Primera versión en Rebelión el 4 de julio de 2018
Vandana Shiva (Dehradun, India, 1952) es una de las activistas más conocidas en el ámbito alimentario y ha publicado numerosos libros en defensa de una agricultura en equilibrio con el medio ambiente y al servicio del ser humano y no de los balances de las multinacionales. ¿Quién alimenta realmente al mundo? (Capitán Swing, 2017 con introducción y traducción de Amelia Pérez de Villar) es su último trabajo y profundiza en esta línea, poniendo de manifiesto los peligros para la salud del planeta y sus habitantes de las políticas que se imponen en estos momentos.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, las industrias químicas que se habían lucrado con el conflicto se reconvirtieron para concentrarse en la producción de venenos destinados al control de plagas. A partir de los años 60, el uso masivo de éstos así como de organismos seleccionados y modificados genéticamente liquidó en extensas regiones métodos agrarios que acumulaban siglos de sabiduría práctica sobre complejos equilibrios naturales, y los sustituyó por monocultivos basados en el petróleo. Vandana Shiva nos descubre que esta trasformación, publicitada como una exitosa “Revolución Verde”, sirvió en realidad para empobrecer los suelos y disminuir su resistencia a la erosión, incrementar las enfermedades ligadas a la malnutrición y a la exposición a agrotóxicos y agravar el cambio climático, con lo que nos convence de que es necesariamente otra vía la que debe ensayarse para acabar con el hambre del mundo.
El camino nos lo señala el botánico inglés Albert Howard, que estudió y sistematizó los métodos de cultivo que conoció en la India a principios del siglo XX y propuso una agricultura ecológica, basada en el reciclaje y empeñada en lograr un equilibrio entre el suelo y las plantas que sustenta a fin de producir alimentos saludables. Otra autora reivindicada es Rachel Carson, que con Silent spring (1962) nos dejó un aviso precoz sobre los venenos silenciosos que enferman y matan indiscriminadamente animales y plantas. Las mismas empresas asesinas de los campos de exterminio nazi siguen hoy envenenando de esta forma la vida de todo el planeta con una incidencia brutal en la salud humana. Y los criminales no dudan en perseguir a los que desde las universidades tratan de investigar y denunciar estos hechos.
El uso de organismos modificados genéticamente ha supuesto el último paso en la dirección equivocada. Dotados con genes resistentes a las plagas, éstos acaban generando súper-plagas que obligan a utilizar venenos cada vez más letales. Un repaso de algunos casos muestra la espiral destructiva a la que conduce jugar a ciegas con los mecanismos sutilmente complejos de la vida. En oposición a esta locura, la agricultura que apuesta por la biodiversidad dispone de sistemas naturales de control de animales y plantas indeseados, basados en métodos que no envenenan la tierra, como cultivos intercalados y rotados. Afortunadamente, algunos gobiernos (Indonesia, Andhra Pradesh, etc.) han tomado buena nota y no dudan en aplicar estos procedimientos. Sin embargo, el avance no será posible sin resistencia; por citar un ejemplo, la protección en la Unión Europea de las abejas, polinizadores esenciales en peligro de extinción por los agrotóxicos, dio lugar a una demanda de Bayer y la consiguiente guerra judicial.
Se demuestra que cuando se consideran todos los factores implicados, el monocultivo no es más productivo y depende más de elementos externos que la agricultura orgánica, además de suponer un atentado contra la biodiversidad, que cercena los desarrollos futuros. Por otra parte, la lógica del mercado que rige los monocultivos desprecia las necesidades reales de los seres humanos que han de ser alimentados. Como alternativa a esto, algunos ejemplos, de la India a Centroamérica, muestran las virtudes de combinar diversas especies en el huerto, ancestral sabiduría medioambiental y nutricional amenazada de destrucción por los beneficios del agronegocio. De todas formas, la batalla no está perdida porque aún hoy un 70 % de los vegetales que alimentan al mundo son cosechados en pequeñas explotaciones que representan sólo un 30 % del área cultivada. La alta productividad de éstas en todos los continentes demuestra lo insensato del paradigma que se intenta imponer. Las cifras sobre quién alimenta realmente al mundo hablan por sí solas, pero es necesario revertir la tendencia que se observa en estos momentos de retroceso de la agricultura tradicional.
La infinita diversidad de las semillas, depositarias de siglos de selección y garantía de libertad de elección, se ve hoy día amenazada por el reduccionismo del monocultivo. Además, la progenie de las nuevas variedades híbridas impuestas no sirve para la siembra, lo que obliga al agricultor a continuos desembolsos a los propietarios de las patentes. En el caso de organismos modificados genéticamente la situación es aún más grave, pues las manipulaciones realizadas para producirlos, que se describen en el libro, ponen de manifiesto los peligros inherentes para los consumidores. El siguiente paso hacia el abismo es una legislación que considera el planeta campo abierto para el lucro de las multinacionales, dueñas de la vida. Afortunadamente algunos gobiernos se oponen a estas atrocidades, patrocinadas sobre todo desde Norteamérica y Europa, pero resulta imprescindible una amplia concienciación y movilización para revertir el desastre.
Otro capítulo repasa las ventajas de la producción local sobre la globalización de los alimentos, basada en monocultivos contaminantes y destructivos y en un abuso de combustibles fósiles. Escudándose en un falaz abaratamiento de costes, tiene lugar en realidad una devastación de los cultivos tradicionales que arroja a muchos campesinos a la miseria y beneficia a los más ricos sin solucionar el hambre del mundo. Después, los mercados manipulados por los monopolistas incrementan los precios para garantizar la ganancia, dejando un reguero de desolación. Otro desequilibrio proviene de las subvenciones a la agricultura del norte, que también contribuyen a arruinar la del sur global. Al fin, los desahuciados se convierten en mano de obra esclava en megaurbes que crecen desaforadamente, y por todo el planeta los que no mueren de inanición consumen alimentos tóxicos o de bajo valor dietético producidos muchas veces a miles de kilómetros de distancia.
La sección final presenta un proyecto para superar la situación crítica en la que nos vemos, asentado en la concienciación de todos para abolir la dictadura del mercado inhumano, buscar alimentos próximos y saludables, y exigir las modificaciones legales necesarias que protejan la biodiversidad, las semillas y la tierra. El fundamento de todo ello ha de ser una ciencia holista que reconozca y valore las sinergias entre los seres vivos. En los extensos apéndices de ¿Quién alimenta realmente al mundo? encontramos una crítica de los métodos usados actualmente, con una tecnología muy sofisticada, pero ignorante de los complejos equilibrios del medio natural. Se describen también en detalle los resultados de la Revolución Verde, que buscando apaciguar a los campesinos a través de una mejora de sus condiciones de vida, consiguió sobre todo una grave degradación medioambiental y de las relaciones sociales.
El suicidio de centenares de miles de agricultores en la India a consecuencia de la imposición de un sistema de cultivo con semillas patentadas y agrotóxicos, que los lleva a la ruina, es uno de los rostros más amargos de una tragedia que se repite en todos los continentes, porque muestra la indefensión absoluta en que se hallan los propios productores de alimentos. La India sigue siendo uno de los epicentros del hambre a pesar de su crecimiento estable en términos macroeconómicos, y esto es así porque ha aceptado someterse a la dictadura de las corporaciones globales y de un cruel dios-mercado que exige sacrificios humanos. Vandana Shiva nos convence con las documentadas reflexiones de ¿Quién alimenta realmente al mundo? de que pesa sobre nosotros la responsabilidad de luchar con todos los medios a nuestro alcance para imponer un nuevo paradigma alimentario, basado en el respeto del derecho a la salud y el trabajo digno por encima del que se atribuye a los poderosos de enriquecerse sin medida ni control.