Primera versión en Rebelión el 10 de octubre de 2024
Lo woke se extiende por Occidente e impone normas y criterios novedosos en muchos campos, pero su genealogía no ha sido analizada aún en profundidad, lo que sería esencial para comprender qué está ocurriendo realmente y las razones detrás de ello. El historiador Pablo Pérez López, especialista en la Transición española y la Europa del siglo XX, con especial atención a los aspectos culturales, rastrea estos orígenes en De mayo del 68 a la cultura woke, que acaba de ser editado por Palabra, y ya en el mismo título deja claro que es en las revueltas de los 60 donde ve el germen de lo de ahora. El libro realiza un recorrido desde los cambios culturales tras la Segunda Guerra Mundial hasta los que caracterizan el presente, pone de manifiesto sus conexiones y culmina con un análisis del wokismo que enfatiza sus errores y despropósitos sin reconocer los aspectos positivos que a nuestro juicio pueden encontrarse en él.
La Norteamérica de postguerra
Los Estados Unidos asumen en 1945, tras la derrota de las potencias del Eje, un liderazgo mundial que va acompañado de una transformación de la propia vida de sus ciudadanos. A partir de ese momento, automóviles y electrodomésticos al alcance de todos crean una atmósfera de bienestar y abundancia, mientras la industria cultural ofrece entretenimiento generoso. La técnica parecía haber resuelto todos los problemas, pero ya a finales de los 50 comenzaron a oírse voces disidentes, como la de la influyente generación beat, que denunciaban lo que veían de hipócrita y vacío en la nueva forma de vida, y la persistencia de lacras como el racismo o la pobreza. Respecto al primero, se recuerda en el libro un dato escalofriante: el matrimonio interracial no fue legalizado en los USA definitivamente hasta 1970.
Todo esto desemboca, ya en los 60, en un ambiente cultural en ebullición, en el que triunfaba la transgresión, mientras el movimiento por los derechos civiles tomaba fuerza, con la trayectoria de Martin Luther King desde su discurso I have a dream de 1963 hasta su asesinato cinco años después. Surge además una crítica original del capitalismo —El hombre unidimensional, de Herbert Marcuse, es de 1964—, preocupación ambiental —p. ej. con Primavera silenciosa, de Rachel Carson, de 1962—, y el feminismo se hace notar —Betty Friedman publica La mística femenina en 1963—. Mientras tanto, en los campus la vida sexual de los jóvenes supera viejos tabúes al tiempo que se extiende el consumo de drogas. La contracultura tomaba carta de naturaleza, pero como nos recuerda Pérez López, con ella no desapareció el consumismo, sino que sólo cambió de estilo: “¿Se siente marginado a causa del conformismo y la hipocresía de la sociedad de masas? ¡Tenemos un coche para usted!”
El análisis se completa con un repaso de la revuelta del campus de Berkeley en 1964 contra las prohibiciones de realizar propaganda a favor de los derechos civiles en el recinto de la universidad. Hubo marchas, sentadas, ocupaciones de edificios y desalojos violentos, y al fin se consiguió que fuera legal hacer política en el campus, lo que sirvió de estímulo para luchas futuras.
Al otro lado del Atlántico: el mayo parisino
Los procesos descritos tuvieron su correlato en Europa occidental. Aquí un aspecto destacable es el giro ideológico de la socialdemocracia alemana, tradicionalmente crítica con el capitalismo, que con Willy Brandt se puso al servicio de la plutocracia atlantista plenamente. Esto provocó protestas de los estudiantes más radicales en 1967, lo cual junto a las noticias de Norteamérica fue el caldo de cultivo para el mayo parisino. Como es sabido, en éste todo comenzó en el campus de Nanterre por un asunto baladí, pero pronto la revuelta se extendió por el país con exigencias antiimperialistas y anticapitalistas, y fue capaz de poner contra las cuerdas al gobierno del general De Gaulle. Éste cumplía por entonces diez años al frente de la V República, más presidencialista, que había auspiciado, había logrado salir del atolladero argelino y lideraba una política exterior con cierta independencia respecto al gran hermano americano.
El relato de los acontecimientos pone de manifiesto la incorporación al movimiento del PCF y su sindicato, la CGT, y la extensión de la agitación de las aulas a las fábricas, con huelgas por todo el país. El 18 de mayo, De Gaulle, que se encontraba de viaje en Rumanía, regresó precipitadamente y tomó las riendas de una situación que corría peligro de desbocarse, pero su discurso a la nación y su proyecto de convocar un referéndum resultaron estériles con lo que el proceso derivó en una crisis política en la que socialistas, comunistas y otros izquierdistas maniobraron para tomar el poder. Al fin, el día 30, el general se dirigió a la nación en una alocución breve en la que mostró su intención de disolver las cámaras y convocar elecciones, y culpó de la subversión a los comunistas, acusándolos de querer instaurar una dictadura. Esa misma tarde, la manifestación más multitudinaria de aquel mayo recorrió las calles de la capital en apoyo del presidente de la República. A partir de ahí, todo cambió: las huelgas y el movimiento estudiantil perdieron fuerza y en junio las elecciones dieron a los gaullistas la mayoría más amplia de su historia.
Respecto a la interpretación de los hechos, siguiendo a Henry-Christian Giraud en su libro de 2008, Pérez López considera que en aquella difícil coyuntura, al astuto general sólo le preocupaba que los comunistas intentaran una insurrección con el apoyo de la URSS. Así, en cuanto tuvo constancia de que no iba a existir tal apoyo, sintió que la situación era perfectamente controlable y acertó al plantearla en su discurso como un plebiscito entre él y el caos. Según esto, la tibia condena del Elíseo a la intervención soviética en Checoslovaquia puede haber sido un intercambio de favores.
Una revolución de las normas de vida
Aunque aparentemente la revuelta parisina no alcanzó ninguno de sus objetivos, lo cierto es que tuvo un efecto profundo en los usos sociales. En un proceso típico del siglo XX, que se analiza en el libro a través de autores que lo detectaron lúcidamente, como Chesterton u Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, lo que cristaliza en el 68 y triunfa desde entonces es un individualismo rebelde, alimentado por espíritu de transgresión, despreocupación e irresponsabilidad, que sacó partido de la comercialización de la píldora anticonceptiva y con el que Pérez López se manifiesta muy crítico. Sin embargo, sus protestas ante la libertad sexual conquistada de aquella, no tienen en cuenta que el divorcio, el aborto o la normalización de la homosexualidad fueron logros imprescindibles y señeros contra la represión y el puritanismo seculares, con enorme influencia cristiana, que marcaban nuestra cultura.
Hay que reconocer, no obstante, que lo ocurrido en estos años supuso una claudicación para la izquierda, que pasó de criticar el sistema económico e intentar transformarlo, a una exacerbación de individualismo que renunciaba a trasformaciones de calado en la sociedad. De esta manera, sólo se consiguió que todo fuera colonizado por la identidad y se promoviera una rebelión contra la autoridad que acabaría adoptando formas nuevas muy pronto.
La irrupción de lo woke
Según la definición que se aporta en el libro, ser woke (despierto) consistiría en “denunciar como improcedentes y no tolerables los comportamientos que supongan un desprecio o humillación de minorías marginalizadas”. La frase “stay woke” comenzó a usarse en los años 30 entre los negros norteamericanos para expresar la necesidad de mantenerse alerta frente al racismo imperante, pero terminó extendiéndose al lenguaje común y alentando contra otras desigualdades sociales o discriminaciones de género o por la orientación sexual.
El objetivo que se plantea según esto con el wokismo no puede ser más loable, pero la realidad es que el movimiento, junto a prácticas bien fundamentadas de protesta contra la represión, denuncia y desagravio, ha desarrollado otras de defensa desaforada de la identidad que pueden ser discutibles, y tiende además a usar en sus campañas un argumentario postmoderno, nutrido de teoría francesa, que nubla su potencial de análisis. Precisamente a la censura de aspectos del wokismo que juzga desnortados dedica Pérez López la última parte de su libro, sin que aparentemente encuentre nada positivo en esta tendencia.
El hecho es que el wokismo en vez de profundizar en la crítica de los cimientos estructurales del sistema capitalista que es responsable de la crisis social y ambiental que nos aqueja, incapaz ante esta magna tarea ha optado por centrarse en asuntos coyunturales, con una estrategia de cancelaciones y linchamientos en la que muchas veces se pone énfasis en aspectos pedagógicos o relacionados con el lenguaje y las propuestas son poco juiciosas. En general no se va más allá de lo circunstancial o la defensa de minorías, con una virulencia en ocasiones que trata de hacer olvidar la inoperancia del movimiento en lo esencial.
Probablemente no sea posible comprender lo descrito en el libro sin tener en cuenta la economía capitalista que sirve de infraestructura a las mutaciones ideológicas reseñadas. El empuje de los Treinta Gloriosos en el primer mundo estabilizó el sistema e hizo que las revueltas que se dieron, en Norteamérica y Europa, se limitaran a una “revolución de las costumbres”, escasamente revolucionaria a efectos de superación del capitalismo. Como corolario de esto, años después surgió el wokismo, nueva metamorfosis de la impotencia que agota su energía en la trampa del lenguaje y señuelos identitarios.