Primera versión en Rebelión el 2 de septiembre de 2015
Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona y especialista en la guerra civil española, Josep Antoni Pozo presenta en Poder legal y poder real en la Cataluña revolucionaria de 1936 (Espuela de Plata, 2012) una versión actualizada y corregida de la primera parte de su tesis doctoral, leída en 2002. El libro contiene un análisis detallado y bien hilado argumentalmente de las formas de poder revolucionario surgidas en Cataluña durante el verano de 1936 y de la pugna en que se vieron envueltas con el gobierno de la Generalitat, representante de la legalidad republicana.
En los meses que siguen a la victoria del frente popular en Cataluña, los partidos y organizaciones obreras observan con preocupación la evolución de los acontecimientos, que vaticinaba un golpe fascista inminente, pero desde una mentalidad eminentemente defensiva y centrada más que nada en presionar al gobierno de la Generalitat para que tomara medidas contra los sediciosos. Es solamente durante las jornadas clave del 18 y 19 de julio, cuando las asambleas de militantes urgen la convocatoria de una huelga general y la formación de grupos de defensa. Pozo recorre la efervescencia que invade en ese momento la geografía catalana. Las organizaciones obreras toman la iniciativa y son sobre todo ellas las que paran la acometida fascista donde llega a producirse y contribuyen a desactivarla en otros lugares.
Cuando amanece el lunes 20 de julio, se tiene la evidencia de que el levantamiento militar ha fracasado en Cataluña. El Ejército ha dejado de existir como ente organizado y comienzan a formarse milicias ligadas a unos partidos y sindicatos que toman también en su mano el orden público. Lo que se desencadena no es un restablecimiento de la legalidad republicana, sino un proceso revolucionario que patentiza la frustración de las masas y el descrédito del proyecto reformista puesto en marcha por republicanos y socialistas. Este proceso, que se manifiesta en toda España, es en Cataluña donde alcanza su máxima expresión, y la forma en que cristaliza son los centenares de “comités” que surgen por doquier. Estos aparecen más o menos vinculados a la autoridad municipal según sea menor o mayor la pujanza de los sindicatos en el lugar. El gobierno de la Generalitat hace un llamamiento a la constitución de Comités Locales de Defensa que no hace más que “legalizar” la iniciativa de los propios trabajadores.
El resultado de este proceso fue la creación de una dualidad de poderes: el “revolucionario” de los comités por un lado, y el “legal” del aparato administrativo del gobierno autónomo por otro. Respecto a la composición de los comités, la CNT, que a pesar de su importante pérdida de efectivos durante el período republicano seguía siendo la organización obrera con más afiliados, se convirtió en la más influyente en ellos, como muestra el detallado inventario que el autor realiza. Con menor frecuencia se encuentra también presidiendo comités a militantes del POUM y ERC. Por toda Cataluña los comités asumen de una forma natural las atribuciones y funciones de los ayuntamientos, con la labor añadida de organizar la lucha contra el fascismo, al tiempo que la Generalitat presiona para robustecer las funciones de los ayuntamientos en detrimento de los comités, aunque con escaso éxito. Surgen también en seguida comités destinados a controlar las fuerzas policiales y militares que no se han desorganizado.
Aplastada la intentona fascista, se da en Cataluña la situación paradójica de que los que controlan las calles y podían tomar el poder en sus manos rehúsan hacerlo, mientras que los que anhelan gobernar carecen de medios para ello. Esta incongruencia se resuelve con un pacto que da lugar a la creación del Comité Central de Milicias Antifascistas (CCMA), formado con participación de todos los partidos y sindicatos, y destinado a encarar los graves problemas planteados. Desde el primer momento este organismo arrastra la tensión de ser considerado por unos un gobierno revolucionario y autónomo, y por otros un mero instrumento de la Generalitat. Esta, que sobrevive al estallido, conserva atribuciones, como la gestión de las finanzas, la radiodifusión o las relaciones exteriores, aunque su influencia se diluye fuera de Barcelona, y comienza a maniobrar para recuperar el poder. De los quince miembros del primer CCMA, cinco representan a las organizaciones libertarias, cinco a las marxistas y otros cinco a las republicanas. Pozo pasa revista a los delegados de las distintas fuerzas y a las secciones del organismo, en las que son los anarquistas los que ocupan los puestos clave, con Juan García Oliver como cabeza visible y responsable de la de Guerra.
La represión contra los elementos derechistas fue muy dura, sobre todo en los primeros momentos. Más de la mitad de las 8352 personas asesinadas en Cataluña lo fueron en el verano de 1936 en acciones que pueden achacarse más que nada a un profundo odio de clase enardecido por las noticias de represión indiscriminada que llegaban del territorio dominado por los fascistas. Para comienzos de agosto, con el regreso al trabajo de los que fueron protagonistas en las calles durante los primeros días, es cuando los comités deciden organizar “patrullas de control” que velen por el orden público, y en ellas se encuadran militantes de diversas filiaciones. Un objetivo declarado de estas patrullas es acabar con los ajustes de cuentas y las ejecuciones extrajudiciales, y pronto algunos responsables de este tipo de actos los pagan con su vida.
Desde el principio existen enfrentamientos entre el CCMA y la Generalitat. El primero tenía la ventaja de su mayor representatividad, pero Companys no se resignaba a un papel subsidiario y con el apoyo de un sector de la CNT a finales de julio y comienzos de agosto jugó la baza de tratar de incorporar a los anarquistas a su gobierno para tenerlos así controlados. El plan fracasó por la oposición tajante de García Oliver. La situación entraba en un callejón sin salida, con dos poderes paralelos compitiendo, y durante el mes de agosto los libertarios discuten qué solución darle: entrar en el gobierno o disolverlo para que el CCMA asuma todo el poder. Mientras tanto, desde la Generalitat y el gobierno central se chantajea sin escrúpulos para que la primera fuera la única opción viable. A finales de agosto un pleno del movimiento libertario catalán admite participar en el gobierno y liquidar el CCMA con apoyo entre otros de Santillán para esta propuesta y resistencia enconada de García Oliver.
A últimos de agosto comienza a plantearse también la posibilidad de que la CNT entre en el gobierno de Madrid, lo que refuerza los pasos que se daban en Cataluña. Por fin, en sesión del 10 de septiembre el CCMA acuerda su disolución y a fin de mes, las bases de la CNT reunidas en pleno aprueban a una entrada en el gobierno de la Generalitat que era casi un hecho consumado. Se ocupaban tres consejerías (Economía, Abastecimientos y Sanidad y Asistencia Social), y además García Oliver y Aurelio Fernández seguían controlando desde la sombra, mediante organismos creados al efecto y que heredaban la estructura del CCMA, Guerra y Seguridad Interior respectivamente. Se hacía así para vender en Madrid el alejamiento del poder de los anarquistas que desde allí se exigía.
Con la CNT en la Generalitat, las cosas se pusieron fáciles para los que dentro de ella defendían su entrada en el gobierno de Madrid, como su nuevo secretario general Horacio Prieto, que consigue imponer completamente su punto de vista en el pleno nacional del 18 de octubre. A principios de noviembre, Largo Caballero remodela su gobierno e incluye cuatro ministros anarquistas. Lo que en la prensa libertaria se publicita entonces como el golpe definitivo al estado, que habría pasado a ser una simple fachada, significará en realidad el comienza del fin, un estrangulamiento progresivo del poder de los comités y un robustecimiento paralelo de la maquinaria gubernamental. La resistencia popular a esta contrarevolución rampante estallará en mayo de 1937 y será reprimida con dureza, pero los dirigentes libertarios no cejarán en su colaboracionismo.
En el capítulo de conclusiones, Pozo insiste en la dualidad de poderes generada por la crisis del estado republicano en los lugares donde fracasó la intentona fascista. Persiste por un lado un debilitado poder institucional, mientras surge por otro un atomizado e inconexo poder revolucionario. A diferencia de Rusia en octubre de 1917, el estado burgués no era aquí el enemigo a batir, pues la sedición derrotada iba dirigida contra él. Se respetó su existencia pensando tal vez que no pintaba nada, y se cometió obviamente con ello un grave error. La evolución de esta pluralidad de comités no pudo ser hacia una coordinación progresiva que llevara a la constitución de un “poder revolucionario” bien armonizado, sino que estuvo marcada por la confrontación con los residuos de un poder institucional que terminó imponiéndose.
Un apéndice sintetiza las formas que se dieron en la constitución de los comités en diversas zonas de Cataluña y sus mecanismos de representación, elección y funcionamiento. Se analizan también casos emblemáticos de cómo se desarrolló la dualidad de poderes locales. La evolución posterior de los acontecimientos descritos en el libro puede encontrarse en la segunda entrega de la serie, titulada Del orden revolucionario al orden antifascista (Espuela de plata, 2015). Constituido el primer gobierno Tarradellas a finales de septiembre de 1936, pronto se manifiestan resistencias desde las bases a la disolución de los comités locales y a la reorganización de los ayuntamientos o a ceder las competencias en orden público. Este enfrentamiento dará lugar a muchos forcejeos y a un conflicto abierto en mayo de 1937 que acabará con la anulación de cualquier vestigio de poder revolucionario.