Primera versión en Rebelión el 4 de febrero de 2022
Ángel Ganivet murió muy joven, pero tuvo tiempo para dejarnos una obra literaria brillante que expresa la agudeza de su ingenio y la variedad de asuntos que lo atraían. Por un lado, se empeñó en una lucha contra el marasmo intelectual de la España de finales del XIX que le tocó vivir, y buscó un remedio para el vicio capital que en su opinión provocaba el colapso, la abulia. Ésta sería superada, según propone en Idearium español, su gran trabajo teórico, con voluntad y acción concentradas en la realidad del país y no en delirios expansionistas, y con un humanismo ajeno a la modernidad aburguesada y adicta al dinero.
En su producción no faltan, sin embargo, páginas más desenfadadas, nacidas de sus experiencias por lugares remotos donde residió. En ellas despliega todo su potencial para la mirada atenta y la empatía, pero también para la ironía y la guasa siempre amables. Destacan en esta faceta sus Cartas finlandesas (1898), que Dyskolo acaba de reeditar como libro electrónico. Se trata de una colección de textos en los que Ganivet reflexiona con agudo humor sobre la vida que observa en el brumoso septentrión al que lo han conducido sus labores consulares. La edición de Dyskolo incorpora además Hombres del norte (1898), con impresiones y análisis sobre seis escritores noruegos.
Nacido en 1865 en Granada en una familia de clase media, Ángel Ganivet realizó estudios de Derecho y Filosofía y Letras, e ingresó por oposición en 1892 en el cuerpo diplomático. Sus destinos fueron Amberes, Helsinki y finalmente Riga, donde en 1898, aquejado de una sífilis que lo amenazaba con locura y parálisis, frustrado y gravemente deprimido, decidió poner fin a sus días arrojándose al río Dáugava. Entre sus libros descuellan, además de los citados, una pieza teatral: El escultor de su alma (1898) y dos novelas: La conquista del reino de Maya (1897) y Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898), fragmentos de un proyecto inconcluso en el que trataba de plasmar sus ideas del progreso social.
Asombros y cavilaciones de un andaluz en el lejano norte
Según indica el propio autor al comienzo de sus Cartas finlandesas, éstas surgen de la voluntad de compartir con los amigos de su tierra impresiones del país en el que reside. Las misivas fueron apareciendo en El Defensor de Granada, y dieron lugar a curiosos intercambios con los lectores del periódico.
Ganivet nos informa sobre las condiciones generales del país, pero ello no le impide intercalar al paso sabrosas reflexiones sobre sí mismo: “Conviene saber que yo nací refractario a la asociación, y que ni en Granada ni fuera de Granada he formado parte de ninguna sociedad. En Madrid llegué a inscribirme en algunas y a pagar las cuotas, pero a nada más; a la Academia de Jurisprudencia fui dos o tres veces, y me retiré por incompatibilidad de humores con la parva de ministros en agraz que por allí pululaba.”
Bajo dominio ruso, las culturas y lenguas más extendidas en Finlandia eran la sueca y la finesa, aunque el idioma de Pushkin era asignatura obligatoria en las escuelas. El Gran Ducado gozaba de cierta autonomía y hasta moneda propia, en un sistema escasamente democrático, pero difícil de esquivar para un país pequeño rodeado de vecinos poderosos. El granadino ve con simpatía el igualitarismo que observa, reflejado en el uso común de los apellidos escuetos, sin aditamentos de realce social. En las ciudades aprecia un acicalamiento y alineamiento de todo que le parecen excesivos, y reflexiona que en su opinión el hecho de que las innovaciones prácticas se acepten con entusiasmo y dominen la puntualidad y el orden podrían ser síntomas de un distanciamiento respecto a la complejidad multiforme de una vida auténtica.
Nuestro cónsul se sorprende de ver unas relaciones entre los sexos mucho más armoniosas y libres que en el sur, con camaradería desde los primeros años y acceso de las mujeres a la educación. Tras el matrimonio también disfrutan ellas mayor independencia que en nuestras latitudes y el divorcio está institucionalizado. Le resulta curioso al andaluz el gran número de viudas que observa, fruto de los frecuentes matrimonios, no desaprobados, entre jovencitas y hombres talludos. Nos desgrana además sus opiniones sobre las féminas finlandesas, que encuentra más atractivas espiritual que físicamente.
Y qué piensan por ahí arriba de los nietos del Cid: orgullosos (obsesionados por la “grandeza”); parecidos a los italianos, aunque éstos sean más aficionados al arte y nosotros a la guerra; valientes, pero atrasados (catolicismo) y bárbaros (tauromaquia); apasionados en el amor, pero infieles a la primera de cambio (Don Juan). La mujer española es bella, pero inculta y vive esclavizada. Ganivet dedica una de sus cartas a reseñar el libro del pintor sueco Egren Lundgren sobre su viaje a España en 1849. Son páginas llenas de humor en las que vemos al escandinavo caer en todos los tópicos posibles; le impresionan especialmente Granada y Sevilla, y queda de manifiesto lo difícil que es conectar universos culturales tan dispares.
Se nos instruye en los métodos para combatir el frío dentro y fuera de las casas, descritas en detalle en otra carta. Asombra al padre de Pío Cid la ausencia de cerrojos y candados y a veces hasta de cerraduras, típica de un país en el que el respeto a los bienes del prójimo está muy arraigado, aunque debida también a la costumbre de tener el dinero en los bancos. Cada habitación tiene su estufa, y todo está preparado para los largos meses en que fuera hay sólo oscuridad y nieve.
En páginas magistrales, Ángel Ganivet nos contagia su amor por una tierra donde los ritmos de la naturaleza y el hombre están marcados por el enigmático baile del sol. Cuando éste nos desdeña, la manta helada impregna todo de tristeza y soledad, pero la primavera regresa siempre y resucita el mundo con la violencia de una explosión. Brillan entonces la sinfonía multicolor de los prados y el azul de mil lagos a los que familias enteras acuden para desnudarse y disfrutar de baños interminables. Hay que decir sin embargo que en esta época florida, en el ambiento sigue flotando algo de la calma del sudario blanco. El filósofo del Idearium español muestra su faceta más mística cuando ve vida y muerte íntimamente hermanadas en la perpetua mutación de estos paisajes nórdicos.
El himno nacional define bien el espíritu que impera: “Nuestro país es pobre: así lo será —para quien oro ansíe. —Un extranjero pasa mirándonos con desdén; —pero este país nosotros lo adoramos: para nosotros, con sus bosques, sus rocas y sus playas, —es un país de oro”. Y Ganivet concluye: “A fuerza de repetir que el país es pobre, logran encauzar todas sus energías del modo más aprovechado y útil. Quien vive con más desahogo no es el que tiene más, sino el que administra bien lo mucho o poco que tiene. Éste es el caso de Finlandia.”
Todos los aspectos de la vida están reflejados en las Cartas finlandesas. En las universidades, organizadas por el estado, sorprende a Ganivet la generosidad de pensiones y estipendios para los estudiantes. Respecto a la gastronomía, en su opinión adolece de escasez de materia prima variada; el ajo, por ejemplo, se vende en las boticas como medicina para el pecho. Sólo carne, mantequilla, leche, pan, patatas y pescado son abundantes y se denuncia el abuso de condimentos fuertes y salsas inoportunas. Se describen además con esmero los bailes, espectáculos, teatros, orfeones y deportes. La penosa tendencia al consumo desaforado de alcohol que se aprecia, a pesar de las restricciones legales, da pie a un jocoso análisis de los hábitos dipsómanos en diferentes países.
Los capítulos finales están dedicados a la gran epopeya nacional, el Kalevala, y a los movimientos literarios en Finlandia, en sueco, y también, de manera creciente, en finés, que progresa, como no podía ser de otra forma, con grandes influencias de Suecia y Rusia. Se concluye con un repaso de los pintores más destacados y las costumbres funerarias del país.
Hombres del norte ofrece un análisis crítico de seis literatos noruegos, entre ellos los dramaturgos y poetas Henrik Ibsen y Björnstjerne Björnson, fustigadores ambos de las convenciones burguesas, aunque el segundo con espíritu más conciliador. Otro escritor estudiado es el novelista Knut Hamsun, exponente con Pan (1894) de un decadentismo pesimista y paralizante con el que Ganivet no sintoniza.
Un destino truncado
A Ángel Ganivet le faltaban unos días para cumplir treinta y tres años cuando decidió que no soportaba más este mundo miserable y se precipitó a las aguas mansas y heladas del Dáugava. Hasta el final de su breve existencia mantuvo una intensa relación epistolar con Miguel de Unamuno, un año mayor que él y buen amigo suyo desde que ambos, veinteañeros, preparaban oposiciones a cátedras de griego (el vasco ganó la suya en Salamanca y el granadino la perdió en su tierra). Sabemos bien hacia dónde evolucionó después el pensamiento del padre de La tía Tula, pero siempre nos quedará la duda de hacia dónde hubiera podido ir el del cónsul en Riga.
A este respecto, resulta revelador el intercambio de opiniones que, en ese mismo año fatídico de 1898, los dos escritores protagonizaron en las páginas de El Defensor de Granada, publicado en libro en 1912 como El porvenir de España. En sus textos, Ganivet defiende, contra el esencialismo cristiano de Unamuno, una triple influencia que marca el espíritu hispano, de estoicismo grecorromano, cristianismo y cultura árabe. Ambos están de acuerdo, sin embargo, en denostar la unificación de los Reyes Católicos y la aventura imperial, y hubieran preferido que las energías se hubieran canalizado hacia dentro, en elevar el país y no en someter a otros. El andaluz llega a decir: “Si existe un medio de conseguir la verdadera fraternidad humana, éste no es el de unir a los hombres bajo organizaciones artificiosas, sino el de afirmar la personalidad de cada uno y enlazar las ideas diferentes por la concordia y las opuestas por la tolerancia. (…) España es una nación absurda y metafísicamente imposible. Su cordura será la señal de su acabamiento”. Se atreve incluso nuestro cónsul a optar por un “socialismo español” con un sesgo genuinamente libertario, lo que nos da juego para imaginar cuál pudo haber sido su papel en la era de agitación social que se avecinaba.
Ángel Ganivet es considerado a veces un precursor de la generación del 98, pero por el vigor y los derroteros de su pensamiento resulta más bien miembro esencial de ella. Su breve vida le bastó para dejarnos muchas reflexiones enjundiosas sobre lo que somos, y además de esto, su paso por el lejano norte le sirvió para entretejer un retrato enamorado y magistral de aquellas tierras. Sus Cartas finlandesas tienden, con ironía y humor, un puente literario entre las latitudes más extremas de Europa y siguen vivas hoy, como frescas postales donde brillan la sutileza, el talento y la guasa de un granadino universal.