Primera versión en Rebelión el 3 de septiembre de 2021
Rudolf Rocker (1873-1958), alemán de nacimiento y exiliado gran parte de su vida, primero en Inglaterra y más tarde en los Estados Unidos, es recordado como uno de los más talentosos defensores de la idea libertaria en el tiempo de desastres que le tocó vivir. En la reseña de una recopilación reciente de textos suyos, publicada en Rebelión el año pasado, puede encontrarse una aproximación a su apasionante trayectoria biográfica.
Rocker fue un activista entregado toda su vida, y destacó también como periodista, a través de un sinfín de artículos que arrojaban luz sobre las vicisitudes del momento. No desdeñó, sin embargo, acometer análisis de gran calado sobre los procesos históricos más relevantes, y entre estos trabajos descuella su monumental Nacionalismo y Cultura, en el que estudia extensamente la tensión en la historia entre estos dos conceptos, que él considera antitéticos.
El prólogo de la obra nos revela cómo la aparición de ésta, prevista para finales de 1933 en Alemania, hubo de retrasarse por el acceso de Hitler al poder en enero de ese año. Así, la primera edición apareció en castellano (Tierra y Libertad, 1936-1937), con una traducción de Diego Abad de Santillán que es la utilizada en el libro reseñado (Antorcha, 2020).
Rocker nos acerca después en el prólogo a la terrible situación creada por los nazis en Alemania, y en seguida comprendemos que frente a la ofuscación nacionalista allí imperante, que aniquila la disidencia y hunde a la sociedad en el fanatismo más abyecto, él enarbola como estandarte de lucha un concepto de cultura en el que sublima los anhelos más nobles, solidarios y emancipadores del espíritu humano. Queda así clara, desde el mismo título y el prólogo de la obra, la dialéctica entre dos ideas antitéticas que se va a reflejar a lo largo de toda ella.
Libro 1º: La emergencia histórica de la religión estatista
Rocker comienza denunciando los análisis que tratan de simplificar los hechos históricos a un determinismo físico o un reduccionismo económico, y multiplica ejemplos de la variedad de causas que operan. Un recorrido desde los albores de la historia humana muestra la emergencia de la religión como: 1) Una búsqueda de congraciarse con los poderes que gobiernan el cosmos, a través del ritual y el sacrificio, y 2) Una justificación mítica del dominio social encarnado en el soberano, al que apoya la casta sacerdotal. En la Edad Moderna, el Estado, por más que se quiera aconfesional, es quien hereda esta dignidad, y se constata cómo logra siempre el amparo de las sotanas o de la diosa razón. Éste es el proceso que se va a estudiar en el primer libro de la obra. Otro factor esencial es que el poder tiende a hacerse absoluto, y esto queda de manifiesto con un repaso a la historia de la Iglesia y a la ascensión irresistible del papado con la complicidad de los soberanos. La coronación de Carlomagno en 800 es un buen ejemplo de esto.
La dinámica esclavizante del poder, justificada ya en las sociedades estamentales de Platón y Aristóteles, es infecunda, porque “nada achata el espíritu y el alma de los hombres como la monotonía eterna de la rutina; y el poder sólo es rutina”. Sin embargo, el poder es capaz de adornarse “con el plumaje extraño del arte para dar a su impotencia apariencia de fuerza creadora”. Contra este engaño, se constata la existencia de una cultura superior, clarividente y crítica, que puede rastrearse a lo largo de la historia en multitud de espíritus selectos. Así, la idea de la igualdad natural de los hombres, y de la posibilidad de un contrato social no opresivo, se encuentra ya en los sofistas, cínicos y estoicos, y alienta después en Tomás Moro o François Rabelais. Incluso dentro de la ortodoxia católica, Francisco Suárez y Juan de Mariana combatieron la teoría del origen divino de los reyes. Étienne de La Boétie, por su parte, argumentó contra los instintos de obediencia y miedo, en los que hallaba la raíz de todos los males sociales.
Son voces éstas que merecen ser recordadas, y no hay que olvidar tampoco que las ciudades medievales, con sus gremios y formas comunitarias, presentaban elementos esperanzadores que fueron destruidos por la emergencia del capitalismo mercantil y los estados nacionales a él asociados, encarnaciones del poder real.
Rocker critica el énfasis en la libertad individual del Renacimiento, pues ésta, sin responsabilidad social, favorece estructuras políticas y económicas opresivas, como muestra el análisis que realiza de El Príncipe de Maquiavelo, impudorosa exhibición de los vicios eternos del poder. El pueblo se transforma por entonces en masa amorfa para el molde de la nación. El capital mueve los hilos, pero nos harán creer que el proceso es sólo la consumación de un destino histórico. En la Reforma protestante se aprecia un fortalecimiento de los estados nacionales, aunque también hubo revueltas campesinas que fueron ferozmente reprimidas por todas las iglesias y estados, como se muestra en detalle en el libro.
Siguiendo a Kropotkin, Rocker argumenta cómo las guerras y el proteccionismo que acompañaron el nacimiento de los modernos estados perjudicaron gravemente la actividad económica. Cuando ésta no consigue despegar, la burguesía va a reivindicar su parte del pastel en el siguiente ciclo revolucionario, cuyo primer síntoma son las ideas liberales que se propagan a partir del siglo XVIII. Se repasan las aportaciones de los filósofos que en esta época teorizan sobre los derechos individuales y el necesario progreso social y contra la omnipotencia del Estado, en Inglaterra (Milton, Price, Godwin), Norteamérica (Paine, Thoreau), Alemania (Lessing, Herder, Schiller) y Francia (Diderot, Montesquieu).
Rousseau y Hegel, sin embargo, cada uno a su manera, representan reacciones en defensa del poder del Estado. En el caso del primero, éste se disfraza de la “voluntad general” que será el programa de los jacobinos durante la Revolución francesa, un nuevo absolutismo de la “razón de estado” que encarnará después en Napoleón y del que surgirá el nacionalismo moderno. Hegel, por su parte, siguiendo la tradición de Kant y Fichte, opta por un Estado fuerte, que ha de ser para él un “Dios sobre la tierra”, fundido íntimamente con la religión, y que simbolice lo moral en sí.
Tras analizar en detalle la historia reciente de Europa, Rocker ve en las naciones con estructuras estatales surgidas, tan sólo grupos hostiles en eterna disputa, incapaces de avanzar hacia la emancipación social, y dominados económica e ideológicamente por minorías que sólo atienden a sus intereses. Poco tiene que ver el “amor al terruño” con la fidelidad al Estado nacional que se impone. El romanticismo contribuye a este engaño envolviendo el pasado en una aureola de gloria legendaria, de la que fácilmente se llega al supremacismo y el odio a las “culturas inferiores” que suelen rodear y amenazar a la propia. El desarrollo del movimiento obrero, por su parte, refleja esta tensión entre el culto al Estado de Babeuf, Blanc y Marx, y el libertarismo de Proudhon y Bakunin, partidarios de una estructura federativa que inspirará la Comuna de París. Al final, son las ideas estatistas las que triunfan en Alemania y Francia, lo que acarreará el fracaso de la Segunda internacional y hará inevitable la Gran Guerra.
El libro primero concluye constatando cómo la religión nacionalista alcanza su éxtasis místico en los regímenes fascista y nacionalsocialista, con la renuncia a cualquier iniciativa individual, la adoración al líder y el imperio absoluto del Estado que éste conduce con mano férrea. Se confirma así que “el sentimiento religioso ha adoptado forma política”. El industrialismo capitalista ha encontrado un ropaje social e ideológico para su guerra interminable.
Libro 2º: Nación y cultura a través del tiempo
Rocker emprende un análisis sistemático de los elementos que convergen en el concepto de nación. Los detalles del reciente conflicto del Ruhr le sirven para demostrar que las naciones realmente existentes actúan movidas por la codicia de la casta capitalista directora, convenientemente disfrazada de “interés nacional”. No se aprecia por ello comunidad de intereses en la nación, ni materiales ni tampoco espirituales, como evidencian las luchas religiosas internas y los estallidos sociales.
El idioma común es el rasgo esencial invocado para sustentar la nación, y Wilhelm von Humboldt llegó a defender que es la auténtica expresión del espíritu de un pueblo, pero la terca realidad muestra que es sólo un instrumento más de las comunidades humanas, sometido a las vicisitudes de la historia, con variaciones y mestizajes continuos, y sólo en ocasiones identificado con una nación. Por su parte, las teorías raciales de Gabineau, Chamberlain y sus seguidores no son más que especulaciones pseudocientíficas que tratan de justificar la diferencia social por el dominio de una raza biológicamente superior. Se dedican muchas páginas a refutar los disparates del supremacismo ario, tan en boga mientras se escribía la obra.
Rocker define la cultura como el conjunto de elementos de su propia creación que permiten al ser humano desarrollar al máximo su potencial de libertad, conocimiento, sentimiento y solidaridad. Es por tanto una aportación universal, que no admite fronteras, y cuando se generan esclavitud y explotación, es esta cultura quintaesenciada la que ofrece el impulso liberador para acabar con el sufrimiento impuesto a unos hombres por otros. Tiende a ser, además, imperecedera, pues los logros de una civilización permanecen en muchos casos tras la extinción de ésta. Y cuántas veces los conquistadores fueron en realidad conquistados por aquellos a los que vencieron, si éstos tenían una cultura superior.
Rocker sintetiza los rasgos de la cultura griega, y enfatiza su riqueza multicolor, muy influida por la descentralización política, su “amor al terruño” y la ausencia de una casta sacerdotal poderosa. Allí dominaba la conciencia de pertenecer a un círculo cultural común, y no la “conciencia nacional”. Lamentablemente, el instinto de poder y la lucha por la hegemonía truncaron aquella evolución y propiciaron la conquista macedónica, que llevaría al agotamiento. Roma muestra, en contraposición con esto, un marcado cesarismo desde la época republicana, que la hace un ejemplo acabado de poder estatal tiránico y despiadado, empeñado en la conquista del orbe. Su cultura, ahijada por la griega, careció de originalidad y estaba plenamente al servicio del Estado, aunque en las sátiras aflore una jugosa crítica social (cultura de resistencia); así, técnica militar y derecho feroz son sus mayores logros. Y cuando la construcción monstruosa muere, al tiempo resucita en el cesarismo papal.
Tras el Medievo, la emergencia de los estados nacionales reproduce para Rocker lo mismo que ocurrió con Grecia y Roma, pues las estructuras políticas fuertes tienden siempre, según él, a dar al traste con el esplendor cultural. Se comprueba esto en el florecimiento artístico de Al Ándalus, mayor cuanto menor era la unificación política. En la España cristiana, el ascenso del absolutismo arruina industrial y moralmente el país, aunque debe reconocerse que pintura y literatura tienen por entonces un notable desarrollo, con un arte en gran parte realista, de crítica social. En Italia, el panorama entre los siglos XII y XV recuerda al de Grecia, con fragmentación política y extraordinaria riqueza cultural, mientras que la unificación del XIX generó un erial. En Francia, tras los logros medievales, la cultura de la autocracia evoca en Rocker los importados oropeles de Roma, aunque con las esperanzas del movimiento obrero, el realismo aporta savia nueva en el siglo XIX. En Alemania, toda la gran cultura es anterior al Reich de Bismarck.
Universal por estar ligada a la naturaleza humana, la cultura no puede ser jamás “nacional”, y Rocker demuestra con ejemplos bien escogidos lo absurdo de pretender que lo sea. Los grandes avances científicos surgen de una enorme multiplicidad de fuentes anteriores en ámbitos geográficos muy diversos, lo que se comprueba en detalle para el heliocentrismo copernicano y la evolución darwiniana. Y lo mismo puede decirse de los estilos arquitectónicos o artísticos, a los que se dedican sendos capítulos. Las pinturas de Rembrandt, Goya, Watteau y David sirven para argumentar la universalidad del genio, que refleja y trasciende la historia para todos los hombres. Y en las épocas más oscuras, brilla a veces un satírico como Honoré Daumier, que revela la desnudez del monarca.
El capítulo final sintetiza el período de convulsiones que se inaugura en Europa con la Reforma, estertores de un capitalismo enfermo de ebriedad nacionalista que sólo podrá ser superado si se toma conciencia del peligro que supone para la propia pervivencia de la especie. Un epílogo fechado en 1946 nos pone ante el desolador panorama de la postguerra, con un mundo escindido en dos bloques, ninguno de los cuales ofrece esperanzas para un futuro próximo.
Una síntesis magistral
La primera edición de Nacionalismo y cultura fue, como decía al principio, la castellana de 1936-1937 (Tierra y Libertad, Barcelona), y en 1937 apareció otra en inglés (Covice-Friede, Nueva York). La obra fue recibida con entusiasmo en los círculos libertarios, que en seguida emprendieron su traducción a diversos idiomas, pero también en otros ambientes. Bertrand Russell la consideró una contribución importante a la filosofía política y destacó su “brillante crítica a la idolatría del Estado, la superstición más difundida y funesta de nuestro tiempo”. Albert Einstein y Thomas Mann la elogiaron también, a pesar de discrepar en aspectos concretos, y TS Eliot la comparó con La decadencia de Occidente de Oswald Spengler, remarcando la coincidencia de ambas obras en establecer una pugna entre cultura y poder, a pesar de las diferencias ideológicas entre los dos autores.
Rocker sintetiza con agudeza la historia de la emancipación en la lucha entre dos conceptos antagónicos, que pueden rastrearse a través de los siglos y encarnan en realidad la oposición entre las dos tendencias esenciales y contradictorias de nuestra naturaleza, la de la competencia y la de la solidaridad. Poder y Estado tratan siempre de elevar sus construcciones monstruosas, y frente a ellos, la cultura es definida como el contrapeso que asume la misión de ponerlos en evidencia, reivindicando en su contra el bien supremo de belleza y verdad, que ofrece sus mayores logros al ser humano.
Este concepto de cultura resulta enormemente sugestivo por su simplicidad y su riqueza simbólica, y aplicado a la historia de Occidente ilumina con nueva luz las diferencias entre Grecia y Roma, la pausa del Medievo y la emergencia de los estados nacionales en la Edad Moderna, consecuencia de la dinámica del capitalismo. Es eterna la discusión sobre el nacionalismo en el seno de la izquierda, y el análisis de Rudolf Rocker tiene la virtud de reconstruir en detalle la génesis de esta ideología, mostrar su significado y revelar su esterilidad en cualquier proceso emancipador.