Primera versión en Rebelión el 27 de junio de 2014
Albert Libertad tiene un lugar destacado entre los que han contribuido al desarrollo de las ideas libertarias, y no sólo por sus escritos, plenos de agudeza y apuntando siempre al meollo de los problemas, sino también por el ejemplo de su propia existencia. La brevedad de su vida no le permitió participar como hubiera podido y querido en el progreso teórico del anarquismo, pero de continuo la vemos orientada al objetivo claro de denunciar la ignominia de todos los que cooperan para que este mundo sea un lugar insoportable. No se recató Albert Libertad de apostrofar con contundencia tanto a los que explotan como a los que consienten. En la senda de Étienne de La Boétie a estos últimos va dirigido su frase más terrible y que de alguna forma resume su pensamiento: “El criminal es el elector”. La editorial riojana Pipas de calabaza acaba de reunir en un volumen una selección de artículos de Albert Libertad, traducidos, prologados y anotados por Diego Luis Sanromán.
En el prólogo, éste nos acerca a la biografía de Joseph Albert, nacido en Burdeos en 1875 de padres desconocidos y criado en el hospicio. Tras estudiar en el liceo de la ciudad, comienza a trabajar como contable, pero con veintiún años emprende un viaje a pie hacia la capital de la república, hazaña notable pues hemos de decir que a resultas de una enfermedad infantil, Albert era cojo de las dos piernas y tenía que usar muletas para caminar. En París destaca enseguida como irreductible propagandista de la anarquía y fustigador de los poderosos con su lengua afilada y su voz estentórea que no duda en usar a la menor ocasión. Así lo hace por ejemplo en la basílica del Sacre Coeur en agosto de 1897, lo que lo lleva unos meses a la cárcel.
Trabaja como corrector de pruebas para ganarse el pan y pronto es uno de los más conocidos polemistas de la Idea libertaria, colaborando en los medios de esa tendencia con sus artículos. En 1902, pone en marcha con otros compañeros unas Causeries populaires, charlas populares para aprender y discutir en sesiones públicas de arte, ciencia, historia y el encaje de todo ello con el horizonte de un mundo sin explotación. En 1905 ve la luz el semanario l’anarchie, que se convierte en órgano escrito principal del anarquismo individualista de gentes como el joven Victor Serge, Émile Armand y otros, que predicaban una dimensión de la revolución hacia el interior de los individuos como premisa y complemento de cualquier otra. Albert Libertad muere en París en 1908.
El libro recoge veinticinco textos, seleccionados por Diego Luis Sanromán entre todos los de Albert Libertad. La voz de éste, es la del que contempla la miseria y la alienación con lucidez suficiente para ver sus causas, la del que se subleva contra ellas y llama a la revuelta, la del que odia a los explotadores, pero también y sobre todo a los ciegos que no quieren ver y a los pusilánimes, a los idiotas y cobardes que permiten que todo esté como está. Reivindicando lo mejor de la tradición filosófica y el análisis científico, demoledores de mitos, la anarquía para él es la doctrina del libre examen, donde ninguna autoridad se reconoce, salvo la del razonamiento. Y esta crítica racional se aplica no sólo a la sociedad, sino también a uno mismo, tratando de eliminar los prejuicios de patria, religión, familia, etc.
El caso de François Roy es un símbolo para Albert Libertad. Era este un hombre ya mayor, que hacía compatible su empleo como guarda de montes con la caza furtiva. Multado y despedido, condenado a la miseria, no se resigna y dispara contra el culpable de su desgracia. Es perseguido ferozmente y su casa es dinamitada. Luego es juzgado en Poitiers y guillotinado. Para Albert Libertad la suya es la lucha del hombre libre contra un mundo de hipocresía que trata de estrangularle, pero en los textos que le dedica hay sobre todo odio a los imbéciles que se regodean con la caza de este ser trasmutado en alimaña sin ver a las verdaderas alimañas a su alrededor.
El ejército es atacado sin piedad. En su “Discurso a los reclutas”, su prosa vibrante acierta a expresar la degradación que se impone al soldado: “hombre convertido en máquina de matar” con el señuelo mentiroso de una “Defensa nacional” que es sobre todo contra los justos anhelos del pueblo. Frente a los defensores del voto, Libertad mantiene el criterio anarquista de no renunciar nunca a la propia voz, y hacer triunfar las opiniones de uno por la discusión y el razonamiento, y si estos son despreciados y agredidos, por la violencia. Así, la democracia parlamentaria es presentada sin paliativos como un engaño: “Los gobernantes trabajarán siempre por los de su casta.” Apostrofa con dureza: “Elaboras todo y no posees nada. (…) Eres aquel que mediante la papeleta del voto sanciona todas sus miserias. (…) Eres tu propio verdugo. ¿De qué te quejas?”
“El criminal es el elector”, concluye Albert Libertad. Y razona: Nada debe importarnos la desgracia auto-infligida por el ganado electoral, pero lo terrible es que ésta arrastra en su locura a toda la sociedad. Por eso es tan necesario gritar la verdad. De poco sirve ir al parlamento con las mejores ideas porque el parlamento es sólo el órgano de un dominio infame. Ahora somos pocos y nada haremos en él. Cuando seamos suficientes lo abatiremos con todo el poder del Estado que representa. Acción directa.
Tras tanta crítica demoledora, en otro artículo, Albert Libertad emprende un discurso constructivo y simplemente nos habla de hombres que piensan y ven, y se reúnen para fortalecer su pensamiento y su visión, y buscan un lugar donde juntarse. Y logrado esto, consiguen una imprenta, y surgen algunos panfletos, y pronto hay una revista semanal. El pensamiento se expande, el grupo crece. Es el momento de pensar en una escuela: formar el hombre nuevo. Este es su método. Compatible con muchas otras cosas, hermanado con todos los intentos liberadores.
En otro lugar, Albert Libertad reflexiona sobre el suicidio y concluye que una existencia que se resigna a la desgracia que nos impone el infame orden social es también un suicidio. Encuentra en la vida una promesa de felicidad que la justifica y que nos apremia a luchar por ella con toda nuestra fuerza. Sobre el ilegalismo de ladrones y monederos falsos, Libertad confiesa comprender unas actividades que sin embargo son peligrosas y sacrifican a muchos que serían valiosos para la revolución. Su apuesta es por una continua propaganda para la expansión de la conciencia. Esto hará posibles todas las rebeliones que acabarán alumbrando la gran revolución. La violencia le tienta sobre todo si va dirigida contra los tugurios infectos donde los obreros son obligados a trabajar, antesala de los hospitales.
En un artículo sobre la libertad, Albert nos demuestra la profundidad de su pensamiento anarquista repasando las diferencias con el que define como libertario, y que se caracteriza según él por un simple culto a la libertad. Al contrario que éste, el anarquista pone el énfasis en la oposición a la autoridad, y entiende bien que la libertad no es la base del edificio a construir, sino algo que debe conquistarse trabajosamente por medio de una lucha en dos frentes, uno exterior, aboliendo la explotación y los privilegios, pero necesariamente también otro interior, eliminando de nosotros toda la basura que una educación insana nos ha inculcado y llegando así al ser humano solidario que puede dar forma a un mundo nuevo donde no exista autoridad, sino sólo libertades individuales en equilibrio.
El texto más extenso incluido es uno póstumo de 1909, titulado “El trabajo antisocial y los movimientos útiles”. En él nos muestra a los poseedores de grandes fortunas, que pasan su vida ociosos entregados a sus placeres, como seres desgraciados y superfluos, y le exaspera sobre todo que estos parásitos sociales sean ensalzados por algunos escritores como beneficiosos. Siendo el trabajo creativo de lo necesario un bien, su reparto injusto genera una doble desventura: exceso insano para unos y ociosidad odiosa para otros. Critica luego las tímidas reivindicaciones sindicales de la época, y defiende una abolición tajante de los oficios inútiles que ponen de manifiesto lo absurdo del orden social imperante.
Se analizan también las repercusiones del uso de máquinas en la vida de los obreros, concluyendo que no les ha beneficiado en nada, aun reconociendo que habría podido hacerlo en otro contexto social. El vigente es tan monstruoso que unos hombres se ven obligados a arruinar sus vidas para servir a otros y hasta han de entregarlas en el campo de batalla víctimas del mito funesto de la patria. Ciudades enteras viven de fabricar instrumentos de muerte, las armas odiosas que hacen posibles estas atrocidades. Son obreros los que dan forma a los artilugios que destruyen todo, cooperantes en el desastre (proféticas palabras en 1909).
Se alude también a los casos de falsificaciones y engaños que se conocen cada día y en los que el lucro amenaza la salud de los ciudadanos. Es el peligro de un orden social sustentado sobre una codicia de la que nadie escapa. Es necesario tomar conciencia y luchar, y hay que hacerlo hoy y no relegarlo todo a un mañana hipotético. El objetivo debería ser racionalizar el trabajo, conseguir que sea placentero y creativo para el hombre. Eliminar todo lo burocrático e improductivo.
La muerte de Albert Libertad en el hospital parisino de Lariboisière cuando estaba a punto de cumplir treinta y tres años está rodeada de misterio, y no sería extraño que la enfermedad a la que culpa el relato oficial fuera una mentira urdida por los que tenían un interés enorme en hacerlo desaparecer, los mismos que lo vigilaban continuamente y le hacían la vida imposible. La lucidez de Albert Libertad y su desgarradora capacidad para poner en evidencia el cruel engaño sobre el que se cimenta el orden social lo hacían un candidato demasiado idóneo para una ejecución extrajudicial. Sus ojos vieron como pocos han sabido ver esa infame complicidad de los explotados en su propia explotación y su voz la denunció con una contundencia que no se ha oído a menudo. “La resignación es la muerte, la rebelión es la vida”. Contra los pastores, contra los rebaños rescata esa voz ante un escenario de miseria moral que en poco se diferencia del de la Francia de hace un siglo.