Primera versión en Rebelión el 21 de marzo de 2023
La insurrección militar de julio de 1936 privó a Asturias del centro administrativo de su capital, Oviedo, que cayó en manos de los fascistas, y obligó a buscar con rapidez una organización alternativa. De esta forma, en la ciudad más poblada de la región se constituyó el Comité de Guerra de Gijón, con representación de los sindicatos y partidos antifascistas con más implantación. Este nuevo poder tuvo que afrontar la sublevación en curso en varios cuarteles de la localidad, al tiempo que tomaba medidas para ordenar la vida ciudadana.
Con Gijón 1936. Diario de una revolución, que acaba de ser editado por la Fundación Anselmo Lorenzo, el historiador y activista por la memoria democrática Luis Miguel Cuervo nos aproxima a los hechos esenciales de unos meses en los que en una situación que socavaba la convivencia democrática, la colaboración entre fuerzas políticas fue capaz de resolver los desafíos planteados. Los éxitos fueron sin embargo sistemáticamente ninguneados en la historiografía de los vencedores, con lo que el libro se convierte en la reivindicación crítica de una revolución muy poco conocida a través de la crónica detallada de sus logros y también de sus errores.
Los capítulos iniciales repasan los acontecimientos durante los primeros meses de 1936. Las elecciones de febrero contaron en Gijón con una participación de más del 80 % y dieron un claro triunfo al Frente Popular. Ese mismo mes se consiguió sacar a los presos por la comuna del 34 de las cárceles y se comenzó a tratar de revertir los retrocesos sociales del bienio negro, pero los fascistas respondieron con atentados en las calles que generaron enorme crispación.
La respuesta a la sublevación militar
El libro describe la situación en los diferentes acuartelamientos de la región durante las jornadas decisivas de julio y los detalles de la traición del gobernador militar, el coronel Antonio Aranda, que permitió a los sublevados hacerse con la capital el domingo 19 de julio. Ese mismo día en Gijón, Antonio Pinilla, coronel al mando en el cuartel de Simancas, arrestó a los militares que se negaron a adherirse al golpe, pero decidió esperar al día siguiente, lunes 20 de julio de madrugada, para hacer una salida e intentar ocupar la ciudad.
Los combates que se produjeron ese día en las calles entre las fuerzas leales y los sublevados y paramilitares facciosos tuvieron un punto de inflexión por la tarde, cuando llegaron a Gijón, por tren y carretera, militantes libertarios de las cuencas entre los que va a destacar pronto Higinio Carrocera por su talento militar. Con estos refuerzos, la situación les ponía mala cara a los rebeldes y al final de la jornada se vieron obligados a buscar refugió en los cuarteles. De éstos, el de la Guardia Civil de Los Campos se rindió al día siguiente, pero el de Simancas y el de Zapadores, ubicado en el barrio de El Coto, con trescientos setenta y dos y ciento cincuenta y un combatientes, respectivamente, se prepararon para un largo cerco.
Luis Miguel Cuervo nos ofrece una crónica pormenorizada, día a día, del asalto a los dos reductos facciosos, del heroísmo que se derrochó por las dos partes y de las bajas que se fueron produciendo, entre las que se cuentan numerosos civiles alcanzados por los bombardeos de la aviación y la armada rebeldes. Relevante en este sentido es el denominado viernes negro, el 14 de agosto, cuando un raid aéreo produjo sesenta y una víctimas mortales y provocó el asesinato, en represalia, de noventa y ocho personas que se encontraban detenidas por sus ideas derechistas. Estos últimos crímenes fueron un resultado de la fragmentación de poder que existía en aquel momento y no son imputables al Comité de Guerra de la villa, que los condenó y tomó medidas para que cesaran.
Sólo dos días después de estos hechos, el 16 de agosto, cayó el cuartel de Zapadores, aunque ciento seis de sus efectivos consiguieron escapar al de Simancas, que resistió cinco días más. Tras la ocupación de este último edificio, los militares de mayor edad capturados eran ejecutados sin contemplaciones, por no ser presumiblemente soldados de reemplazo, hasta que Higinio Carrocera, uno de los protagonistas del asalto final, logró detener la masacre. Se hicieron unos trescientos diecisiete prisioneros. El libro pone en duda, con base en diversos testimonios, la verosimilitud del último mensaje que según la historiografía franquista fue transmitido por los insurrectos: “El enemigo está dentro, disparad sobre nosotros.”
La organización republicana en Gijón
El Comité de Guerra de Gijón, ciudad con importante influencia anarquista, se constituyó oficialmente el 21 de julio, presidido por el libertario Segundo Blanco y con representación de CNT, UGT, PCE e IR. Su actividad comenzó inmediatamente y durante varias semanas compartió poder con el Consejo Provincial creado en Sama de Langreo y dirigido por el socialista Belarmino Tomás.
Los medios de transporte fueron requisados, se incautaron los depósitos de combustible y se establecieron controles en las carreteras. También se constituyeron comités de barrio y se organizaron servicios sanitarios y comedores, así como centros de distribución de alimentos. Resulta notable que durante los primeros días en la localidad no circuló el dinero, sencillamente porque no había nada que comprar. La escasez de algunos productos obligó a confiscar mercancías de buques que hacían escala en el puerto de El Musel.
Los obreros que no se habían convertido en milicianos regresaron a sus fábricas, que en muchos casos se consiguió que volvieran a producir, gestionadas por comités de trabajadores. La industria metalúrgica se volcó en la construcción de parapetos defensivos y blindajes para camiones. También se crearon treinta y nueve cooperativas en las que llegaron a trabajar casi un millar de personas.
Respecto a la organización militar, la lucha contra los sublevados incorporaba elementos del ejército, carabineros y guardias de asalto y civiles, pero corría a cargo fundamentalmente de lo que podemos llamar el pueblo en armas. Dentro de éste, las más nutridas eran las Milicias Populares, que en el caso gijonés contaban sobre todo con libertarios, y las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas, en las que eran dominantes los miembros y simpatizantes del PCE.
La obra aporta información detallada sobre los procesos que se incoaron en el Tribunal Popular de Gijón, constituido el 16 de agosto para acabar con las actividades de los incontrolados que campaban a sus anchas por la ciudad. Los guardias civiles que se sublevaron el 20 de julio recibieron en general sentencias benignas para lo que se estilaba en la época, pero sesenta y tres de ellos fueron fusilados extrajudicialmente en agosto de 1937 en la playa de La Franca, cuando regresaban a Asturias tras ser integrados en una brigada disciplinaria.
Ya en el mes de octubre y en un intento de restaurar la vida municipal, las autoridades regionales decretaron la constitución de gestoras para regir los ayuntamientos. De esta forma, en Gijón fue elegido alcalde por unanimidad el anarquista Avelino González Mallada, que ni corto ni perezoso aprovechó la coyuntura para emprender una ambiciosa remodelación urbanística. En su breve mandato de poco más de un año, interrumpido por la entrada de los facciosos en la ciudad, este varón Haussmann gijonés trató de racionalizar la enmarañada geografía urbana existente por medio de derribos, ciento quince nada menos. Su objetivo era generar espacios abiertos que permitieran sacar partido al majestuoso marco de la bahía gijonesa, pero sobre sus lúcidos sueños los gestores franquistas al servicio del capital edificaron en las décadas siguientes muros de cemento que aún horrorizan y encorajinan a los visitantes de la villa de Jovellanos.
Reivindicación de una página olvidada de la historia
Con Gijón 1936, Luis Miguel Cuervo pone ante nosotros un capítulo poco conocido de aquella revolución social que en julio de 1936 se puso en marcha en muchos de los lugares de España en los que la sublevación fascista pudo ser atajada. Fue en este caso una experiencia breve, pero su duración fue suficientemente para legar un ejemplo magnífico de colaboración exitosa entre fuerzas políticas diversas y de organización capaz de satisfacer las necesidades populares en momentos críticos.
Otra característica especial del libro es el empeño, materializado a lo largo de todo él, de recordar los nombres de los protagonistas y las víctimas del conflicto desencadenado, en uno y otro bando. Tras décadas de historiografía franquista que presenta una visión distorsionada y falaz de los acontecimientos, este esfuerzo permite contemplar la tragedia que se vivió en Gijón en su dimensión exacta. Dando todo su valor a la preciosa vida humana, los errores cometidos en el bando republicano quedan de manifiesto, pero ello aquilata en su justa medida los logros que se alcanzaron.
La obra contiene en diversos capítulos extraordinarias colecciones de fotografías que nos traen la conmoción y el dolor de aquellos meses, pero también la esperanza que despertaba comprobar que era posible derrotar a los facciosos. El libro se completa con un capítulo final con las biografías de los protagonistas más destacados y dos anexos que sintetizan la información disponible sobre los militares del Simancas y Zapadores, y los milicianos republicanos muertos en Gijón.