Primera versión en Rebelión el 24 de mayo de 2022
Ramón Acín Aquilué nació en 1888 en Huesca y aunque comenzó estudios de Química en Zaragoza, los abandonó pronto para dedicarse a su gran vocación, el arte. A partir de 1910 publica dibujos en la prensa, en los que despliega sus dotes de humorista y su pasión por la crítica social. Instalado en Barcelona, en 1913 funda el periódico semanal La Ira, “Órgano de expresión del asco y la cólera del pueblo”, de vida breve y que lo llevará a la cárcel una temporada. Amplía estudios luego en Madrid, Toledo y Granada y en 1917 consigue por oposición una plaza de profesor de dibujo en la Escuela Normal de su ciudad natal.
En Huesca Acín, además de dar sus clases, continúa su actividad creativa y su militancia, y colabora en la prensa y las tareas organizativas de la CNT, junto a Joaquín Maurín y Andreu Nin. En 1923 contrae matrimonio con Conchita Monrás, con la que tendrá dos hijas, Katia y Sol. Cuando en 1932 le toca un premio de la lotería, decide destinar parte del importe a financiar el documental de su amigo Luis Buñuel sobre los Hurdes: Tierra sin pan. Esta historia es recordada en el cómic Buñuel en el laberinto de las tortugas (2019) de Fermín Solís y en su adaptación cinematográfica homónima.
Comprometido en la sublevación de Jaca, Acín tiene que exiliarse por breve tiempo, y después, en 1933, es encarcelado varias veces. La noche del 18 de julio de 1936, está entre los que acuden a entrevistarse con el gobernador en demanda de armas para el pueblo. Se las niegan y les aseguran que todo está controlado, pero al día siguiente la ciudad es tomada por los fascistas. El 6 de agosto, refugiado en su domicilio, Ramón se entrega cuando oye que están maltratando a su mujer. Los dos serán fusilados.
Para superar el casticismo
Se tiende a pensar que la intelectualidad ibérica ha sido siempre admiradora de la tauromaquia, pero es muy amplia la nómina de los que por estos lares han alzado su pluma contra la “fiesta” por antonomasia, desde Quevedo y Juan de Mariana hasta Unamuno, Blasco Ibáñez o Ramón y Cajal, pasando por Goya o Jovellanos, por citar sólo a unos pocos. A comienzos del siglo XX el más ruidoso de todos probablemente fue Eugenio Noel, con sus “campañas antitaurinas” que tantos disgustos le acarrearon, pero en tierras aragonesas, nuestro Ramón no dudó en hacer una contribución a la causa con Las corridas de toros en 1970, un curioso conjunto de dibujos que acaba de ser rescatada por Dyskolo en su colección Pretérito (im)perfecto.
Demolida en 1920 su plaza de toros, que amenazaba ruina, la capital altoaragonesa se vio con el privilegio durante unos años de carecer de una sede fija para los festejos taurinos, y en este tiempo se elevaron propuestas para que en el solar vacante se construyera un campo de deportes. El 29 de junio de 1921, Ramón Acín imparte una conferencia en el Teatro Principal de Huesca en la que proyecta treinta y dos dibujos suyos realizados en cristal en los que trata de imaginar cómo serán las corridas de toros cuando haya transcurrido medio siglo. Su trabajo aparece en forma de libro en 1923 con un prólogo en el que nuestro cenetista reflexiona sobre las rutinas ancestrales de la fiesta y profetiza que su esfuerzo y dolor inútiles han de pasar, como pasaron los de los circos de los romanos: “Llegará día en que no solamente nos llamaremos los hombres hermanos los unos a los otros, sino que como el Santo de Asís llamaremos hermanos a los animales. Llegará día en que seremos los hombres vegetarianos, no tanto por temor a una mala digestión cuanto por el temor de la conciencia de privar de la vida a un cabritillo y a un pichón.”
A la brutalidad de la tauromaquia, Acín contrapone la urgencia de “energías más nobles y elevadas”, y por ello propone que en vez de una plaza de toros se edifique en el solar sin uso un pabellón de deportes. Además, el profesor de la Escuela Normal no deja de aprovechar la ocasión para exponer su ideal pedagógico, que no es otro que conjugar fuerza, belleza y alegría, tomando por modelo a los antiguos griegos: “No olvidemos, pues, que para llegar al campo de deportes, al antiguo gimnasio, hemos de hacer antesala en las estancias del Ritmo y de la Armonía, de la Gracia y del Arte.”
Los dibujos
Las treinta y dos viñetas de Las corridas de toros en 1970 constituyen, según el subtítulo de la obra, un Estudio para una película cómica. Si la “fiesta” se define como algo encerrado en sus rutinas, los dibujos tantean la adecuación de éstas al descontrolado progreso de la nueva era. De esta forma, trascurrido medio siglo, las gentes irán en aeroplano a enormes plazas de toros, “rascacielos taurinos”, con el ruedo cubierto de cristalería, en las que los espectadores usarán telescopios y se comunicarán con la presidencia por teléfono particular. Las estampas presentan estos “adelantos” que alumbrará el futuro con trazos sobrios y ágiles, de simplicidad humorística.
Los cuernos de los toros estarán graduados y en ellos se pondrán arandelas, y “así las cornadas serán proporcionadas a lo que cobren las cuadrillas”; una grúa rescatará a los picadores en apuros; podrá cambiarse el color de los morlacos en un taller de pintura, y a los caballos se les sacarán las tripas antes de la corrida, “aprovechando los adelantos de la cirugía”, para que no sean esparcidas por la arena. Los maestros dirán sus brindis ante un gramófono, y de ese modo “pasará a la posteridad la elocuencia flamenca”, y el estoque irá atado a una cuerda con un peso para evitar accidentes. Al final se exhibirá una radiografía del toro para aquilatar las estocadas y adjudicar las orejas con perfecto conocimiento de causa. Si el lidiador fallece por una cogida, en la plaza se le reza un rosario, si queda “como los ángeles” se le sirve un banquete allí mismo, y si hace el ridículo se le fusila sobre la arena.
Ramón Acín plasma su crítica a la tauromaquia con sutil ironía. Enfrentado con un rito secular de tortura y barbarie, puede parecer que simplemente trata de adecuarlo al signo de los tiempos. Sin embargo, su visión futurista se las arregla para hacernos ver lo irreformable del engendro. La locura humorística de sus proyectos nos hace reír porque desnuda la locura mayor de la fea realidad en la que se sustentan. La última viñeta lo aclara todo: “Esto serían las corridas de aquí a medio siglo, sino fuera porque entonces se habrán roturado las dehesas y los toros serán animales productivos y los toreros trabajarán como cualquier hijo de vecino.”
La tauromaquia es un horror que el anteojo futurista hace tosco y risible, con lo que lo encubierto se hace evidente. El autor dedica esta obra a su compañera, Conchita Monrás, con unas frases en las que confiesa el sentido que atribuye a sus dibujos: “Que este libro sea el primer libro de estampas de nuestros chicos; quién sabe si el humorismo será la pedagogía del porvenir…”