Primera versión en Rebelión el 3 de enero de 2023
Los historiadores Carlos Hernández Quero, Álvaro París y Luis de la Cruz llevaban tiempo con ganas de sacar a la luz las vicisitudes de una frontera insumisa al norte de la villa y corte, la del barrio de Cuatro Caminos. Se trataba de rascar un palimpsesto urbano y hacer aflorar los rasgos que tenía esta parte de Madrid en la época a caballo entre los siglos XIX y XX. Con ¡Fuego al fielato!, que acaba de editar Decordel, materializan su empeño y nos descubren cómo la geografía de las ciudades lleva marcadas muchas veces huellas de resistencia y rebeldía.
Contrastando con el urbanismo planificado que iba tomando forma en el centro de la capital de España, se extendía por entonces en el sector norte de ella un escenario de “casuchas bajas, solares abandonados y calles irregulares y serpenteantes”, habitado por obreros y marginales de toda laya y a donde no llegaban los progresos que se abrían camino en los barrios elegantes. Hay que decir además que, aparte de estas diferencias, a los dos mundos los separó durante mucho tiempo un profundo foso, de forma que la comunicación sólo era posible por la calzada de la vieja carretera de Francia, devenida calle de Bravo Murillo. Para controlar la introducción de mercancías en la urbe, en la frontera se había instalado un fielato en el que éstas se pesaban y se abonaban los impuestos de “consumos” correspondientes.
Este régimen económico que gravaba los alimentos había sido establecido con la reforma fiscal de 1845 y era objeto de protestas en donde quiera que se elevaran las casetas aduaneras. Esto se comprende si consideramos que en ellas cualquier transeúnte era registrado por malencarados guardias a la caza del matutero (contrabandista). En estos registros, las palizas eran frecuentes, sirviendo de caldo de cultivo para querellas y movilizaciones cada vez más sonadas. En las décadas de 1880 y 1890, los motines fueron tan frecuentes que se convirtieron en costumbre, cebándose en los edificios representativos del poder municipal o la riqueza social, lo que hizo necesaria en ocasiones la intervención del ejército.
La obra nos acerca a los principales protagonistas de estas luchas, personajes como Canuto González, líder del motín de 1888, tabernero y propagandista republicano, o tenderos como Vicente Morata o Fructuoso del Toro. En 1897, estos industriales y algunos otros de los más influyentes del barrio, pactaron con el ayuntamiento un concierto que perjudicaba los intereses generales de sus convecinos, y tuvieron que encarar protestas en las que se les tildaba de colaboracionistas. En este contexto, se convocó una huelga para el 2 de agosto que dio lugar a desórdenes por todo el extrarradio madrileño. Canuto abrió desafiante su negocio ese día y tuvo que huir para no ser linchado. Las tiendas de los “concertados” fueron apedreadas y muchos géneros se echaron a perder, pero no hubo sin embargo saqueos, pues la destrucción no albergaba fin de lucro, sino de simple justicia. El motín, de tono jovial y festivo, lo lideraron las mujeres del pueblo y no logró de momento la abolición del gravamen.
Los años siguientes continuaron las tensiones en torno al fielato, y el 10 de marzo de 1901, Ciriaco Bartolí, un jornalero de cincuenta años, vecino del Tejar de Nieto, fue apaleado por los guardias de consumos al cruzar la frontera. Este hecho provocó una explosión de ira popular en la que fuentes de la época citan la participación de miles de personas y que se saldó con la destrucción por el fuego purificador de las odiadas casetas, tras ser, en este caso sí, desvalijadas, seguramente por aquello de que “el que roba a un ladrón…”. El impuesto de consumos siguió existiendo y generando protestas y desórdenes hasta que fue abolido en julio de 2011, aunque no dejaron de aplicarse tributos a carnes y embutidos.
Carlos Hernández Quero, Álvaro París y Luis de la Cruz, estudiosos de la historia y activistas por la vivienda digna y contra los expolios urbanísticos, saben bien que no hay instrumento más poderoso para interpretar el presente que comprender el pasado. Con ¡Fuego al fielato!, fruto de cinco años de indagaciones, han rescatado una página casi olvidada del Madrid genuino y consciente, y nos enseñan que tras la arquitectura que se eleva hoy en el barrio de Cuatro Caminos, podemos discernir, si aguzamos la vista, una frontera rebelde y un mundo popular y expoliado, dispuesto a hacer valer sus derechos.