Primera versión en Rebelión el 27 de diciembre de 2022
Yanis Petsópoulos nació en Brasil en 1952 y vivió de niño en varios países de Sudamérica, sintiendo entretejidas en él desde muy pronto dos tradiciones y dos universos literarios. Recorrió mundo después para terminar recalando en la Grecia de sus ancestros y en la actualidad reside en Atenas, donde es director de escena y maestro de teatro infantil. Ha escrito dos obras dramáticas y otras muchas en colaboración con sus alumnos. También ha traducido al griego piezas en castellano e inglés de diversos autores.
Amores transgresores, que Dyskolo acaba de editar, reúne tres monólogos de voces femeninas, poemas dramáticos en verso libre que exploran historias de privación y muerte iluminadas por la turbadora experiencia del amor. Las tres han sido representadas o esperan serlo en breve, con acompañamiento musical, en el café teatral Polymíjano de Atenas.
Amor que rompe las ataduras
El primer texto, “Mujer en el laberinto”, recrea el mito clásico de Europa, la princesa secuestrada por Zeus y madre entre otros de Minos, rey de Creta. Ella aparece en escena ya entrada en años y narra cómo fue encerrada en el laberinto por este hijo suyo en castigo por defender a su nuera, Pasífae, que acababa de alumbrar a un hijo del toro del que se había enamorado. Europa reprocha a Minos que quiera asesinar al niño: “No existen hijos bastardos. Bastardos hay tan sólo padres.”
En la triste vida sin esperanza de su prisión, la protagonista halla al fin consuelo cuando el retoño de Pasífae es encerrado también allí y ella lo cuida maternalmente: “Me miraba a los ojos y su mirada era una respuesta a mil preguntas. Era como si me dijera: ‘Aquí hay amor. Yo soy el amor’. Sí, tú. El amor crece en los lugares más áridos. Ilumina el abismo, florece la tierra muerta. Da fuerzas para soportar lo más terrible.”
Minos descubre el paradero del niño y decide perdonarle la vida, pero crea la historia del monstruo del laberinto, una ficción para engañar al pueblo. Europa reflexiona sobre el amor que siente por el pequeño: “Ahora lo entiendo. Si tuviéramos hijos, pero cuidáramos a los hijos ajenos como si fueran nuestros, si cuidáramos a los demás como si los hubiésemos dado a luz… eso sería un verdadero acto de amor… quizá entonces nos convertiríamos en verdaderos padres. Brindarse y ofrecer sólo a lo que consideras tuyo es un egoísmo que nos mutila.”
Transcurre el tiempo y Europa se enamora del hijo de Pasífae y se entrega a él. Así alcanza una felicidad que parecía imposible en su cautiverio: “Estaba en la prisión más miserable, ¡y sin embargo me sentía libre!” El sueño concluye cuando Teseo irrumpe y asesina al muchacho: “Fue sólo un momento y lo perdí todo.”
La obra culmina con la lamentación de Europa, que comprende que su vida llega a su fin: “¿Por qué tanto dolor? ¿Se alimenta la tierra de dolor?” Sus últimas palabras, de una intensidad lírica extraordinaria, son votos porque los humanos seamos capaces de construir otro mundo en el que no impere el sufrimiento. En su despedida hay también un reencuentro: “Oh, praderas donde jugaba de niña. Tierra de mi niñez… flores… aromas… dulces besos… mis hermanos… mis buenas amigas… (…) El sol alumbra con toda su potencia. La luz se lleva todo consigo.”
La voz de una víctima
La segunda pieza, titulada “La mujer de la selva”, se presenta como un “monólogo teatral inspirado y dedicado a la lucha de los pueblos indígenas de las Américas”. Su protagonista, tras diez días de caminata y cuatro de espera, logra al fin ser recibida por un alto dignatario eclesial, al que implora por su marido, detenido durante una huelga. Sus palabras repasan con humilde firmeza la historia de su gente esclavizada, amputada de su vida ancestral, armoniosa y comunitaria: “En nuestro pueblo, primero somos nosotros y después somos yo. (…) Cuando cultivamos la tierra, todos ayudamos, cada uno como puede, y la cosecha es compartida por todos, ya que la hemos cultivado todos juntos.”
Obligada a expresarse en primera persona, la mujer, imbuida de este espíritu colectivo, se siente confundida, pero logra desgranar las maldiciones sufridas. La primera fue la del caucho: “Talaron los árboles, contaminaron los ríos…”. Fue entonces cuando los indios aprendieron a cultivar la tierra. Pero aquello no duró mucho. También fueron despojados del maíz, porque sus campos “tenían el metal de la guerra. Tungsteno. Esa fue nuestra ruina. (…) Nos hicieron trabajar en el vientre de la montaña y en lo más profundo, en las entrañas de la tierra. Trabajar en las minas, a nosotros que amábamos los árboles y la luz y el aire.”
Cuando los indígenas se organizan para protestar por las duras condiciones que sufren, Justo, el marido de la mujer es golpeado, y lo arrastran ensangrentado. Ella lo busca desesperada. Habla entonces de su concepto del amor, del aprendizaje del sexo en libertad que se practicaba entre sus gentes, y de la pareja sin más atadura que el afecto, ajena a la idea de pecado impuesta por los colonizadores. El culto a la naturaleza y sus ciclos se expresa en lúcidas reflexiones: “La Gran Madre decía que la alegría y la felicidad eran más fuertes que el miedo y el olvido”. “Los hombres nacerán de nuevo y morirán de nuevo, y renacerán y volverán a morir. Y nunca dejarán de nacer, nunca, no importa cuántas veces mueran, porque la muerte es una mentira”. Estas visiones luminosas contrastan con el frío dogma que tratan de imponerles: “Nosotros que éramos pájaros y ahora no somos nada.”
La mujer lamenta que el fruto de su vientre no será encomendado ya según los viejos rituales: “Cuando nace un niño en nuestro pueblo es un día de alegría para todos. Nos reunimos y llevamos al recién nacido al corazón del bosque, donde le ofrecemos un árbol. Se lo ofrecemos simbólicamente, porque el bosque es de todos. (…) Allí, bajo su sombra, acostamos al recién nacido para que tenga contacto con la Madre Tierra, y le cantamos la canción de la vida. Que ha nacido para ser feliz y vivir en plenitud. (…) Que su misión es aprender. Aprender a revelar la luz que lleva dentro, que es un regalo de las estrellas, es decir, de ahí de donde venimos.” El niño ha de aprender a soñar, a bailar y a alimentarse, a caminar y a escuchar, pero sobre todo a amar y a reconocer la belleza.
Es ése un mundo que se ha roto, y la mujer encuentra refugio sólo en el recuerdo de la selva perdida y en la invocación del nombre de su amado.
Amor indestructible
La tercera pieza es “La mujer que espera”. Polixeni, una campesina del Épiro de nuestra época, comienza describiéndonos un sueño que la visita recurrentemente. En él se siente impotente para hablar ante la multitud de sus vecinos convocados en la plaza del pueblo. Es incapaz de compartir su historia y eso la tortura, pero al fin encuentra un confidente y le relata su amor por Panos y su felicidad el día de su boda: “Me iba a casar con el hombre que amaba. El hombre que deseaba. Mi incertidumbre la borró el deseo, así como también el deseo borraba mi timidez. Abrí la ventana. Me irradió la luz. Un vasto cielo azul.”
Pero entonces llega él y le confiesa que va al matrimonio obligado por su madre que quiere la dote, y que se dispone a marcharse al extranjero. Le ofrece la posibilidad de anular la boda, pero ella se opone: “Quiero mi vida, Panos, sólo contigo vivirla… Si la boda no se celebra hoy, será una gran vergüenza. ‘Y mañana será un gran dolor’ dijo. Prefiero el dolor a la vergüenza.”
Ella es odiada por su padre, porque su madre murió en el parto y es despreciada en el pueblo como “el bicho de mal agüero”. Mujer marginada, Polixeni siente el matrimonio con el hombre que ama como lo único que da sentido a su vida. Así expresa la intensidad de su sentimiento: “Ese día, el único, hasta nuestro compromiso, que le miré directamente a los ojos, sentí que con esa mirada, él había conquistado, sellado completamente, no sólo mi mente, no sólo mi corazón, sino todo mi cuerpo, todo mi ser. Al principio no entendía qué era ese sentimiento. Nadie me había hablado de amor.”
Son desgarradoras las escenas de la preparación de la novia y la ceremonia: “Mi boda no es ninguna farsa. Camino hacia esa unión sinceramente, sabiendo lo que va a suceder. Me caso por un día, por una noche. Hoy quiero ser su esposa. No me importa el mañana.” Luego, en la alcoba él se resiste: “Mañana por la mañana me iré, será mejor que no te estropee. Tal vez aparezca otro hombre. Te encontrará entera. Harás tu vida.” Ella lo seduce y se aman, pero la felicidad concluye muy pronto: “Todo lo que existe alrededor se desvanece. Estoy flotando. No tengo oxígeno. No tengo sangre. Todo lo que tengo es la sábana que tiene su olor.”
Expulsada de su casa por su suegra, Polixeni vive en la pobreza aguardando sólo el regreso de su amado, que va a aparecer sólo después de mucho tiempo. Él, que se ha casado varias veces, rechaza sus caricias, pero cuando ella enferma la cuida solícitamente. Tienen por fin una noche de amor, pero él fallece enseguida.
Sola de nuevo, Polixeni es feliz de haber narrado al fin su historia: “Mírame a los ojos. Nada de esto fue mentira o invención. Todo lo que he contado ha sido memoria y amor. Ahora, será simplemente una historia más. Por fin, cuánta paz en mi alma. Ya me puedo ir. No tengo nada más que esperar.”
Un sentimiento más fuerte que el destino
Hay un hilo conductor en las tres historias que Petsópoulos nos presenta en Amores transgresores. Sus tres protagonistas han sido golpeadas por un destino funesto, y en su desgracia las tres hallan consuelo en el amor. Todas ellas van a sufrir después la desaparición del ser querido, y sin embargo, en la pasión que sobrevive a todo encuentran el sentido de su vida.
Con su patrón universal, esta trayectoria revela el poder taumaturgo de un sentimiento que en contextos culturales bien diversos, de la antigüedad al presente y de América a Grecia, es capaz de iluminar una existencia condenada. En los tres casos, los monólogos alcanzan una intensidad extraordinaria y el lenguaje lírico de Petsópoulos resulta el instrumento perfecto para expresar esta transfiguración del ser en el ardor erótico que todo lo justifica.
Amor de mujer, fiesta y semilla, poderoso como todos los ciclos de la naturaleza. En esa exaltación que anhela ser compartida, las voces de Europa y Polixeni son heroicas en su firmeza contra los hados que las han sentenciado, y hay que decir que es el amor la mayor de las rebeldías contra ellos, amor que desafía el dolor y es capaz de transmutarlo en gozo. En esta misma dirección, la voz de la anónima mujer india tiene un significado especial, porque como ella nos dice, la suya es una voz coral, clamor de su pueblo y de su tierra, y en su transgresión vemos cuestionadas también las normas funestas de imposición y explotación que rigen este mundo nuestro.
La pasión erótica que da sentido a la existencia tiene un gran prestigio en nuestra cultura, aunque no es un rasgo innato ni universal. Recordemos por ejemplo a aquellas adolescentes de Samoa que eran incapaces de entender la tragedia de Romeo y Julieta que les contaba Margaret Mead. Por esto es interesante destacar que en dos de las historias que nos propone Amores transgresores, encontramos ideas que desbordan los esquemas culturales de Occidente y apuntan hacia perspectivas diferentes.
El primer caso es en la historia americana, cuando se reivindica un erotismo abierto y cósmico, que abarca a toda la naturaleza y se basa en el ejercicio de la libertad. Este mismo sentimiento sirve además como dinamizador de una estructura social fundamentada en la comunidad, que se alimenta del amor a la Madre Tierra y todos sus seres y se materializa en la propiedad colectiva y una existencia en equilibrio con el entorno.
Algo similar se encuentra también en la historia de Europa, cuando reflexionando sobre sus sentimientos hacia el niño que cuida, que no lleva su sangre, ésta expresa su deseo de que se diluyan los límites de la familia tradicional, para que los niños sean considerados “hijos de todos”. Esta visión está obviamente más cerca de alcanzar una fraternidad que impregne a toda la sociedad y sirva de vínculo más allá de las células familiares.
Amores transgresores explora pues caminos que superan las concepciones tradicionales, pero insiste sobre todo, magistralmente, en su reivindicación del amor como raíz y sustento de la vida. A través de un recorrido por ámbitos culturales muy diversos, Yannis Petsópoulos nos presenta a tres mujeres cuyos relatos, llenos de momentos de alto voltaje poético, ofrecen un testimonio universal del milagroso poder redentor de la pasión erótica.