Primera versión en Rebelión el 21 de octubre de 2021
Mediodía del 4 de marzo de 1960 en el puerto de La Habana. Operarios proceden cuidadosamente a la descarga de un barco, recién llegado de Europa, que contiene armamento adquirido en Bélgica por el gobierno cubano. Nadie adivina que en unos minutos este escenario va a convertirse en una sucursal del infierno.
Recién editado por Dyskolo, El enigma de La Coubre, último libro de Hernando Calvo Ospina, se lee como una absorbente novela de intriga, pero tiene la virtud de reflejar la realidad de principio a fin. El concienzudo trabajo de investigación del autor ha permitido reconstruir en detalle las vicisitudes de un viaje marcado por la tragedia y nos introduce de lleno en uno de los capítulos más negros del terrorismo imperial norteamericano. La voladura del navío francés La Coubre en La Habana se saldó con casi un centenar de muertos y supuso la ruptura definitiva entre Washington y la recién nacida Revolución cubana.
El libro fue posible cuando Calvo Ospina tuvo el privilegio de ser el primero en acceder a más de mil quinientas páginas de documentos sobre el navío y su explosión, desclasificados en 2010 y custodiados en la ciudad francesa de Le Havre en los archivos de la French Lines & Compagnies. Esta oficina atesora el patrimonio histórico de la Marina Mercante francesa, sus navieras y puertos, incluido el de la Compagnie Générale Transatlantique, más conocida como la Transat, propietaria del barco La Coubre.
Hernando Calvo Ospina (Cali, 1961), periodista, escritor y documentalista colombiano residente en Francia, es autor de una quincena de libros sobre la situación social y política en Latinoamérica, con títulos como Perú: los senderos posibles (1994), Don Pablo Escobar (1994), Bacardí: la guerra oculta del Ron Bacardí (2000), Colombia, democracia y terrorismo de Estado (2008) o El equipo de Choque de la CIA (2010). Colaborador habitual de Le Monde Diplomatique y Rebelión, sus documentales pueden verse en su canal de Youtube, accesible aquí.
El viaje y sus circunstancias
El libro nos describe el transporte y embarque en Bélgica de las municiones y explosivos comprados por el gobierno cubano. La Coubre recala en el puerto de Amberes el día 13 de febrero de 1960, ya con mercancías muy diversas que va a llevar a América: tractores, vidrios y queso, y en sus muelles se añade más carga, incluyendo las municiones, estibadas el día 15. A la mañana siguiente, tras descender río Escalda abajo unos kilómetros, se embarcan los explosivos (granadas de fusil), que por estar prohibida su manipulación en el puerto, aguardaban allí en una chalana. Se aportan detalles de las estrictas medidas de seguridad seguidas en todo el proceso.
Calvo Ospina nos pone al tanto también de las circunstancias políticas del momento. La caída de la dictadura de Fulgencio Batista, con acceso al poder del gobierno revolucionario en enero de 1959, fue contemplada con honda preocupación desde Washington, sobre todo cuando ese mismo año se ponen en marcha planes de reforma agraria que transforman latifundios del agro cubano, muchos de ellos con propietarios norteamericanos, en cooperativas. En su viaje a los Estados Unidos en abril, Fidel Castro deja claro que las relaciones entre los dos países entran en una nueva fase de respeto mutuo, sin injerencias ni subordinaciones.
La respuesta norteamericana a esto es un plan terrorista que incluye a partir de octubre de 1959 ametrallamientos y bombardeos desde aviones civiles procedentes de Florida, y acciones armadas en la isla para las que se cuenta con la colaboración de la iglesia católica y las embajadas de los países occidentales aliados de Washington, focos de espionaje para la CIA. A finales de 1959, con la complicidad de Rafael Leónidas Trujillo, se produce un conato de invasión desde la República Dominicana. Richard Helms, director de la CIA entre 1966 y 1973, reconoció ante una Comisión de investigación del Senado en 1975 la estrategia que se seguía en aquel momento, consistente en ataques constantes, con intentos de volar las plantas eléctricas, sabotear ingenios azucareros y asesinar a Fidel Castro y otros dirigentes cubanos. “Fue una política del gobierno de Estados Unidos…”, precisó.
En estas condiciones, la adquisición de armamento era esencial para el gobierno revolucionario, pero las gestiones en los Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia resultaron infructuosas. Sólo los belgas aceptaron proporcionarlo, a pesar de las presiones que recibieron de Washington, y en octubre de 1959, La Coubre había llevado ya sin contratiempos 25 000 fusiles a La Habana.
Es éste el mismo barco que parte para América con munición y granadas para esos fusiles, entre otras mercancías, en los minutos iniciales del 19 de febrero de 1960. Su primer destino es la Perla de las Antillas.
La masacre
El 4 de marzo, nuestro navío atraca por el costado de babor en el muelle Pan American Docks del puerto de La Habana, donde solían hacerlo los de la Transat. El reloj del comandante marca las 9:30 y a las 11 comienza la descarga, custodiada por militares cubanos que acceden a la nave. A las 14:45 las municiones ya están en el muelle, y un cuarto de hora después se produce la primera explosión, un infierno de fuego y metralla de piezas metálicas que deja el barco casi partido y escorado a estribor unos 15 grados. A las 15:40 una segunda deflagración resulta aún más letal, pues muchas personas se habían acercado a prestar auxilio. Varios dirigentes revolucionarios acudían allí en aquel momento.
Calvo Ospina recoge testimonios escalofriantes de los que vivieron la tragedia. Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre estaban ese día en La Habana, y él describió así poco después sus impresiones: “Al sonido de los explosivos, La Habana se levanta; esta ciudad, tanto tiempo prostituida, rencontró en el peligro, en la muerte, su firmeza de alma. La gente corría de todas partes, invadía los muelles: el barco le disparaba sus fuegos artificiales mortales; a nadie le importaba, la ciudad quería salvar a sus hombres (…) Castro se bajó del coche, estaba en los muelles, solo, haciendo del peligro, contra todos los principios revolucionarios, un privilegio que se reservaba para sí mismo. Veinte brazos lo agarraron, diez, veinte cuerpos lo derribaron, lo aplastaron bajo su peso: justo a tiempo; las balas trazadoras lo rozaron con su brillante línea punteada.”
Guillermo Cabrera Infante relató también sus terribles experiencias aquel día. Él vivió así la segunda explosión: “(…) pude ver que del barco se elevaba no una columna, sino una ducha, una catarata de fuego invertida. Momentos antes había visto los hombres que sacaban las cajas de balas y otro parque de entre las llamas y las izaban una a una hasta la cubierta superior, rumbo a la proa del barco, que estaba levantada y encimada contra el muelle: el barco estaba partido en dos, pero yo no lo sabía, ni lo había podido ver bien (…) Los hombres que cargaban las cajas por las cubiertas de proa parecieron por un momento irreales, dibujados, porque se veían pequeños, afanosos cargando el mortal cargamento, y de pronto, antes de ver la cascada de lava, antes de oír la explosión, desaparecieron: no los volví a ver más. Simplemente se habían volatizado hechos trizas.”
Después añade: “Estaba cansado, me dolía todo el cuerpo y tenía ganas de vomitar. Me senté en la acera. Una viejita pasó por mi lado y se detuvo y me preguntó que si me pasaba algo. Yo no le pude contestar. Seguí así unos minutos y otras gentes me preguntaron que qué me ocurría y tampoco pude responderles. Esta es la respuesta. He tratado de que sea simple, directa, objetiva, pero que refleje el horror, la náusea, la atmósfera del Apocalipsis que acababa de ver y que de alguna manera fuera también una queja por la muerte de aquellos hombres humildes, anónimos; un saludo al heroísmo, al valor probado frente a la muerte del pueblo cubano y una denuncia contra la mano criminal —cualquiera que fuera, dondequiera que esté, como se llame— que había desatado el horror, la náusea, el Apocalipsis. En eso pensaba allí en la acera y eso es todo.”
Las explosiones, de una potencia extraordinaria, destrozaron el sector del barco que transportaba las granadas y produjeron en torno a 80 muertos, entre ellos seis marineros franceses, así como centenares de heridos.
El día después
Tras la tragedia, era imperioso atender a las víctimas e indemnizar a sus familias, pero también reforzar la seguridad del país y tratar de encontrar una explicación para lo ocurrido. En este sentido, las declaraciones de todos los testigos resultaban esenciales y pronto fueron recabadas. A nivel popular, hay que decir que se produjo una movilización general en la isla y la población cerró filas alrededor de su gobierno. Muchos entregaron sus pertenencias para adquirir armamento que defendiera la revolución. El día 7, los intelectuales cubanos respondieron con un manifiesto en el que afirmaban: “El sabotaje al barco francés La Coubre ha colocado muchas cosas en su sitio. Ahora sabemos todos, el pueblo de Cuba y sus gobernantes, que la gran agresión contra Cuba ha llegado a su momento crucial. Por eso estamos en pie de guerra. La revolución afronta su momento decisivo y estamos prestos a defenderla, con nuestras vidas si fuera necesario…” Lo rubricaban Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y Guillermo Cabrera Infante, entre otros.
Entre el 8 y el 10 de marzo, el juez, el segundo capitán y el jefe de máquinas de La Coubre, diplomáticos franceses y expertos y abogados de las aseguradoras visitan el barco. Después de esto, surgen tensiones cuando los franceses expresan su intención de reflotarlo y los cubanos les indican que son ellos mismos los que se encargarán de hacerlo, tarea que se culmina con éxito el 19 de abril. Ese día, La Coubre es conducida al dique seco, y tras dejarla hermética, el 22 de agosto sale de la bahía de La Habana remolcada hasta Rouen, escena en la portada del libro de Dyskolo. Allí la reconstruyeron, y siguió navegando con un nombre diferente hasta 1979.
Los marineros franceses supervivientes fueron homenajeados por el gobierno cubano y regresaron luego a sus casas. Sorprende, sin embargo, el silencio de los mandatarios de su país, que no realizaron ninguna declaración sobre los hechos, y ni siquiera expresaron sus condolencias a los familiares de las víctimas.
La causa de la tragedia
De los testimonios recogidos pudo deducirse que cuando ocurrió la primera explosión las municiones ya habían sido descargadas y se estaba comenzando a hacer lo propio con las granadas de fusil. Éstas, se confirmó que eran extremadamente seguras en su manejo, y que en ningún caso explotaban espontáneamente. Tampoco existía, en el momento de la tragedia, ningún indicio de humo o fuego en el barco y nadie observó el desplome de ninguna de las cajas, aunque como se comprobó luego, la simple caída de las granadas no las hacía detonar. Los testimonios apuntan a que la segunda explosión se produjo en el muelle, cuando el fuego de la primera alcanzó las municiones depositadas en él.
Tras las primeras investigaciones, el 5 de marzo, ante una multitud enfervorizada, Fidel Castro analizó con lujo de detalles lo ocurrido, y fue durante ese acto cuando el fotógrafo cubano Alberto Díaz Gutiérrez (Korda) tomó la fotografía más conocida de Ernesto Che Guevara, acompañante de Fidel en la tribuna. Es ésta una imagen que, para Calvo Ospina, “no sólo encierra el dolor, la rabia y la impotencia de aquel hombre, sino que expresa el sentimiento que embargaba a todo ese pueblo que tenía delante.”
Fidel fue diáfano en su discurso. Tras sintetizar los resultados de las pesquisas realizadas, manifestó que la única causa posible para la catástrofe era que alguien hubiera instalado un explosivo en el buque. ¿Quién? Era fácil descartar a los trabajadores cubanos, que ni siquiera sabían el barco que iban a descargar, y también a los tripulantes, que en caso de estar implicados se hubieran arriesgado a perecer. La conclusión es que debió ser en Europa donde se colocó algún tipo de trampa que explotaría al mover las cajas.
También fue claro Fidel al apuntar cómo responsable último de lo ocurrido al mismo gobierno que había hecho ímprobos esfuerzos para que Bélgica no vendiera las armas a Cuba, un gobierno empeñado en aquellos momentos en una feroz campaña de atentados contra este país. Hoy sabemos que lo de aquel día en el puerto de La Habana fue un capítulo más de una guerra en la que ya se habían producido asesinatos, bombardeos y sabotajes, y que sólo un año después tendría otro episodio destacado en el desembarco de la bahía de Cochinos. La masacre de La Coubre, de todas formas, supuso un punto de inflexión en la confrontación, pues mostró sin género de dudas que los norteamericanos estaban dispuestos a todo para torpedear la Revolución cubana.
El gobierno de Eisenhower protestó de las acusaciones vertidas en el discurso de Fidel Castro, al tiempo que filtraba informaciones tendenciosas que le llegaban del embajador francés en La Habana y hablaban de “insuficientes medidas de seguridad” en la descarga. Por su parte, el gobierno galo no expresó ninguna reacción oficial. Calvo Ospina describe la delicada situación que se vivía en aquel momento, con una sangrienta guerra en Argelia a la que no se veía final, y colaboración entre el gobierno revolucionario cubano y los independentistas. En estas condiciones, no es descartable que los servicios secretos de de Gaulle participaran en una operación contra la llegada a América de unas armas que podrían acabar enfrentadas a ellos en África.
Un año después, Fidel Castro expresó en un nuevo homenaje a las víctimas en el puerto de La Habana su convicción de la responsabilidad del gobierno norteamericano, a través de sus agencias, en la masacre. Pocos son los que dudan, a día de hoy, de esta implicación, pero lo cierto es que nadie ha sido capaz de identificar a los ejecutores del crimen. Respecto al método empleado para perpetrarlo, la investigación de Calvo Ospina ha logrado arrojar luz, pues se han hallado evidencias documentales de extrañas coincidencias y manipulaciones en las cajas de granadas antes de ser embarcadas en La Coubre, cuando aguardaban a bordo de una chalana en el río Escalda. En un final de novela policiaca, el autor del libro nos revela los detalles que permiten adivinar cómo pudieron actuar los asesinos.
Exprimiendo las fuentes documentales y persiguiendo por medio mundo a los testigos susceptibles de alguna aportación de interés, Hernando Calvo Ospina ha conseguido dar forma en El enigma de La Coubre a un relato pletórico de información veraz, y a la vez trepidante y ameno, que incorpora además un reportaje fotográfico de los hechos narrados. La terrible historia expuesta, rigurosamente real, merece ser ampliamente conocida en homenaje a tantas víctimas inocentes, y también porque ofrece un ejemplo paradigmático de los métodos de la potencia hegemónica para manejar contrariedades en su “patio trasero”.