Primera versión en Rebelión el 25 de septiembre de 2024
Rafa Poverello, nacido en Don Benito en 1969, pero residente en Córdoba desde hace muchos años, es trabajador social y educador de profesión y hace esto compatible con una pasión por la música y la escritura que lo ha llevado a componer canciones y publicar dos novelas (Mishasho en 2017 y Yo, tú, él… en 2019) y un poemario (De amor, mitos y otros infortunios en 2022). En todos estos trabajos brilla su compromiso con los colectivos con los que comparte buena parte de su vida. Yo lo que quiero es el castigo, su tercera novela, recién editada por Dyskolo, presenta el diario de una adolescente víctima de una historia atroz que ha creado una situación familiar complicada. Los cinco meses del relato atrapan al lector en un viaje de redención y ajuste de cuentas con el pasado, y alumbran al fin valores humanos que descubren el apoyo más sólido en este mundo doliente.
Protagonista y narradora: Jeni Maldonado, de dieciséis años. Vive con su abuela, la yaya, en un barrio marginal de una ciudad del sur de España, en una casa “de cincuenta y cinco metros cuadrados y paredes de celofán” en la que no es raro ver ratas y cucarachas. La madre, Dolores, le han contado que murió al nacer ella, y una hermana mayor, Alba, la tata, cumple condena por matar al padre, Domingo, alcohólico y delincuente, cuando ella tenía ocho años, en una noche terrible que apenas recuerda, pero que la dejó traumatizada, sin parar de llorar y sin querer comer. Desde entonces Jeni está en tratamiento psicológico, y aún sigue tomando fluoxetina para controlar las crisis de angustia que a veces la acometen.
Nuestra heroína va al instituto, donde no destaca por su sociabilidad, aunque tiene buenas amigas y una hermosa relación con su tutora, Mercedes, una mujer cariñosa e inteligente en la que se intuye la madre perdida. Jeni tiene una antipatía especial a Susana, una compañera, a la que envidia su móvil caro y su “familia perfecta, de esas que te hacen dar arcadas de tanto glamur. Un beso aquí, un beso allá. —Te quiero mucho, mami, —y yo a ti, hija”.
La prosa como terapia
Todo da un giro favorable cuando la tutora tiene la idea luminosa de aconsejar a Jeni que escriba un diario: “Mercedes sacó algo de su mochila, perfectamente envuelto en un papel de regalo, (…), y me lo pasó. Era un cuaderno de pasta dura color morado con las hojas en blanco. ‘El Diario de Jenifer’, dijo. Y yo le sonreí, como pocas veces en mi vida lo había hecho.” Jeni, amante de la lectura y con inquietudes literarias, asume el reto con sana devoción, y va a esforzarse en poner por escrito sus “Reflexiones, paranoias y demás paridas”, texto que escoge para encabezar el relato de sus días.
A partir de ese momento, con una prosa malhablada, bien escrita y mejor pensada, que se ciñe como un guante a sus necesidades expresivas, nuestra quinceañera no corta un pelo a la hora de hacernos partícipes de los acontecimientos cotidianos y las secuelas que dejan en su ánimo: la vida con la yaya, una mujer heroica a prueba de adversidades, con una ridícula pensión que a veces la obliga a pedir a la puerta de una iglesia o cometer pequeños hurtos; las visitas a la tata en la cárcel, con riñas y morros, pero mucho amor también; las frustraciones con Isra, el novio que la acompaña tiernamente, sin que puedan pasar a más porque: “Puedo ponerme digna, o fina, pero este tema me produce tanta angustia que prefiero ser ordinaria, como siempre lo soy, para que no me vuelvan a venir esas ganas de llorar tan gordas que hasta daño me hacen en los ojos: no soy capaz de abrirme de piernas ni con una palanca. Fin.”
Jeni pone mucho amor y mucho humor en lo que narra y trata de justificarse como cualquier hijo de vecino, pero se ve obligada a reconocer sus defectos y hasta a hacer propósito de enmienda: “Por la tarde, medio dormida encima de la cama, he pensado que lo mismo tenía que aprender a pedir perdón; y si no a pedirlo, por lo menos a demostrar que lo siento. En fin, seguro que esta paranoia se me pasa mañana.” Hay tiempo también para reflexionar sobre la obscena estratificación social de nuestro mundo, poner a caldo a los parásitos de traje caro y revelar historias terribles de la trena, pero en seguida comprendemos que la gran obsesión de Jeni es lo ocurrido aquella noche de hace ocho años que apenas recuerda. Lamentablemente, nadie parece estar dispuesto a resolver sus dudas, lo que sólo consigue aumentar su frustración y sus malos modos.
Luz que todo lo ilumina
En la parte final del diario los acontecimientos se precipitan. En algunas reflexiones de Jeni hemos adivinado un fondo oscuro, pero no deja de sorprendernos cuando un día, hastiada de todo, decide atiborrarse de pastillas como único fin posible para su malvivir. “No quería seguir pensando. Un huevo de ideas sin pies ni cabeza martilleaba mi cabeza dando más por culo que un taladro perforador y la presión en el pecho apenas me dejaba respirar.” La descubren a tiempo y tras unos días en el hospital vuelve a casa, donde todos se desviven por atenderla. Un día Susana, que viene a visitarla, le confiesa que su padre se suicidó hace dos años, poco después de quedarse en paro, tirándose por el balcón de la casa donde vivían entonces. Las dos lloran juntas y allí termina su enemistad.
Con todos estos líos, a la tata le conceden el tercer grado y puede pasar las navidades en familia. Luego además encuentra un trabajo que le permite no tener que ir al CIS por semana. Como Jeni sigue sin dar tregua con sus preguntas, al fin deciden ponerla al tanto de lo ocurrido hace ocho años. La muerte del padre fue un accidente cuando borracho trataba de abusar de ella y fue sorprendido por la tata, que estaba harta de sufrir lo mismo. Domingo se cayó de la cama y se golpeó la cabeza con la mesita, y luego la abuela y la hermana transportaron el cadáver y lo tiraron al río. Días después, Jeni puede entrevistarse con un miembro del jurado que le revela cómo durante éste Alba se negó a hacer la confesión que podría haberla salvado, obsesionada por proteger la inocencia de su hermana.
Así, en las últimas páginas de la novela, nuestra protagonista descubre el misterio de su origen, golpe capaz de derribar a un oso, y que su madre putativa en realidad no se sabe si huyó al norte o fue asesinada por Domingo. Sin embargo, el coraje que Jeni ha demostrado promete que va a superarlo todo. Su abuela está ahí, como siempre estuvo, y si sus años son ya muchos, ella tiene bien pocos para tomar el relevo en los cuidados. Y aquí está de nuevo su hermana, que ahora sabe que es mucho más que eso, “el ser que más la quiere en el mundo”. Mercedes, Isra, Susana, y tantos otros, iluminan la vida, compartiéndola y abriendo camino a las sonrisas. Esta sociedad es un lodazal de miseria e injusticia, pero los que valen se crecen en el castigo, fustigados por un amor que todo lo redime. Poverello nos muestra con este libro que, contra viento y marea, se puede hallar sentido a tanta desgracia.
El deseo del castigo
El título de la obra tiene resonancias clásicas que tal vez merece la pena comentar. En el Edipo rey de Sófocles, el desventurado protagonista se impone a sí mismo el castigo de la ceguera que ha de redimirlo. Es éste un primer deseo de castigo, para uno mismo y por culpas que uno se atribuye. En el Tiestes de Séneca, el malvado Atreo planifica una venganza espantosa contra su hermano Tiestes —nada menos que darle a comer sus propios hijos— y cuando le insinúan la posibilidad de matarlo como alternativa, protesta que la muerte es en realidad el fin del castigo y éste es lo que él desea. Poverello nos presenta en su novela algo cuya dimensión supera las referencias anteriores. Alba quiere el castigo para librar a su hija-hermana del peso de una verdad que no podría soportar. El deseo del castigo tiene aquí una motivación altruista y noble que no es fácil hallar en la literatura.
Yo lo que quiero es el castigo, de Rafa Poverello, retrata un mundo que él conoce bien, y construye una historia perfectamente estructurada con unos personajes inolvidables, que nos gustaría encontrar en entregas sucesivas. En nuestra sociedad competitiva y cínica, la narrativa al uso se recrea en los triunfadores, a los que se presume una excelencia acrisolada, pero obras como ésta nos demuestran que las virtudes humanas brillan sobre todo en los que más contrariedades resisten en los estratos profundos de la pirámide social.