Primera versión en Rebelión el 24 de abril de 2015
En 1929, tras una vida de lucha y agitación revolucionarias que lo habían dejado tristemente varado en Francia, Alexander Berkman (1870-1936) emprende la confección del que será el último de sus textos esenciales tras las Memorias de un anarquista en prisión (1912) y El mito bolchevique (1925). Conocido en castellano como El ABC del comunismo libertario, este es un compendio de la doctrina anarquista redactado con intención popular y divulgativa y ha sido reeditado en 2009 por La Malatesta, Tierra de fuego y Utopía libertaria con un preámbulo de Chris Ealham y el prefacio que Emma Goldman preparó para la edición de 1937.
En un prólogo fechado en París en 1928, Berkman justifica la necesidad de su obra en las grandes convulsiones sociales recientes: la Gran Guerra y la Revolución rusa, que han de ser interpretadas desde la perspectiva anarquista, y en la carencia de un libro que presente esta doctrina de forma adecuada a la comprensión de un lector medio sin conocimientos sociológicos. Así echa a andar el texto; vibrante de justa indignación nos muestra la disyuntiva entre la simplicidad de la vida y los deseos elementales de cualquier ser humano, y el hecho obsceno de que mientras la mayor parte de los hombres trabajan con tesón para construir todo lo que vemos en el mundo, sólo una ínfima minoría son los propietarios de las fábricas, enriqueciéndose con el sudor de los demás gracias a la eterna amenaza del paro. Se trata de un robo evidente que sin embargo no es percibido como tal por sus víctimas. Es además un robo que es protegido por la ley. Algo parecido ocurre con los campesinos. La sencillez de la vida ha sido trastocada con un sistema de producción basado en el despojo y dirigido sólo al lucro. No obstante, la situación se vuelve aún peor cuando comprendemos que la búsqueda de nuevos mercados para los excedentes originados lleva a los estados inevitablemente al infierno de la guerra. Los hombres, mayormente obreros y campesinos, seducidos con el mito funesto de la patria, serán sacrificados en ella como reses en el matadero.
Si repasamos la historia, vemos que tras la esclavitud vino la servidumbre, y tras esta el capitalismo. Las iglesias y la escuela han estado siempre del lado de los amos, enseñando sumisión. Por otra parte, lo que llaman “justicia” en esta sociedad no tiene nada de ella, sino que es la coacción del poderoso que hace las leyes y muchas veces las viola en su provecho. Todo es engaño arriba y estupidez abajo, aunque el pueblo va despertando. Se recuerdan las luchas por la jornada de ocho horas: la tragedia del Haymarket y el asesinato legal de los líderes anarquistas de Chicago, así como los casos Mooney-Billins y Sacco-Vanzetti, más recientes, ejemplos que demuestran cómo se las gasta la “justicia” del capital. El conflicto entre capital y trabajo es a vida o muerte.
Se plantea Berkman en este momento que el poder político y financiero que impone su régimen de explotación en la sociedad no podría subsistir sin la colaboración de las masas del pueblo. Estas, que son las que hacen que todo funcione, con su número aplastante podrían siempre apoderarse de la tierra y las fábricas. ¿Qué mecanismos tienen para ello? Los socialistas marxistas se les ofrecen como intermediarios. Si se les vota, ellos en el poder acabarán con el capitalismo. Sin embargo, la experiencia demuestra (demostraba ya entonces), que al alcanzarlo, se aferran a él y disfrutan de sus privilegios, pero se olvidan de abolir la explotación y embaucan a sus seguidores con reformas de poca monta. La Gran Guerra reveló su alma negra cuando votaron mayoritariamente para llevar a los trabajadores al matadero, traicionando aquello de: “proletarios de todos los países, uníos.” Además, el capital tiene recursos sobrados para neutralizar los intentos transformadores. Sólo el anarquismo pone la respuesta en las manos de los propios trabajadores, que deben organizarse y realizar la tarea ellos mismos.
Los capítulos siguientes se dedican a la Revolución rusa. Tras el intento emancipador de 1905 y la durísima represión que acarreó, con el desastre de la Gran Guerra la autocracia cae sin que nadie acuda en su ayuda. Así se produjo la revolución de febrero de 1917, notoriamente incruenta. Un gobierno provisional toma el control del país, mientras por todas partes, soldados, marineros, campesinos y obreros se organizan en soviets para exigir sus reivindicaciones: fin de la guerra, reparto de la tierra… El gobierno hace oídos sordos, pero el pueblo sigue adelante. Se repasan las estrategias de los distintos grupos políticos. En aquel momento, los bolcheviques parecían converger con los anarquistas y pedían la huelga general y todo el poder para los soviets. Así se llega a octubre, cuando según Berkman los soviets se hacen realmente con el poder, pero por poco tiempo.
Los bolcheviques apoyan una Asamblea Constituyente, pero cuando quedan en minoría en ella, la disuelven y en seguida establecen férreo control sobre los soviets. Berkman argumenta sobre la oposición entre los ideales liberadores de la revolución y el fracaso que supuso la instauración de otra dictadura, en este caso de un partido, o más bien de una persona, Lenin, que se la arreglaba siempre para imponer su criterio a sus más inmediatos colaboradores, a menudo críticos con sus opiniones. Sigue un repaso de la situación en la URSS, marcada por ausencia de libertades, arbitrariedad policial, con una mezcla en lo económico de capitalismo de estado y capitalismo de mercado dominados por burocracia y corrupción.
Y cuál es la propuesta del anarquismo. Hay que señalar para comenzar que esta doctrina no debe identificarse con la violencia, como han pretendido muchas veces sus enemigos. La violencia política o el tiranicidio son más viejos que el anarquismo, y hay corrientes dentro de él que rechazan estos métodos. Cuando militantes libertarios han recurrido a ellos hay que entender que “son expresión del temperamento individual y no consecuencia de una teoría en particular.” Pero, ¿qué quiere realmente el anarquismo? La respuesta es simple: la abolición del gobierno. ¿Es eso posible? Si nos fijamos en la misión que cumple este, veremos que es sólo la de coaccionar para proteger los privilegios de los ricos. Suprimirlo significará que cada uno pueda desarrollar libremente sus capacidades individuales y de asociación y ayuda mutua.
¿Funcionará esa sociedad? Berkman cree que sí, confiado en que todos aporten lo mejor de sí mismos en libertad para construir la obra colectiva sin propiedad ni privilegios. Su opinión es que no habrá holgazanes si damos a cada uno la opción de escoger el terreno de su contribución a lo común. Las máquinas podrán hacerse cargo de muchas tareas repetitivas e ingratas y es cierto además que si se prescindiera de los oficios sin utilidad social, el número de horas de trabajo por persona se reduciría enormemente. Así el hombre tendría la posibilidad de desarrollarse y alumbrar lo mejor que lleva en su interior, lejos de los imperativos sociales. Sería el nacimiento de una nueva humanidad.
Pero, ¿cómo llegará la anarquía? Esa es la gran pregunta. Para Berkman, la lección de la historia es que el gobierno y el capital nunca cederán su poder pacíficamente y será necesaria una revolución para desembarazarse de ellos. Esta sólo será posible cuando las capas populares explotadas, engañadas y dóciles hoy, sean conscientes de su situación y se propongan cambiarla. La consciencia es lo fundamental, y deben hacerse todos los esfuerzos para que crezca, lo que hará evolucionar la sociedad, pero sólo cuando alcance un valor crítico se producirá la revolución. Para que esta tenga éxito ha de esperarse al momento en que las masas estén en condiciones de manejar su destino. Si no se hace así, el control puede serles arrebatado, por un partido político por ejemplo, como sucedió en Rusia.
¿Cómo ha de prepararse entonces la revolución? Hay que tener en cuenta que esta ha de ser un proceso esencialmente constructivo y que para que triunfe es necesario sobre todo inculcar a los hombres un auténtico amor a la libertad, la igualdad y la fraternidad, que cristalizan en la asociación libre a todos los niveles. La humanidad sólo ha conseguido hasta ahora, con sus forcejeos revolucionarios, dotarse de nuevos amos y hay que tomarse tiempo para que esto no vuelva a ocurrir. Todos han de participar en esta lucha, aunque hay un papel crucial para obreros y campesinos, y también para los trabajadores intelectuales; los tres grupos deben aprender a cooperar estrechamente.
Se pasa después a defender la huelga general como herramienta esencial para la revolución. Se trata nada menos que de apoderarse de las industrias y esto exige una planificación minuciosa; ganarse la colaboración de los técnicos es en este sentido una labor imprescindible. Berkman nos cuenta que en aquel momento se perdían el 60% de las huelgas, lo que a su juicio obligaba a plantearse la conveniencia de una acción conjunta, sólo posible si la conciencia de las masas avanza. Un sindicato debe ser la voz de los trabajadores organizados desde la base, en consejos de fábrica y taller y luego coordinados a escala de toda la industria. De esta forma, podrá defender sus intereses sin delegarlos a mediadores políticos, siempre de abajo a arriba.
La revolución sólo puede sobrevivir si trae beneficios reales a la gente común. Por ello, los trabajadores tienen que ser capaces de abolir los privilegios y organizar rápidamente la producción en cuanto neutralicen al gobierno. Es esta una lección que deben llevar bien aprendida y la metáfora del feto que nace a la vida resulta muy apropiada para comprender lo que ha de ocurrir. Los hombres entenderán entonces que la libertad y la solidaridad sustituyen eficazmente a la imposición. Berkman describe un mundo donde campo e industria colaboran e intercambian fraternalmente sus productos, algo que sólo se conseguirá si las masas no dejan nunca de ser protagonistas.
En el período inicial, transitorio, de la revolución, en el que el racionamiento es necesario, fue un grave error de los bolcheviques establecer diversos tipos de raciones. Es esta una situación en la que la propiedad de los medios de producción y distribución pasa a ser colectiva y nada puede venderse ni comprarse. Los trabajadores de una fábrica, por ejemplo, tienen a su cargo la organización de la producción, pero no son dueños de una ni de otra. Todo está socializado y el dinero carece de sentido. No hay especulación, por tanto, y la oferta de cada cosa se acompasa con su demanda. Si no se alcanza una oferta suficiente, se raciona sobre principios de equidad. Se defiende la igualdad independiente de las aportaciones de cada uno y se razona que esto ha de ser más provechoso que la coacción.
Berkman apoya convencido una reorganización que permitirá un aumento de la producción, y un sistema económico más sencillo y solidario que la competencia despiadada del capitalismo. Defiende un alto grado de descentralización y el respeto de las pequeñas industrias artesanales, aunque cree que triunfando la revolución en distintos países, las diferentes experiencias de autoorganización irán mostrando las vías más eficaces y apropiadas. La opresión colonial será sustituida por una libre colaboración que hará que todas las naciones puedan desarrollarse adecuadamente.
¿Cómo se defenderá la revolución? El pueblo ha de resultar invencible en la preservación de sus conquistas. Obreros y campesinos armados repelerán cualquier agresión, como se demostró en Rusia o en Valmy en 1792. Aunque sea necesaria una estructura militar, “el interés activo de las masas, su autonomía y autodeterminación son las mejores garantías de su éxito.” No obstante, incluso en estas circunstancias sigue abogando Berkman por la libertad de expresión para los contrarrevolucionarios. Para los prisioneros defiende un trato humano y que se les intente convencer, respetando su libertad en cuanto no haga peligrar la revolución.
El final del libro resume su espíritu meridianamente: “Todavía ninguna revolución ha intentado el verdadero camino de la libertad. Ninguna ha tenido suficiente fe en él. La fuerza, la represión, la persecución, la venganza y el terror han caracterizado todas las revoluciones del pasado y han traicionado por ello a sus fines originarios. Ha llegado la hora de inventar nuevos métodos, nuevos caminos. La revolución social ha de lograr la emancipación del hombre por la libertad, pero si nosotros no tenemos fe en esta última, la revolución se convertirá en una negación de sí misma y en una traición. (…) Sólo así puede allanarse el camino hacia las grandes cumbres y propiciar una sociedad en la que el gozo y el bienestar sean patrimonio de todos. Entonces alboreará el día en que el hombre tendrá por primera vez amplia oportunidad para evolucionar y expandirse bajo el generoso sol de la Anarquía.”