Primera versión en Rebelión el 11 de agosto de 2020
En el verano de 1920, Emma Goldman, anarquista norteamericana expulsada de su país y acogida en la Rusia soviética, recorre Ucrania acopiando documentación para el Museo de la Revolución que se ha instalado en el Palacio de Invierno de Petrogrado. En Poltava tiene ocasión de visitar a Vladímir Korolenko, patriarca de las letras rusas y maestro de la joven generación de narradores realistas, en la que brillan entre otros Gorki, Kuprín y Bunin. Korolenko, nacido en 1853, se implicó muy pronto en la lucha contra la autocracia y sufrió por ello cárcel y deportaciones en Siberia y los Urales. Estos viajes “a expensas del estado”, según expresión propia, suministraron escenarios y personajes para su producción literaria, desarrollada a partir de 1879, magistral e inconfundible por su lenguaje poético impregnado de amor a la naturaleza, y por su compromiso con la liberación del ser humano.
Goldman llega a la entrevista con una profunda confusión en su mente, provocada por el conflicto entre su idealismo y los tristes episodios de autoritarismo y represión que observa a cada paso. En el segundo volumen de sus memorias, Viviendo mi vida (1934), nos describe a Korolenko como un anciano enfermo, pero analista sagaz y crítico de lo que está ocurriendo, y confiesa que la conversación con él da un nuevo impulso a su visión “sobre el sentido y propósito de la Revolución”, ensombrecida tras ocho meses en tierra soviética. Por ello, le transmite su agradecimiento.
Durante la charla, su anfitrión se refiere a unas cartas que está elaborando a petición del Comisario de Instrucción, Anatoli Lunacharski, en las que le expone su opinión sobre la situación que atraviesa el país. Esta correspondencia fue publicada en París en 1922, tras el fallecimiento de Korolenko, para ser luego traducida a varios idiomas europeos, pero nunca al español. En la URSS no vio la luz hasta 1988, a pesar de las numerosas ediciones dedicadas a las obras de su autor.
Las seis cartas que Vladímir Korolenko dirige a Anatoli Lunacharski en el año crucial de 1920, en plena guerra civil rusa, tienen un valor extraordinario, pues nos ofrecen la visión de un escritor progresista intachable, un “socialista sin partido”, como le gustaba definirse, ante la deriva de los acontecimientos.
Seis cartas de Korolenko
Ha sido la Secretaría de Cultura del gobierno mexicano la que ha promovido en 2017 una edición castellana de las cartas a Lunacharski, incluyendo también en ella dos breves textos de este último que pueden considerarse su respuesta extemporánea a las impugnaciones vertidas en ellas. La obra viene con traducción, introducción, notas y un generoso apéndice onomástico de María del Mar Gámiz y trae además un prólogo de Jean Meyer, que repasa la biografía de Korolenko y el contenido y el contexto histórico de las cartas y de la réplica de Lunacharski.
En su introducción, Gámiz nos acerca a la biografía de un hombre que no soportaba la injusticia, empeñado de continuo en denunciar atropellos y defender a los perseguidos, y nos muestra cómo es ese impulso humanista el que gobierna su extensa obra narrativa y periodística. Con el fallecimiento de Lev Tolstói en 1910, él se convierte en el escritor más influyente del país, y en los años convulsos que siguen es siempre un paradigma de intelectual comprometido a quien todos respetan. Tras la Revolución de octubre sin embargo, sus críticas de la falta de libertad y los excesos cometidos contra los campesinos lo transforman en un testigo incómodo, protegido sólo por su enorme prestigio dentro y fuera del país. Las cartas a Lunacharski son la expresión más elaborada que tenemos de este testimonio.
La primera carta, fechada en junio de 1920, comienza lamentando que, por las limitaciones a la libertad de prensa, los escritores se vean obligados a expresar sus opiniones no a través de artículos periodísticos, sino de memorandos. Expone en detalle penosos casos de fusilamientos sin juicio que se han producido en Poltava e invoca su experiencia en la lucha contra la autocracia zarista para afirmar que situaciones así eran mucho menos frecuentes por entonces; de ninguna manera considera aceptable la explicación aducida de que estos métodos resultan necesarios “por el bien del pueblo”. La segunda misiva, de julio, recoge vivencias de su viaje a los Estados Unidos en el que conoció el movimiento obrero de aquel país, y éstas le sirven para razonar que según la perspectiva marxista, que él comparte, la revolución sólo puede surgir de un trabajo perseverante de organización y concienciación del proletariado, y nunca de la imposición de un grupo de iluminados que pretendan actuar en su nombre.
Hay dos cartas fechadas en agosto. En la primera nuestro escritor continúa con su denuncia de los fusilamientos sin juicio en su ciudad, en ocasiones de menores de edad. Recuerda después la fórmula de Carlyle de que los gobiernos mueren sobre todo a causa de sus mentiras, y argumenta que así como el zarismo culpaba falsamente a los campesinos “vagos y borrachos”, de los males del país, los bolcheviques hacen lo propio con un cliché de burgueses “ladrones y parásitos” que han creado, con lo que imponen una lógica de saqueo e ignoran que la estructura industrial del capitalismo es susceptible de ser aprovechada en un nuevo sistema sin explotación. En la segunda misiva de agosto, Korolenko expresa su convencimiento de que el triunfo de una auténtica revolución sólo será posible tras una intensa labor educativa entre las masas populares, capaz de imbuir en ellas el fermento de la solidaridad.
La quinta epístola, sin fechar, resalta las diferencias entre la estrategia de los socialistas en Europa occidental, que tratan de organizar y dirigir al proletariado, y los bolcheviques rusos, a su juicio unos aventureros que con su toma del poder han provocado el colapso de la producción y han traído el hambre a campos y ciudades. Ahora están ganando la guerra civil, pero sólo saben usar autoritarismo y represión y, “sentados sobre las bayonetas”, son incapaces de manejar la situación. En la sexta carta, de septiembre, insiste en sus argumentos: “Ustedes mataron la industria burguesa, no construyeron nada a cambio y su comuna resulta un parásito enorme, que se alimenta de ese cadáver. Todo se destruye: las casas, decomisadas a sus antiguos dueños y sin restaurar, se están deshaciendo; las vallas son utilizadas como combustible. En pocas palabras, hay un estado de descomposición general.” Y enhebra sombríos vaticinios: “¿Qué puede salir de esto? No quisiera yo ser un profeta, pero el corazón se me encoge con el presentimiento de que estamos todavía en el umbral de adversidades ante las que palidecerá todo lo que aguantamos ahora.”
Dos textos de Lunacharski
Anatoli Lunacharski, Comisario de Instrucción del gobierno soviético, había nacido precisamente en Poltava, en 1875, y aparte de su actividad política era un reconocido dramaturgo y crítico literario. Se le consideraba uno de los rostros más liberales del régimen, y salvó de la ruina catedrales, además de organizar exitosas campañas de alfabetización y apoyar a artistas e intelectuales de talento como Meyerhold y Stanislavski. Con el ascenso de Stalin al poder se le encomendaron misiones diplomáticas y su temprano fallecimiento en 1933 lo libró de navegar los tiempos procelosos que se avecinaban.
El primero de sus escritos presentados es de 1918, y anterior por tanto a las cartas, pero en las reediciones a partir de 1923 se le añadieron algunos párrafos con alusiones a ellas. El segundo es una oración fúnebre tras la muerte de Korolenko en 1921. En ambos textos, las loas al humanismo y valor literario del difunto alternan con refunfuños por su “incomprensión” al fijarse sólo en las cicatrices del bello rostro de la revolución. Se le considera una reliquia del pasado incapaz de comprender la grandeza del proyecto que encabezaban los bolcheviques, pero se lamenta profundamente su ausencia, pues hubiera podido aportar mucho en la labor constructiva que comenzaba con el fin de la guerra civil.
Un testimonio y una visión imprescindibles
En su introducción, Mar Gámiz nos recuerda que fue Korolenko quien incorporó a las letras rusas al sufrido pueblo trabajador, del mismo modo que Lev Tolstói y Antón Chéjov hicieron lo propio con la aristocracia y la burguesía, respectivamente. El compromiso ético que marcó su existencia sirvió como impulsor de su obra literaria, y los humillados y perseguidos a los que trataba de ayudar cada día se convertían poco después en protagonistas de sus relatos. El escritor y premio Nobel Iván Bunin llegó a decir que él podía vivir tranquilo con cualquier cosa que se hiciera en la literatura rusa, porque existía Korolenko, “la viva conciencia del pueblo ruso”.
El conflicto de nuestro autor con el poder fue continuo y su voz se elevó siempre frente a los que se imponían por la fuerza, fueran tirios o troyanos. Como Gámiz indica: “Korolenko fue censurado, en vida, por el gobierno zarista y, después de su muerte, por el soviético. En las palabras que ambos imperios desoyeron, estaba el germen de su caída.” Podemos concluir igualmente que en la eterna resistencia de Vladímir Korolenko a toda forma de opresión estaba el germen del mundo distinto que necesitamos, y esto lo entendió perfectamente Emma Goldman cuando lo visitó en agosto de 1920, mientras trabajaba en las cartas. El agradecimiento que ella le expresó allí es también el nuestro, pues su valentía y lucidez siguen iluminándonos hoy mismo.