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Primera versión en Rebelión el 7 de septiembre de 2023

Si nos fuera dado pasear por aquel París de 1860, vallado y enfangado con los proyectos de Haussmann, el destino podría depararnos un encuentro con dos hombres que conversan apacibles en un bulevar y reconocer, por los retratos que de ellos nos quedaron, a los dos promotores más significados de la modernidad literaria.

Son burgueses por su vestimenta, y jóvenes, aunque ya a las puertas de la madurez. Uno, de estatura mediana, muestra abandono y un gesto enfurruñado, mientras asoman a sus ojos de acero las turbulencias de una gran frente despejada. Corpulento el otro, luce melena de calvo y bigote de morsa, y contempla todo sagaz con sus ojos azules y saltones. No hay confusión posible, son Charles Baudelaire y Gustave Flaubert.

Los dos han nacido en 1821 y presentan otros paralelismos en su biografía, escudriñados por Ignacio Echevarría en el revelador prólogo de su edición de la correspondencia entre ambos (Alpha Decay, 2023). Fueron las suyas vidas marcadas por amor materno y un trasfondo de misoginia, con relaciones difíciles con cualquier mujer que no fuera la progenitora. Sin embargo, Gustave consiguió ceñirse a una rutina férrea de trabajo en su Ruan natal, aunque con escapadas cada poco Sena arriba, mientras que Charles sucumbió sin remisión al embrujo de París.

A fin de cuentas, el paralelismo entre ellos es sobre todo porque los dos fueron capaces de poner, uno la narración y otro la poesía, en la encrucijada de su tiempo. Justo cuando un nuevo orden social había consagrado el culto al dinero y la literatura acababa de poner a punto un realismo que diseccionaba el mundo, ellos aportaron su genio para que brillaran en su más alta proyección artística los sentimientos dominantes de la nueva era: el asco y el aburrimiento. Sin embargo, en aquella crisis de valores ninguno de los dos, aparte de algaradas juveniles en el 48, articuló su repugnancia al orden burgués en una crítica social. Su alternativa fue más bien una torre de marfil de aristocracia espiritual; un pozo de alienación, en resumidas cuentas.

Charles Baudelaire, minado por los excesos, falleció en 1867, el mismo año en el que nacía en Nicaragua Rubén Darío, porque siempre ha de haber un poeta excelso sobre la tierra. Gustave Flaubert sobrevivió a su amigo doce años no demasiado felices, marcados por dificultades pecuniarias y el rechazo de público y crítica a sus últimas obras. Póstumamente aparecerá la inconclusa Bouvard y Pécuchet, en la que según el certero juicio de Echevarría, el de Ruan “destiló todo su odio a la sociedad y la cultura burguesas”. 

Las cartas

La edición recoge las catorce cartas conservadas de las que se cruzaron Flaubert y Baudelaire, nueve escritas por el primero y cinco por el segundo. Son misivas no demasiado extensas, pero con reflexiones muy reveladoras y muestras continuas de la alta estima que se profesaban los dos escritores. Las comunicaciones son muchas veces la respuesta del novelista a una petición o al envío de alguna obra propia por parte del poeta, con lo que afloran en ellas aspectos biográficos clave de la trayectoria del último.

Así, tras recibir Las flores del mal en 1851, Flaubert comenta la impresión favorable que le ha producido su originalidad: “No se parece usted a nadie” llega a decir, incluso su “aspereza”, y que el autor haya sido capaz de rejuvenecer el romanticismo haciéndolo clásico. Cuando Baudelaire es denunciado por la supuesta inmoralidad de su poemario, Flaubert, que había logrado hacía poco salir absuelto de un proceso similar contra su Madame Bovary, expresa sincera solidaridad a su amigo. En este caso, sin embargo, el tribunal condena lo que cree encontrar en el libro de “realismo grosero y ofensivo para el pudor”. En esta época, Baudelaire se siente muy próximo a Flaubert y se complace cuando desde la prensa los enlazan en sus insultos, como si algo de la gloria que el novelista acaba de conquistar alcanzara con ello a un poeta aún no demasiado conocido.

Cuando Gustave recibe en 1860 el envío de Los paraísos artificiales, alaba el libro en la carta más larga conservada, aunque reprocha a su amigo que se refiera en su texto a la intervención de un “Espíritu del Mal”, reveladora a su juicio de influencias católicas. Charles replica defendiendo su fe en la existencia del Diablo, de la que añade: “todo el siglo XIX conjurado no conseguirá que me ruborice”. No son raros, entre los que trataron a nuestro poeta, los que aluden a un cierto “aire clerical” en él. El escritor y fotógrafo Maxime Du Camp llegó a verlo como “un joven diablo que se hubiera hecho ermitaño”.

El último bloque de cartas corresponde a 1862, cuando Baudelaire solicitó a Flaubert ayuda en su alocado proyecto de presentar su candidatura a la Academia, comentado con escándalo y rechifla en el París literario. Gustave no intenta disuadirlo, pero hace patente su estupor: “¡Insensato! ¡Pretende usted que la cúpula del Instituto se derrumbe!” El poeta responde que el suyo es un gesto de desafío que considera legítimo, una reivindicación de “la literatura pura” que él cree encarnar. Se revela aquí la distancia entre los dos amigos a pesar de compartir credo estético; Gustave ya reconocido e incluso aclamado, con la vida materialmente resuelta, se dedica a construir su obra en su retiro normando, mientras Charles, lidiando con pobreza, mala salud y adicciones, y valorado sólo por unos pocos, se empeña en una cruzada por el nuevo arte que no trae más que desdichas.  

La herencia del genio

Esta preciosa edición de la correspondencia entre Charles Baudelaire y Gustave Flaubert, enriquecida con abundantes anotaciones y una cronología de ambos, nos aproxima a aquel ambiente del II Imperio en que dos “trabajadores de la pluma” se apoyaban mutuamente en sus desvelos con frases amistosas. Resulta sugestivo comprobar cómo el espíritu de los dos aflora en las cartas a través de los asuntos formales que las motivan, y la cortesía parisina que preside todo nos anima incluso a imaginar un encuentro con ellos en un bulevar. La raíz de esta atracción que ejercen sobre nosotros sólo la hallaremos en el significado profundo que hoy atribuimos a sus libros.

Mientras el tiempo pasa y quiere enterrarlo todo, los dos lejanos personajes nos resultan fascinantes porque, más allá de los afanes de sus días, enfrentaron un reto de sumisión y conformismo, y consiguieron dejar palabras vivas que transcriben como nadie había sabido hacerlo el maleficio de su época.