Primera versión en Rebelión el 20 de agosto de 2021
Marcela de Juan fue educada en español y francés, y aprendió el mandarín a los ocho años. Después habló también inglés, ruso y alemán. Andando el tiempo, su erudición y su profunda sensibilidad hicieron que se convirtiera en embajadora cultural de China en Europa occidental. No sólo se prodigó en artículos y conferencias, sino que, en una época en la que la literatura china era muy mal conocida entre nosotros, nos enseñó a disfrutar de sus poemas y relatos breves a través de traducciones que el tiempo ha convertido en joyas bibliográficas. La vida extraordinaria de esta mujer, siempre a caballo entre dos mundos, está narrada en su autobiografía: La China que ayer viví y la China que hoy entreví, un libro fascinante por su crónica emotiva y personal de las convulsiones del siglo XX en el gran país, que fue editado por Luis de Caralt en 1977 y acaba de reaparecer en La línea del horizonte como La China que viví y entreví, con prólogo de Marisa Peiró.
Ella misma señala en el frontispicio de esta obra: “Lo único que puedo asegurar es que cuantos detalles o hechos figuran en este libro son auténticos, y que los he reproducido tan exactamente como me lo permiten el inventario y la identificación (…) de lo que, a lo largo de los años y de mis varias vidas, se ha ido acumulando en los almacenes de mi memoria.”
Una niña china crece en Madrid
El padre de Marcela era chino y descendía de una antigua familia de letrados, cuyo apellido, “Huang”, él castellanizó después como “Juan”. Tras superar los exámenes del mandarinato, eligió servir en el cuerpo diplomático y su destreza en el idioma de Cervantes lo llevó a la legación de su país en España. En San Sebastián conoció a su futura esposa, de nacionalidad belga y origen aristocrático, de la que se enamoró instantáneamente y a la que hubo de declararse con ayuda de un diccionario. Ambos fueron repudiados por sus familias cuando contrajeron matrimonio en Londres en 1901.
Marcela fue la segunda hija de la pareja, y nació en enero de 1905 en La Habana, aunque con ocho meses viajó a Madrid con su familia. Al año siguiente, su padre, presidente de la legación china, dio un toque de color con su atuendo de mandarín a los esponsales de Alfonso XIII en los Jerónimos, justo antes de que Mateo Morral arrojara su bomba en la calle Mayor.
Nuestra protagonista se libró, por intercesión de su madre, de que empezaran a vendarle los pies a los tres años, pero no de ser prometida en matrimonio por esas fechas al hijo de un alto dignatario imperial. Afortunadamente, la proclamación de la república en 1911, dio al traste con aquellos planes. Dos años después, el padre de Marcela fue destinado al Ministerio de Asuntos Exteriores en Pekín, y hubo de dejar atrás el ambiente castizo de la villa y corte que tanto amaba, así como la amistad de escritores como Pío Baroja, Emilia Pardo Bazán o Armando Palacio Valdés. En Los años de juventud del Doctor Angélico, de este último, aparece un personaje probablemente inspirado en él.
Interludio pequinés (1913-1928)
Treinta y nueve días costaba por entonces ir de Madrid a Pekín. En un barco inglés que los llevaba de Colombo a Shanghái, entabló Marcela contacto con el racismo, cuando sólo a su madre se le permitió ocupar el camarote de primera que habían reservado. Algo así era impensable en España, nos dice: “Aunque en las calles nos seguían a veces los golfillos gritando: ‘chino, cochino’, era más por la rima que por la burla.”
La China a la que llega Marcela era un campo de batalla entre tradición y modernidad: “Los quince años que viví en Pekín son particularmente importantes porque durante ese periodo los viejos y los nuevos elementos llegaron a entenderse. Fui testigo de un colapso y vi florecer la vida nueva de entre las ruinas, el alma china en su evolución, pero que no perdió ni su nobleza ni su calma.” Marcela se enamora de Pekín, ciudad de bosques, parques y lagos, de templos y callejones, ajetreada de vendedores ambulantes y cantos populares que recuerdan el flamenco, aunque ensombrecida a veces por el polvo del Gobi y sin alcantarillado, salvo en el barrio de las embajadas.
Marcela recuerda las comidas, con gastronomía de Oriente y Occidente, en una casa familiar con numerosos sirvientes, y las discusiones de sus padres en la mesa, siempre educadas y elegantes, en las que el mandarín, amante de circunloquios y metáforas como buen chino, solía decir a la dama belga: “Pero, ¿por qué no te pones guantes para hablar?” Va al colegio de unas monjas francesas y aprende el idioma del país en el que vive: “¡Qué ilusión cuando leí por primera vez un periódico!” Su padre amonesta a las dos hermanas cuando concluyen los estudios, y les expresa su opinión de que el único sentido de la vida se encuentra en el trabajo, con lo que nuestra protagonista busca empleo. Lo encuentra en un banco francés y se da el placer de ayudar a los gastos familiares, excesivos para los emolumentos de un funcionario chino de aquellos días.
La gran fiesta del año nuevo y los rituales que marcan cada etapa de la vida en China cautivan a Marcela, aunque ella es una mestiza eurasiática, despreciada por los más tradicionales. Su sangre mezclada también causa rechazo entre algunos occidentales, lo cual resulta doloroso a su edad, propicia a amistades y flirteos. Dedica muchas páginas de su autobiografía a describir su bulliciosa actividad social, de hija de diplomático, en aquellos años en que despertaba a la vida. En 1923 trata por unos días a Vicente Blasco Ibáñez, viajero en el Franconia alrededor del mundo.
La sociedad se moderniza: ya no se vendan los pies de las niñas, y en 1912 se había prohibido el concubinato, aunque los más ricos siguen gozando de ese privilegio. De hecho, Marcela ha de rechazar la envidiada oferta de convertirse en octava concubina de un noble, primer ministro en el gobierno. Por las provincias del gran país, el poder se lo disputan señores de la guerra y “por lo menos una vez al año nos anunciaban que Pekín había cambiado de dueño”. En 1918 conoce a un joven estudiante llamado Mao Tse-Tung, que viene a hablar con su padre: “Me acuerdo de él como si lo viera, era alto y enjuto, pero ya tenía la misma cabeza redonda que siempre lo caracterizó. Y la misma expresión sonriente. Fue la única vez que lo vi de cerca.”
A Pekín llegan también otros protagonistas del siglo XX, como un tímido muchacho inglés de apellido Windsor y uniforme de teniente, que reinará como Jorge VI. En 1922, Marcela enseña la ciudad a un Galeazzo Ciano de diecinueve años, “un muchacho encantador, de mediana estatura, vivaracho, con buena musculatura, (…) turbulento y vivo como un cachorro, (…), un chiquillo sumamente cordial y espontáneo.” Él le dice: “Sabes, soy joven, soy guapo, soy rico, me caso con la Edda, mi padre es el brazo derecho de Mussolini. El mundo es mío.” A lo que ella le responde “Dices que eres, joven, guapo, rico, pero no dices que eres inteligente.” “¡Bah!, no lo digo porque no lo soy.” Tras repasar la trayectoria posterior del cachorro, su cicerone de aquellos lejanos días concluye con un apunte extraordinariamente amable: “He conservado de Ciano un recuerdo excelente. Era una magnífica persona, y mucho hay que perdonar al conde Ciano porque tenía muy buen corazón y era un tierno y un sentimental.”
En 1926 fallece el padre de Marcela y ella, que acaba de sufrir un grave desengaño amoroso, ha de asumir todas las responsabilidades familiares. Dos años después, emprende un viaje de vacaciones a Europa que se va a prolongar muchos más de lo previsto.
España (1928-1981)
En el verano de 1928, Marcela conoce en Segovia a Fernando López Rodríguez-Acosta, un diplomático granadino que se convierte pronto en su marido. Su muerte dos años y medio después es otro duro golpe, pero la vida ha de seguir y le sobra coraje para hacer frente a un futuro incierto; no va con ella que en la España de entonces estuviera mal visto que una mujer de la burguesía trabajara. Por las mañanas, acude a su puesto en la embajada de Holanda, y por las tardes atiende a su madre que ha viajado a Madrid y está gravemente enferma; fallecerá en breve.
Animada por buenos amigos, Marcela comienza ya en los años 30 a impartir conferencias sobre China en España, y en seguida también en Portugal, Francia, Bélgica… Ingresa además en el Cuerpo de Lenguas del Ministerio de Asuntos Exteriores, en el que va a permanecer treinta años. Es ésta la época de sus traducciones, insuperables de rigor y lirismo: tres antologías de poesía (1948, 1962 y 1973) y tres volúmenes de relatos cortos de la tradición clásica (1948, 1954 y 1983). Estos trabajos hicieron más que ningún otro por dar a conocer las letras chinas en el mundo hispano. Fruto de sus inquietudes en este campo, en 1955, junto a Julio Casares y Consuelo Berges, fundó la Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes.
Marcela de Juan falleció en Génova en agosto de 1981 tras viajar a esta ciudad, muy amada por ella como lugar de ocio y trabajo, para tratarse una grave dolencia.
Impresiones de la China de Mao
Durante un año nuestra protagonista ocupó un puesto en el consulado general de España en Hong Kong y allí sintió nacer el deseo de conocer de primera mano las transformaciones promovidas en el Imperio Central por aquel flaco estudiante que un día de 1918 acudió a hablar con su padre en Pekín. Su sueño pudo cumplirse en 1975, cuando viajó a China como traductora de la primera misión comercial española tras el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países.
En Cantón y luego en la capital, la hija del mandarín queda deslumbrada por la nueva imagen laboriosa, limpia y moderadamente “desarrollada” del país, ajena a la penosa miseria y servidumbre del pasado. Pekín acaba de despertar de la pesadilla de la Revolución Cultural, y en ella han desaparecido elementos enormemente simbólicos, como sus murallas, así como muchos viejos barrios, llenos de encanto, arrasados para abrir avenidas y bulevares, pero se adivina un futuro esplendoroso. La ciudad de su juventud es una urbe en la que arrancan gigantescos proyectos constructivos y todo se moderniza, aunque el metro tiene “sólo” dieciséis estaciones; Marcela contempla con agrado un país próspero que desafía la ruina y la miseria seculares.
La enseñanza es sin duda un puntal de cualquier sociedad, y en China se podía comprobar en aquel momento que había sido completamente modificada en su estructura y metas. Si en el antiguo régimen se imponía el estudio de los clásicos (Confucio y Mencio, sobre todo) para acceder por medio de rigurosos exámenes al mandarinato, en el nuevo los objetivos se han universalizado para proveer a los ciudadanos de una formación teórico-práctica engarzada con las necesidades y exigencias de la vida. Todo se encamina a construir una sociedad mucho más igualitaria que la del pasado, aunque basada aún, como ella, en el trabajo rural; no hay que olvidar que el campo albergaba entonces a cuatro quintas partes del pueblo chino.
Marcela reflexiona con enorme satisfacción sobre la dignidad recobrada del gran país y su progreso evidente, tras la postración colonial que exacerbó las tensiones de una sociedad salvajemente desigual. Concluye que Mao ha aportado un marxismo adaptado a la tradición china que marca el albor de una nueva era.
Belleza de los puentes culturales
En una época en que está de moda magnificar el papel de las diferencias culturales y las señas de identidad, trayectorias como la de nuestra protagonista revelan lo que nos perdemos con el horror al mestizaje. Ella supo sacar provecho de las circunstancias aleatorias de su origen, y con su labor divulgadora marcó un hito en el gran desafío de exhibir para el mundo hispano los tesoros de la cultura china. Nadie hizo tanto como ella para acercarnos a ese universo de matices y simetrías siempre sorprendentes, en el que el lenguaje tiene tonos musicales y la poesía no se escribe, sino que se dibuja con los trazos delicados de un pincel.
Marcela de Juan fue testigo de la transformación de su país en el siglo XX, y nos dejó un conmovedor testimonio de ella en su autobiografía. La recordamos por eso, y también porque, con sensibilidad y erudición, tejió traducciones exquisitas de la poesía y los relatos chinos clásicos. Ella hizo hablar así a Li Po para nosotros: “Me preguntas por qué estoy aquí, en la montaña azul./ Yo no contesto, sonrío simplemente, en paz el corazón./ Caen las flores, corre el agua, todo se va sin dejar huella./ Es éste mi universo, diferente del mundo de los hombres.”