Primera versión en Rebelión el 25 de septiembre de 2018
Ferrán Aisa nos recuerda en su introducción para El nacimiento de nuestra fuerza los datos esenciales de la vida de su autor. Nacido en 1890 en Bruselas en una familia de emigrados políticos, Víktor Lvóvich Kibálchich recibió un apellido ilustre en las luchas revolucionarias del siglo XIX ruso. Pronto comenzó a trabajar y también a comprometerse con el anarquismo, lo que lo llevó una temporada a la cárcel por su relación con los miembros de la banda de Bonnot. En febrero de 1917 llega a Barcelona, donde publica artículos en Tierra y libertad firmados por Víctor Serge, su nom de plume favorito a partir de entonces. Su experiencia aquí está novelada en El nacimiento de nuestra fuerza, que describe el ambiente de la ciudad en ese año revolucionario y retrata a algunos de sus protagonistas. Tras el fracaso de la gran huelga general de agosto, Víctor abandona España. Pronto lo encontramos en la tierra de sus antepasados, donde colabora con los bolcheviques, pero su identificación con Trotski lo lleva a sufrir exilio al sur de los Urales y a ser expulsado de la URSS en 1936. Víctor Serge falleció de un infarto agudo de miocardio en el DF mexicano en 1947.
Escrita en francés en Leningrado entre 1929 y 1930, la novela fue publicada en 1931 (Rieder, París) y ese mismo año aparece ya una traducción española de Manuel Pumarega (Ediciones Hoy, Madrid), que es la que recoge Amargord. El narrador y protagonista es un joven profesor ruso refugiado en Barcelona y que se gana el pan componiendo tipos en una imprenta. Él nos presenta a revolucionarios de todas las latitudes que como él han acabado rodando por sus calles, y nos sumerge en su atmósfera bulliciosa y cosmopolita durante el verano de 1917, cuando la Gran Guerra impulsaba la economía y traía a la ciudad desertores de todas las nacionalidades combatientes, bien acogidos y festejados, que hablaban de la cotidianeidad de la muerte y el olor a carroña y mierda de las trincheras.
Se acopia armamento para una jornada revolucionaria y conocemos a los que se entregan a la esperanza a riesgo de su vida, a los aliados y simpatizantes: políticos republicanos e incluso policías, y también a los egoístas que buscan ante todo su provecho personal y piensan en cómo echar mano a los bancos. Salvador Seguí, “El noi del sucre”, es presentado como Darío; él es el líder obrero que electriza a las masas con sus arengas, pero las decisiones corresponden a la cúpula de la CNT, la confederación de sindicatos libertarios que cuenta ya siete años de vida. En las noches estivales, ante una ensalada y unos vasos de vino se hacen planes. Lo de Rusia ha sido sólo el principio; pronto Europa arderá por los dos extremos. La alianza con los republicanos es necesaria, pero la historia avisa de lo que ellos van a intentar hacer luego con los obreros. En cualquier caso, no tienen por qué ser éstos siempre los más débiles.
Pronto hacen su aparición por las calles patrullas de guardias civiles a caballo. Tienen instrucciones de cachear a los sospechosos y detener a cualquiera que vaya armado. Por su parte, el comité de huelga ha ordenado que nadie se deje desarmar. La lucha es inminente y los obreros tienen a veces la impresión de ser los más fuertes, porque les asisten la razón suprema de su miseria. Hay cargas y enfrentamientos que tiñen de sangre las calles, pero en poco tiempo resulta evidente que la huelga revolucionaria ha fracasado. Sólo queda volver al trabajo y prepararse para una nueva ocasión; Darío (Seguí) cree firmemente que la batalla sindical, bien coordinada, abrirá pronto posibilidades; la explotación es tan salvaje que el pueblo ha de acabar cayendo en la cuenta de que la dignidad exige luchar. Hace falta tener paciencia.
El protagonista parte para Rusia. Por el sur de Francia acompaña a un propietario haitiano que se ha creído lo que dicen los periódicos y ha dejado su país para venir a combatir a los boches. Luego, París, una cárcel que fabrica obuses, calles llenas de heridos y desesperanza, ciudad hostil para él donde consigue que lo aloje un camarada, un ebanista sabio y desolado, que reflexiona sobre la catástrofe con agudeza. Delatado, pasa unos días en un calabozo hasta que lo llevan a un campamento de sospechosos en Trécy (Normandía). Por el camino lee que los bolcheviques han tomado el Palacio de Invierno. La vida entre los náufragos del desastre, matones y marginales de todos los rincones, felices de estar a unos pasos del infierno, llena páginas memorables. Los revolucionarios reciben alborozados las noticias de Rusia, que hablan ya de dictadura y terror. El armisticio llega tras un frustrado intento de evasión y epidemias de gripe y tifus que se llevan a los más débiles. Cuando Rusia negocia con Francia un intercambio de rehenes, Víctor es incluido y parte para embarcar con mil setecientos compatriotas hacia la revolución. Así arriba a un nuevo mundo que desde el principio advierte que, tristemente, se parece demasiado al viejo.
La convicción revolucionaria y el talento literario de Víctor Serge se aúnan para otorgar a la experiencia narrada en El nacimiento de nuestra fuerza un enorme atractivo. Los protagonistas están retratados con morosa precisión, pero el objeto del autor es captar a través de ellos la esencia de un momento histórico decisivo. El capital ha tensado la cuerda y ha generado una respuesta sindical multitudinaria y vigorosa que está en condiciones de hacerle frente. Los de 1917 son los primeros choques en este combate, y es en una estival, cosmopolita y libertaria Barcelona, donde la fuerza proletaria va a dar uno de sus golpes en un ambiente prodigiosamente recreado, cuyos colores y olores nos seducen desde la primera página. La vida miserable, las jornadas agotadoras, las chinches, compensa una apuesta salvaje por superarla, aunque sea poniéndola en juego, y ése es el asunto fundamental de la obra
Son memorables también las páginas dedicadas a la Francia en guerra y el campamento de sospechosos, periplo que concluye con la llegada a Rusia. Sobre su vida a partir de entonces, tenemos sus imprescindibles Memorias de mundos desaparecidos, de las que hay una versión en castellano de Siglo XXI. Víctor Serge vivió con intensidad sus meses en España, y siguió luego con interés los acontecimientos que aquí se iban produciendo, en cuyos protagonistas veía un paradigma de revolucionarios cabales. En especial Salvador Seguí (Darío en la obra), a pesar de su temprana muerte, fue siempre para él una referencia insustituible. Así lo describe en una página inolvidable de El nacimiento de nuestra fuerza: “Y la idea que quiero olvidar me traspasa de cuando en cuando como una aguja eléctrica: Darío ha de morir por esta ciudad, por nosotros, por mí, por el porvenir. Todas las mañanas, cuando sale de la casa en que ha dormido, todas las tardes, cuando entra en la trastienda de las tabernas donde le esperan quince hombres -entre ellos un traidor-, a todas las horas de su paciente trabajo de caudillo, se encamina hacia este fin señalado para él. Y uno de los hombres que es él (porque somos múltiples y dentro de nosotros hay hombres adormecidos, hombres que sueñan, otros que esperan su momento, algunos que se van, que se diluyen acaso definitivamente) lo sabe: es aquél cuya boca tiene un pliegue de cansancio y cuya mirada rehúye la del amigo para buscar algo a lo lejos, abrigo, refugio, solución imprevista.”