Primera versión en Rebelión el 24 de octubre de 2024

Lev Tolstói (1828-1910) es una figura señera de la literatura rusa y universal en cuya obra se distinguen dos etapas bien diferenciadas. La primera, con títulos como Felicidad conyugal (1859), Los cosacos (1863), Guerra y paz (1869) o Anna Karénina (1878), entre muchos otros, compone un retablo de la sociedad rusa de su tiempo minucioso y veraz, pero que no muestra un interés especial por las penurias de las clases más desfavorecidas. En la segunda etapa, a partir de la década de 1880, el conocimiento que el escritor fue adquiriendo sobre estos sectores dio lugar a un vuelco en su producción, que conservando todo su vigor literario se puso al servicio de ideales de transformación social.

El texto fundacional de la nueva mentalidad es Mi viaje al otro lado de la realidad, de 1881, publicado el año pasado en castellano por Errata Naturae y reseñado en Rebelión. Otra obra fundamental en esta línea es La esclavitud de nuestro tiempo, de 1900, recién editada por Alianza (trad. de Esther Gómez Parro), donde tras aproximarnos a las condiciones de vida de los obreros rusos de la época se reflexiona sobre la esclavitud generalizada en el mundo por leyes injustas y Estados opresores, y se busca una alternativa que podría construirse a partir de un compromiso responsable de todos.

El hecho de que Tolstói escribiera más de mil ochocientas páginas a mano para preparar este breve ensayo pone de manifiesto lo enjundioso de la reflexión que en él se encierra, que podemos considerar una de sus grandes contribuciones a la teoría social.

Una sociedad monstruosamente injusta

Cuando el autor de Los cosacos tiene noticia de que los cargadores de la línea férrea Moscú-Kazán trabajan en turnos de treinta y seis horas ininterrumpidas, transportando a la espalda fardos pesadísimos por un estipendio miserable, decide comprobar los hechos por sí mismo. Así conoce a unos campesinos expulsados de sus aldeas por la necesidad, que laboran a casi veinte grados bajo cero vestidos con blusones harapientos y le cuentan sus crueles rutinas sin darles mayor importancia. La impresión de Tolstói tras esta experiencia es haber contemplado un penoso episodio de esclavitud, con seres obligados a sacrificar sus vidas en un trabajo terrible, simplemente para comer y poco más. La esclavitud está entre nosotros, concluye, igual que estuvo en los momentos más oscuros de la humanidad.

Sin embargo, estas penalidades no son muy diferentes de las de las mujeres y hombres que dejan su vida en la fábrica de telas de terciopelo y seda próxima al domicilio moscovita del escritor, o a la de muchos otros obreros que él ha conocido por toda Rusia. A tenor de esto, resulta evidente la inhumanidad de los beneficiados por ese sistema, que saben lo que ocurre y no hacen nada por cambiarlo. ¿Por qué no hacen nada, se pregunta Tolstói? Está claro que se ha impuesto la visión de que los males son consecuencia de leyes inmutables. En el pasado se recurría a explicaciones religiosas para la desigualdad social, pero el siglo XIX vio el nacimiento de una nueva ciencia, la economía política, que ofrece una justificación más racional. Sin embargo, el autor de Guerra y paz no está de acuerdo con la propuesta socialista de mejorar la situación con sindicatos, huelgas y pasando a los obreros el control de la producción, pues para él el problema reside en la propia sociedad industrial que se ha creado, que ha arrancado a los campesinos de sus aldeas para condenarlos a trabajos extenuantes y nocivos, fabricando objetos innecesarios muchas veces, y de los que sólo se benefician unos pocos privilegiados. La “revolución socialista” es demasiado “conservadora” para Tolstói si no libera al hombre de estas labores infames. Ninguna “cultura superior” justifica para él los sacrificios de los inmolados para producirla: “Técnica sí, pero no a costa de vidas humanas.

La esclavitud actual es resultado de la legislación sobre la propiedad y los impuestos, lo que nos obliga a plantearnos la legitimidad de estas normas. Tolstói razona y concluye que nada prueba su necesidad, con lo que es evidente la urgencia de suprimirlas para revertir el mal presente. Sin embargo, los intentos que se han realizado hasta el momento muestran lo difícil que es dar una solución al problema abordando aspectos parciales, con lo que la propuesta no puede ser otra que atacar el núcleo, es decir la violencia institucional de los poderosos y el Estado a su servicio. A juicio del autor, se ha despreciado la capacidad de los humanos para organizarse por sí mismos, notoria por ejemplo en los poblados de colonos rusos instalados en regiones remotas, que no reconocen la propiedad privada de la tierra. En páginas magistrales, el padre de Anna Karénina argumenta contra los que defienden el orden existente y ven peligroso tratar de cambiarlo, pues nada hay para él más monstruoso que la esclavitud omnipresente y la atrofia de los instintos morales en las gentes de nuestro tiempo.

¿Cómo acabar entonces con los gobiernos?

Los capítulos finales están dedicados a esta cuestión crucial. Nuestro conde cree probado que todos los intentos que ha habido de derrocar un gobierno injusto mediante la violencia han dado lugar a otro “más duro y cruel” que el anterior. Por otra parte, la expropiación de los ricos siguiendo la teoría socialista ha de exigir también un proceso revolucionario, violento a su vez. Tolstói opina que siempre que se imponga la voluntad de unos hombres sobre otros por la fuerza se reproducirá la esclavitud, porque éstos no desaprovecharán la ocasión de sojuzgar y será fácil que lo logren por el instinto humano de miedo e inseguridad que lleva a buscar protección en el poder. La solución sólo ha de llegar cuando todos sean conscientes del desastre que auspician con su cobardía y se enfrenten a los gobiernos renunciando a cualquier tipo de violencia.

¿Cuál es la responsabilidad entonces de cada individuo en esta tesitura? Tolstói piensa, de acuerdo con lo anterior, que la solución ha de comenzar con una revolución de las conciencias. Las clases pudientes deberían repudiar sus privilegios para vivir con humildad y los proletarios aceptar también una existencia sencilla. La revolución social que se propone es muy simple, porque en ella cada uno actuaría exclusivamente sobre sí mismo, pero al mismo tiempo obliga a todos a renunciar a cualquier colaboración con las acciones del gobierno, lo cual incluye no servir en el ejército ni en la administración y no pagar impuestos. De igual modo, un hombre debe vivir de su propio trabajo, sin explotar a nadie.

Las condiciones anteriores son difíciles de asumir, y el autor admite que lo propuesto es sólo un fin al que debe tenderse, pero que no resultará fácil en muchos casos. No obstante su pensamiento es claro: “Tal como el alcohólico tiene una sola forma de librarse del motivo de su enfermedad, y es abstenerse de tomar vino, así nosotros, para liberar a la sociedad de una estructura social maligna, contamos con un solo medio, que consiste en abstenerse de cometer actos violentos, origen de las desgracias: renunciar a la violencia personal, a la propagación de la violencia, a cualquier justificación de la violencia.”

Ser consciente de los horrores de la sociedad capitalista y comprender su imbricación con la dinámica de los Estados es el primer paso necesario para emprender la construcción de un mundo sin explotación. A partir de ahí, los que defienden la revolución social plantean estrategias que se diferencian en el papel que atribuyen a partidos y sindicatos y en el recurso o no a la violencia para lograr los fines propuestos. En esta variedad de alternativas, Lev Tolstói, con su cristianismo evangélico y su antiestatismo no violento, tiene un lugar especial. En la estela de autores como William Godwin o Henry David Thoreau y preludiando el impulso posterior de Mohandas Gandhi, él aboga por la no colaboración con el monstruo como posible vía para vencerlo y nos deja claro en este libro cuáles fueron las experiencias que lo motivaron y con qué argumentos buscó respuestas al problema.

Puede parecernos que el recurso a una acción exclusivamente individual que se plantea en La esclavitud de nuestro tiempo deja de lado luchas colectivas, a través de sindicatos o movimientos sociales, que resultan sin duda imprescindibles para superar el capitalismo. Sin embargo, el énfasis que se pone en la toma de conciencia, la revolución de los hábitos de vida y la desobediencia al Estado reivindica lúcidamente la necesidad de combatir el sistema también a la escala personal, misión cuya importancia no suele reconocerse.