvo el fanatismo del que se entrega en cuerpo y alma a la revolución. Recuerda cuando golpeo a su amigo Fedya, un hermano para él, por gastarse veinte céntimos en una comida en un momento en que el movimiento padecía una enorme penuria.
Dos anarquistas, Henry Bauer y Carl Nold, han sido detenidos acusados de complicidad con él. Por ellos sabe que Johann Most ha condenado el atentado, lo que le parece inaudito, una cobarde claudicación del inveterado defensor de la violencia. Una carta de Emma Goldman, profundamente solidaria con él, consigue animarlo. Es curioso que ella es nombrada siempre como “Sonia” o “la Muchacha” en el libro; él será “Aleck” para sus compañeros de reclusión. El juicio tiene lugar el 19 de septiembre. Ni siquiera le dejan leer el texto que ha preparado para explicar su acto y con una estrambótica multiplicación de cargos lo sentencian a veintidós años de reclusión.
En la maloliente celda del penal de Riverside se siente incapaz de soportar la larga condena y decide suicidarse. Afila una cuchara para clavársela en el corazón, pero se la descubren. Le queda sólo la posibilidad de estrellarse la cabeza contra la pared, que se le hace cuesta arriba. Las cartas de Fedya y Emma que al fin recibe le decepcionan. Ponen demasiado de manifiesto el fracaso de su acción y las críticas que está cosechando. La soledad rumiando su impotencia resulta insoportable, pero en seguida lo ponen a trabajar, primero en el taller de confección de esterillas, y cuando sus ojos enferman, en el de calcetería, más tranquilo y saludable. Se sumerge en la rutina: largas noches de insomnio, días de labor absorbente… Su consuelo son las cartas de Fedya y Emma, convertida en la más elocuente defensora de su acto, y furtivas conversaciones con sus compañeros. A veces llega alguna revista libertaria con un artículo en el que se le respalda, o un poema dedicado a él.
Pasan los meses. Berkman nos ofrece instantáneas de su vida, con retratos sacados de la compleja sociedad de los que visten el uniforme de rayas horizontales: “Alitas”, un preso manco que le enseña sensatez y paciencia para soportar la condena; perseguido por sucias maniobras acabará perdiendo la razón en la celda de aislamiento y morirá en el manicomio años después. “Rojo de Boston” es un ratero ducho en todos los trucos carcelarios que se le insinúa sexualmente, provocando incredulidad y profundo rechazo. No faltan locos y perturbados: “Nick el silencioso” da vueltas continuamente en su celda y no suelta palabra, una vez intentó suicidarse; no son escasos los que lo consiguen. Berkman siente una gran compasión por estos “habitantes del valle de la muerte”, violentas y deshumanizadas excrecencias de la sociedad, a los que muchas veces basta una pequeña dosis de camaradería y sufrimiento compartido para alumbrar un noble ser humano. Entre los guardas, eternos mascadores de tabaco, abundan los brutales y corruptos. Los veteranos de la Guerra de Secesión suelen ser más benignos, así como los novatos, en general, pero estos son adoctrinados en seguida por los más viejos.
El ingreso en el penal de Bauer y Nold regala a Sasha la proximidad de dos hermanos que comparten sus ideas, algo casi milagroso en el ambiente que lo rodea. Se comunica con ellos mediante notas que llegan a ser muy voluminosas y contienen extensas reflexiones y contrastes de pareceres. Así editan una “revista” manuscrita Zuchthausblüthen, que se difunde entre los reclusos y se enriquece con aportaciones de muchos de ellos; el éxito hace que pronto sea sustituida por una versión inglesa Flowers of prison. En esa época (primavera de 1893) descubre además la forma de “hablar” con otros presos desde la celda, utilizando las vacías cañerías del baño.
Todo se tuerce cuando se le acusa de haber instigado un conato de revuelta y es recluido en una celda de aislamiento, la “nevera”, donde soporta varias semanas de hedor, oscuridad y casi ausencia de alimento; lo sacan una vez a la semana para pesarlo. Después, vuelve a su vieja celda en régimen de aislamiento y allí al menos tiene el consuelo de la lectura; también estudia inglés y trata de hacer ejercicio. Los tres anarquistas están incomunicados y la publicación de las Flores ha de suspenderse. Pasa más de un año en esa situación.
Cuando sale del aislamiento, se le encomienda la labor de “chico de café” en su corredor: barre, limpia, ayuda al reparto de la comida, y aprovecha para favorecer en lo poco que puede a los otros presos. Le cuentan sus historias y es testigo de la cruel arbitrariedad con que se les trata. Es un mundo donde triunfan el espionaje y la traición, y abundan los que colaboran con los guardianes a cambio de privilegios. Las reclamaciones por injusticias raras veces prosperan. Berkman nos describe los distintos tipos de reclusos, sus relaciones y estrategias y como en ocasiones la cárcel se convierte en una “universidad” del crimen. Recupera la comunicación con Nold y Bauer y las Flores de prisión vuelven a aparecer; así nace el proyecto de publicarlas fuera.
Han pasado dos años desde su salida del calabozo y luce ya el traje negro de los que disfrutan del segundo grado, pero se le niega la visita de una amiga que viene a tratar la posibilidad de solicitar un indulto basándose en las irregularidades de su sentencia. Al final este será denegado. Poco después logra que un preso liberado haga llegar a la prensa una denuncia de las arbitrariedades que se comenten en Riverside. Berkman se ofrece para testificar y elabora una lista detallada de todos los abusos.
El año 1896 entra con comidas especiales y un cierto relajo de la disciplina, pero pronto Berkman es trasladado al ala sur porque barruntan algo de sus planes de acusación. Organizando un alboroto consigue que lo devuelvan al ala norte, donde tiene escondido su informe, pero ha de pasar una semana en un nauseabundo calabozo. Al salir, la primera noticia que recibe es que el alcaide ha sido exonerado de las denuncias contra él. Los testigos se desdijeron y ahora parece que el único culpable es él mismo, convertido en un difamador. Su sensación de impotencia es absoluta.
De nuevo aislado, recuerda con cariño los desvelos de Emma, que prepara una solicitud de indulto, pero su pesimismo ante estas estrategias legales le hace acometer el proyecto de un túnel que debería excavarse desde el exterior. Carl Nold al ser liberado explicará el plan a los compañeros de fuera. Tras dieciséis meses en aislamiento, con el fin de la tortura le llega la noticia de que a pesar del fervor de Emma buscando apoyos, el indulto ha sido denegado. Berkman es nombrado ayudante del encargado del corredor y contempla a antiguos conocidos, ahora presos incomunicados que hundidos en la locura ya no lo reconocen siquiera.
A comienzos de 1899, se siente incapaz de resistir los nueve años que le quedan y se vuelca en planes de fuga de los que el túnel es su opción favorita. El escepticismo de los compañeros que deberían organizar su construcción en el exterior lo encorajina. Por fin consigue comprometer a Tony, un recluso que está a punto de ser liberado, y además obtiene informaciones sobre el alcantarillado que le permiten elaborar un trazado con grandes posibilidades.
En primavera, recibe cartas de Tony, ya libre, que le indican que el proyecto avanza. Se reproducen luego otras, transportadas in pectore (burlando la censura), que Berkman le hace llegar, en las que se alternan el entusiasmo y la decepción por los retrasos y modificaciones del plan. En la última, desesperada, del 16 de julio, comunica que el túnel ha sido descubierto y él ha sido encerrado. El revuelo es enorme y las sospechas apuntan en distintas direcciones, aunque la suya es enseguida la principal. Son incapaces de probar su relación con la obra, pero a pesar de ello lo ponen en régimen de aislamiento.
En sus atormentadas reflexiones de esta época hay un gran agradecimiento a los compañeros que realizaron el trabajo y también algo de resentimiento hacia Tony, por su terquedad, y hacia Emma, por irse de viaje en ese momento; piensa que su implicación, con sus dotes de organizadora, hubiera garantizado el éxito. El aislamiento se prolongará más de un año. Cuando Russell Schroyer, un joven que pensaba participar en la fracasada fuga, y por quien sentía una tierna amistad, lleva una muerte espantosa debido a una negligencia en el hospital, Berkman está a punto de volverse loco y en respuesta lo tienen ocho días atado a la cama con una camisa de fuerza, pudriéndose en sus propios excrementos. Sólo en julio de 1901 regresa al régimen anterior al aislamiento.
En cartas a Emma Goldman, Berkman relata estos sucesos y la posterior mejora de su situación con una reducción de condena de dos años y medio. Le habla de su evolución mental, de sus lecturas, de cómo ha aprendido que la revolución llegará con más dificultades que las que ellos imaginaban hace diez años, debido a la fuerza de los prejuicios en las masas. Son para él dolorosas las diferencias de criterio respecto al acto de Leon Czolgosz que ella también señala en Viviendo mi vida. El nuevo alcaide es un médico que suprime los métodos más brutales, y se descubre por entonces que el 40% de la población reclusa padece tuberculosis en distintas fases. La vida mejora para todos, aunque no será por mucho tiempo. Berkman nos describe animadas tertulias en las que aquellos hombres excluidos de la sociedad cuentan sus historias y revelan su lado más humano. Vemos en ellos víctimas de un orden infame: jóvenes sin escuela, explotados y atropellados que devienen delincuentes, pero conservan en su corazón la intacta llama del amor por lo noble y lo hermoso.
En 1902 se cumplen diez años de su ingreso en prisión. La esperanza resucita. Harry es su nuevo ayudante: diecinueve años y tuberculosis avanzada; huérfano de madre y padre alcohólico, su escuela fueron los correccionales, nunca tuvo una oportunidad. Bajo la influencia de Aleck, su mente se abre, pero morirá pronto, una semana después de que se desestime su indulto “por no estar suficientemente enfermo”. Hasta que en el verano de 1905 es trasladado al taller penitenciario para cumplir allí el último año de su condena, todavía le toca a Berkman padecer arbitrariedades y volver al aislamiento por protestar contra ellas, aunque ello le trae también el placer de conocer buenas gentes que se esfuerzan por ayudarle.
En el taller penitenciario las condiciones son peores en todos los sentidos, y la angustia lo domina mientras acaba de llegar el día tan esperado. El 18 de mayo de 1906, tras trece años y diez meses de reclusión Alexander Berkman es liberado. Cuando lo obligan a realizar las primeras rutinas del día, la ansiedad se dispara, pero en seguida lo llevan al vestidor y le hacen ponerse ropa de calle. A la salida hay reporteros y un agente de policía que le conmina a abandonar la ciudad. Su confusión es memorable en las calles de Pittsburgh, contemplando misteriosos carruajes sin caballos, pleno de gozo ante cada nimio detalle de la vida. Pronto parte para Detroit, donde se reúne con Carl Nold y Emma Goldman. Ella lo abraza, pero él es incapaz de pronunciar palabra. Cuando ella le ofrece un ramo de flores, él se las acerca a la cara y mordisquea los pétalos mecánicamente. Sigue luego algo sobre el difícil regreso a un mundo donde muchos de los amigos ya no están y él se siente extraño ante las nuevas estrategias, que se le antojan desvaídas y posibilistas. Son días angustiosos, acariciando la idea del suicidio, hasta que la violenta disolución de un mitin con varios detenidos le arranca el súbito convencimiento de que la lucha por la justicia es el fermento que puede dar sentido a la vida.
En esta travesía del infierno vemos a Alexander Berkman buscar su vía particular hacia la ternura, como cuando es capaz de domesticar pajarillos que se hacen famosos en la cárcel por sus habilidades. Hay que decir también que en ocasiones el afecto y la amistad cristalizan en etéreas y platónicas relaciones homosexuales con muchachos como Johnny Davis, perseguido por hampones que acaban llevándolo a la tumba, o Russell Schroyer, ya mencionado. En una charla con su amigo Doctor George al final del libro se confiesan mutuamente haberse enamorado de chicos jóvenes alguna vez durante su estancia en la cárcel, aunque se trataba en general de relaciones sin contacto físico. A pesar de su prevención contra la homosexualidad, los dos tienen el valor de reconocer el carácter “honesto y legítimo” de estos sentimientos.
Memorias de un anarquista en prisión fue el primer trabajo literario importante de Alexander Berkman, un hombre que hizo de la integridad y la fidelidad a sus ideas una forma de vida. Le tocó pasar luego de la decepción de la lucha contra el capitalismo americano y la implicación del país en la I guerra mundial, a la que le produjo su estancia en la Unión Soviética en 1920 y 1921, reflejada en otro de sus libros esenciales: El mito bolchevique. Enfermo y hundido tras tantas derrotas, puso fin a sus días en 1936, cuando quedaba menos de un mes para que en España se desencadenara una revolución que no hay que dudar de que hubiera resucitado su ánimo.