Primera versión en Rebelión el 26 de julio de 2016
El bávaro Walther Ludwig Bernecker (Dollnstein, 1947), especializado en historia de España, Portugal y Latinoamérica, dedicó su tesis doctoral, publicada en alemán en 1978 y en castellano, con algunas adiciones, en 1982 (Crítica, trad. de Gustau Muñoz), al papel desempeñado por las colectividades anarquistas en la guerra civil española. Se trata de un trabajo extenso y muy documentado que supuso una revolución en el conocimiento de este asunto tan debatido y que sigue presentando hoy mismo, riguroso y ajeno a cualquier parcialidad, uno de los mejores análisis que sobre él se pueden encontrar.
La obra comienza definiendo el tema de estudio, que no es otro que las transformaciones sociales revolucionarias que se producen en Cataluña, Aragón y Levante entre julio de 1936 y el otoño de 1937. Estas son consideradas por separado en tres campos: agricultura, industria y servicios, y comités políticos. Se repasan después los antecedentes en esta línea de trabajo, en los que Bernecker destaca el contraste entre el tono hagiográfico de los autores anarquistas y la crítica despiadada de los estalinistas, así como la aparición reciente de análisis más ponderados. Concluye la introducción recordando brevemente la trayectoria de los partidos políticos y sindicatos activos en la España republicana, protagonistas del episodio que se va a analizar.
El siguiente capítulo se dedica a confrontar los dos relatos con los que los comunistas y los libertarios describen lo ocurrido a partir de julio de 1936. Los primeros habían reivindicado mucho tiempo una toma del poder por los soviets, pero tras el cambio de estrategia decretado por la Internacional Comunista en mayo de 1934 pasan a defender los frentes populares y una revolución democrático-burguesa. Bernecker, siguiendo a otros autores, ve en este giro sobre todo un intento de Stalin de confraternizar con las potencias occidentales en aras de la seguridad exterior de la URSS. Durante la guerra civil, esta política provocará la alianza del PCE con socialistas reformistas y republicanos, y una oposición a las transformaciones revolucionarias ocurridas, que acabó siendo un factor de desmovilización de consecuencias no desdeñables sobre el esfuerzo militar. Por su parte los libertarios, poco dados a teorizar, focalizaban sus anhelos de un mundo sin explotación en la estrategia de la “huelga general revolucionaria”, que habría de actuar como partera del orden nuevo, y en la que alejándose de los análisis clásicos marxistas, atribuían un papel clave al campesinado. Entre los libertarios, el enfrentamiento de faístas y treintistas significaba la disyuntiva: voluntarismo vs. prudencia, o acción individual vs. acción de las masas, a la hora de encarar la revolución. La unificación de posturas en el congreso de Zaragoza (mayo de 1936) estuvo caracterizada por un distanciamiento de la realidad de los procesos históricos en curso, que a partir de julio haría necesario improvisar apresuradamente.
La colectivización en la agricultura
Grandes diferencias regionales marcaban la estructura de la propiedad rural en España antes de la guerra civil. En el sur y sudoeste, donde predominaban los latifundios, los terratenientes, absentistas e incapaces de cualquier mejora técnica, actuaban a través de grandes arrendatarios que contrataban a su vez a jornaleros y aparceros. En el norte, mientras tanto, imperaba la pequeña y mediana propiedad, y abundaban minifundistas obligados a emplearse también como obreros para dar de comer a sus familias. En este panorama desolador, las prédicas anarquistas habían extendido, ya desde la segunda mitad del siglo XIX y sobre todo por Andalucía, el anhelo de una gestión colectiva de la tierra. Una reestructuración del régimen de propiedad y explotación era a todas luces imprescindible, y en este sentido trató de avanzar la Ley de Reforma del 15 de septiembre de 1932, que sin embargo apenas aportó resultados prácticos y fue dejada pronto sin efecto por el gabinete Lerroux. Tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, las ocupaciones de fincas, apoyadas parcialmente por el gobierno, se hacen muy frecuentes, de forma que en julio existe ya en muchas regiones de España una dinámica imparable de colectivización.
Antes de entrar en el detalle de la estructura y funcionamiento de las colectividades agrarias, Bernecker nos pone al corriente de las dificultades que hubieron de enfrentar por la oposición de los estalinistas, cada vez más influyentes, así como por la tensión y contradicciones de la UGT al respecto. En las semanas posteriores al 19 de julio de 1936, la formación de comunas agrarias y comités fue un proceso espontáneo e imparable de las masas ante el vacío generado por la desaparición de los terratenientes y sus administradores, y la gestión de la inmediata cosecha se afrontó colectivamente en muchos lugares se; por otra parte, los pequeños propietarios que optaron por no participar en el movimiento fueron respetados y hay constancia de que muchas veces terminaron por sumarse a él. Aparte del trabajo agrícola, las comunas realizaron una gran variedad de labores: irrigación, reforestación, granjas, escuelas, etc.
Lo ocurrido esos meses es descrito por los autores favorables al anarquismo como la instauración de una democracia consejista, mientras que para sus detractores se trató más bien de la imposición por la fuerza a los trabajadores de una dictadura de comités autonombrados. A partir de las fuentes disponibles, Bernecker concluye que a pesar de las disfunciones y excesos que puedan señalarse en casos concretos, los comités dan en general más una imagen de órganos de coordinación que de poder. Los sistemas de remuneración y distribución de bienes en las comunidades fueron muy diversos, con experiencias tanto de comunismo como de colectivismo, siendo este último el que al fin se reveló más conveniente en las circunstancias dadas. Se llegó en ocasiones a la abolición del dinero y se percibe reiteradamente un impulso de regeneración moral encauzando el proceso de la revolución.
Un análisis de las colectividades constituidas en diferentes regiones muestra un desarrollo mayor en Aragón, Andalucía, Castilla e incluso Levante que en Cataluña, donde las resistencias gubernamentales y de arrendatarios y clases medias apoyadas por los comunistas fueron más importantes. Por otro lado, la viabilidad económica de las colectividades parece probada por las cifras y testimonios disponibles. Puede concluirse que este movimiento supuso sobre todo una apuesta decidida por un mundo sin explotación, una revolución ética en la que los errores cometidos en la gestión del proceso fueron insignificantes al lado de las dificultades exógenas que se interpusieron en su camino.
La colectivización en la industria y los servicios
En los primeros años 30 España era un país agrícola con una escasa industrialización sobre todo en la periferia y con una economía poco integrada en la mundial, aunque dependiente de las grandes potencias destinatarias de sus materias primas y proveedoras de tecnología. La crisis de aquellos años aumentó el déficit comercial y contribuyó a agudizar el problema de un desempleo estructural sin cobertura social. Derrotada la sublevación fascista, en Cataluña y en menor grado en Levante y Castilla los trabajadores tomaron la dirección de muchas fábricas y empresas, mientras otras eran “intervenidas” (puestas bajo control), en un proceso en el que las masas fueron protagonistas y CNT y UGT colaboraron estrechamente a través de los mismos comités sindicales que habían actuado en las huelgas de los meses anteriores. Para Bernecker, este fue un momento clave en el que los anarquistas fallaron al ser incapaces de crear estructuras políticas que canalizaran la situación sin supeditarse a unos poderes burgueses que sólo aguardaban la revancha.
Un repaso a los programas económicos de comunistas y anarquistas muestra que los primeros apostaban por la nacionalización, centralización y militarización de las industrias, utilizando como argumento los errores de los meses iniciales de gestión colectiva. Su defensa de la pequeña burguesía multiplicó exponencialmente su influencia, mientras por su parte los anarquistas no creían más que en sindicatos y municipios libres como entidades sociales, convencidos de la posibilidad de que estos se coordinaran eficaz y democráticamente para alcanzar la máxima producción que la guerra requería. No obstante, su política real, motivada por la la necesidad de converger con las otras fuerzas antifascistas, fue una cesión continua en estos principios. Este afán de compromiso los llevó a integrarse en todas las estructuras gubernamentales sólo para ver cómo sus propuestas socializantes eran sistemáticamente rechazadas al tiempo que en la propia CNT crecían las tendencias burocráticas y centralistas de control por parte de la dirección nacional.
Bernecker analiza en detalle el funcionamiento de los organismos creados por la Generalitat de Cataluña para coordinar y dirigir la política industrial: el Consejo de Economía y la Caja de Crédito Industrial y Comercial, así como el Decreto de colectivización de octubre de 1936. Puede comprobarse cómo lo que nació con el apoyo y participación de la CNT para dar forma legal a sus objetivos socializadores evoluciona progresivamente hacia un dirigismo estatal que se hace mayor a partir de junio de 1937, cuando la consejería de Economía pasa de la CNT al PSUC.
El estudio de cuatro casos en diferentes ámbitos y lugares muestra perfectamente las tensiones entre estatismo y sindicalismo que se producen en ese momento:
1.- La poderosa industria textil catalana fue colectivizada en gran parte y siguió funcionando a buen ritmo con una reorientación de la actividad hacia las necesidades de la guerra. Los descensos observados en la producción son achacables sobre todo a causas exógenas, como los problemas en el suministro de materias primas y la desaparición de mercados.
2.- Los servicios urbanos de Barcelona: transportes, suministro de energía, hoteles, restaurantes y peluquerías fueron colectivizados en los primeros días. Comités elegidos democráticamente se hicieron cargo del control y coordinación y establecieron la nueva política de salarios. Transformados en “propietarios”, los trabajadores tuvieron que decidir sobre cuestiones como el destino que debía darse al “ingreso residual”, que se solventaron con base en el principio anarcosindicalista de tender a una gestión social global por parte de los sindicatos. Los intentos del PSUC de municipalizar el transporte público de Barcelona a partir de junio de 1937 chocaron con la voluntad de los empleados, que lograron mantener su control hasta el final de la guerra. Desde un punto de vista económico-contable y organizativo, la colectivización de estas empresas ha de valorarse como un rotundo éxito.
3.- La industria textil de Alcoy, con más de cien plantas y fábricas cuyos trabajadores estaban en gran parte afiliados a la CNT, fue socializada en septiembre de 1936, dotándose de una estructura técnicamente solvente e impecablemente democrática, con la que se consiguió un incremento de la producción.
4.- Con casi toda la industria de guerra española en manos de los fascistas, las factorías catalanas recién colectivizadas debieron encauzar su actividad a los pertrechos bélicos, y aunque el gobierno central opuso dificultades a esta ardua labor, se lograron resultados al cabo de un año que ni las estimaciones más optimistas hubieran podido prever. La colectivización se mantuvo hasta agosto de 1938, cuando el control estatal trajo burocratización y autoritarismo que fueron desastrosos para la producción.
Estado y revolución
Donde el golpe fascista fue atajado por la acción decidida de las masas, el día después trajo para los anarquistas un dilema intrincado: ¿Debían colaborar en ese momento en la reconstrucción de la estructura gubernamental, contra la que ellos siempre habían luchado, o habría de aprovecharse la propicia ocasión para abolirla y establecer en su lugar la gestión por parte de una red federal de consejos democráticos? Cuando se dieron cuenta de que la segunda opción, que tenía demasiados enemigos, significaba de facto instaurar una “dictadura anarquista”, renunciaron a ella y ayudaron a la restauración de un estado que trataron de que fuera respetuoso con las conquistas sociales conseguidas. Aceptando participar en los órganos de poder de este y desgajados cada vez más de las masas, los dirigentes anarquistas comenzaron una deriva política que terminó ahogando la revolución.
Bernecker repasa en detalle las vicisitudes de los dos ejemplos más notables de este proceso: el Comité Central de Milicias Antifascistas en Cataluña y el Consejo de Aragón. Su conclusión es que los líderes libertarios no estuvieron a la altura de su misión histórica en aquel momento crucial y fueron incapaces de crear estructuras de coordinación a nivel estatal para consolidar y encauzar la revolución, cediendo así la iniciativa a los que tenían por objetivo acabar con sus logros, como efectivamente hicieron. El colaboracionismo de los dirigentes trajo desmoralización y protestas esporádicas de las bases, y significó la reproducción en el campo anarquista de los mismos esquemas de poder burocratizado que suelen caracterizar a otros movimientos políticos.
Un análisis de la estructura y funcionamiento de los comités que proliferaron a partir del 19 de julio muestra rasgos de democracia consejista, con participación de todos los sindicatos y partidos, aunque en las grandes ciudades la representación se basó en un compromiso entre las organizaciones y no en la celebración de elecciones. El modelo no evolucionó a una sociedad socialista por la rápida restauración de la maquinaria estatal.
La revolución social: posibilidades y ocasiones perdidas
Las masas capaces de vencer la intentona fascista comenzaron en seguida un proceso revolucionario que contaba con demasiados enemigos. Seducidos los dirigentes libertarios a una colaboración con el poder que se reconstruía, no le resultó después difícil a este con sus amplios recursos ir desactivando una a una las conquistas sociales arrancadas en los primeros días. Bernecker analiza también las causas endógenas para el fracaso del proyecto: la carencia de un esquema organizativo bien definido entre los libertarios, que habían apostado por el anarco-comunismo en el congreso de Zaragoza (mayo de 1936) y ante los problemas para implantarlo optaron en general por un tímido colectivismo; las tendencias egoístas en las empresas colectivizadas que se resistían a la socialización; la dificultad de un modelo altamente participativo en las drásticas condiciones impuestas por la guerra o la ingenuidad de participar en el poder estatal para intentar salvaguardar la revolución, sin darse cuenta de que esta había de ser fatalmente engullida por aquel.
En Colectividades y revolución social: el anarquismo en la guerra civil española, 1936-1939 no puede dejar de maravillarnos la objetividad, cabal y minuciosa, que se trasparenta a cada paso en el tratamiento de asuntos en los que nada sería más fácil que caer en las simplificaciones del que ya ha tomado partido antes de comenzar el análisis. Ajeno a cualquier sectarismo, aunque pendiente de las implicaciones de todos los hechos estudiados en un noble ideal de emancipación humana, el trabajo de Walther Bernecker no ha sido superado en muchos aspectos y permanece como una herramienta imprescindible para la toma de conciencia sobre una cuestión que, como él mismo nos recuerda en las palabras finales del libro, a todos nos compromete. “La visión de una sociedad auto-administrada, libre de represión y de estado, demostró ser impracticable, en las condiciones dadas de poder y a la vista de las necesidades militares y las exigencias de la guerra. Sin embargo, sí que existía la posibilidad -también parcialmente aprovechada en los primeros meses- de hacer valer con mayor intensidad en la vida política, social y económica en su conjunto las ideas de la determinación libre. Haber restringido sistemáticamente más allá de lo exigido por las necesidades de la guerra este ámbito democrático de acción fue la responsabilidad de los partidos del Frente Popular. No haberlo utilizado en su plenitud fue la ocasión perdida por los anarquistas. Los elementos de una democracia social, inserta aún en procesos primarios de aprendizaje, fueron suprimidos antes de finalizar la guerra civil. La idea de transformar en praxis en la base de la sociedad una democracia llena de contenido social fue la posibilidad y al mismo tiempo la ocasión perdida de los portadores de la revolución social en la guerra civil. En este sentido, la revolución española ha permanecido inconclusa y sigue siendo todavía un deber y una tarea”.