Primera versión en Rebelión el 6 de diciembre de 2014
El estallido de la Gran Guerra inauguró un período de convulsiones que por extensión y número de víctimas apenas tiene equivalente en la historia humana. Las claves para entender lo que ocurrió aquel agosto de 1914 pasan sin duda por un análisis minucioso de los años inmediatamente anteriores. ¿Qué aspectos de la evolución sociológica, económica, tecnológica, artística e incluso psiquiátrica, nos ayudan a explicarlo? En Años de vértigo (Anagrama 2010, 2013, trad. de Daniel Najmías) el historiador alemán Philipp Blom aplica su estetoscopio a la sociedad cambiante que estrenaba demasiado despreocupada el siglo XX, y descubre en ella los desequilibrios que preludiaban el desastre. En capítulos que siguen la cronología de aquellos años nos va describiendo con amable erudición los procesos que se encadenaron para que todo saltara por los aires.
1900: El libro arranca con una visita a la exposición universal de París. El centro de la ciudad, a ambos lados del Sena, se ha convertido en un parque temático que exhibe la pujanza de Occidente en una síntesis delirante: vistosos edificios, sorprendentes máquinas que la misteriosa electricidad alimenta y un muestrario de pueblos colonizados que con el contraste de su simplicidad y primitivismo cantan la gloria de las grandes naciones de la tierra. Pero Francia era un país en declive y profundamente dividido. La guerra franco-prusiana había sido un desastre y los más de veinte mil muertos del aplastamiento de la Comuna de París aún sangraban. Luego el caso Dreyfus había tensado al límite la división social. Paralelamente, el espectro de la decadencia recorre la literatura y el arte de la época. Y el sexo reprimido aflora en la enfermedad del momento, la neurosis que Sigmund Freud se propone estudiar.
1901: La muerte de la reina Victoria pone al juerguista Eduardo VII al frente de un imperio de extensión y riqueza inimaginables. Blom nos acerca a la situación en el resto de Europa en esos meses. Por todos lados, la clase aristocrática es una reliquia del pasado que presencia el ascenso irresistible de la burguesía.
1902: Sigmund Freud es nombrado profesor Extraordinarius de la Universidad de Viena, un éxito que significa el reconocimiento de su novedosa terapia. El Imperio austro-húngaro era un conglomerado de naciones escasamente avenidas y con un anciano al frente, Francisco José, que cumplió ese año setenta y dos de vida, y cincuenta y cuatro en el trono. La ficción de la grandeza imperial se exhibía con luces y ritmo de opereta, y el intelecto inútil se volcaba en una intensísima y apreciada vida cultural. Es en este mundo de mentiras donde Freud va a descubrir el papel de la sexualidad reprimida como energía universal que nutre tanto el arte como la enfermedad mental, y es en él donde una nueva generación de creadores van a sacudir con fuerza los muros de una academia cuya solidez es sólo aparente: pintores como Gustav Klimt, genial explorador del alma humana, o Egon Schiele con su erotismo salvaje, músicos como Arnold Schönberg, en el que la pasión romántica se disuelve en una cacofonía pretenciosa, o arquitectos como Adolf Loos, que predica la renuncia a cualquier ornamento y eleva edificios de una sencillez brillante y desdichada.
1903: La primera protagonista es María Curie (1867-1934), la muchacha polaca que llega a París en 1891 y con inteligencia y voluntad logra abrirse camino como investigadora, descubriendo dos elementos, el polonio y el radio, lo que le vale el premio Nobel en este año de 1903. Todavía ganaría otro en 1911 por sus aportaciones sobre la radiactividad. La ciencia impone una nueva visión del mundo; merced a los trabajos de Einstein, el tiempo y el espacio absolutos, nada menos, desaparecen de la perspectiva de la física, que sólo tratará a partir de ahora de las leyes de una materia que no difiere en su naturaleza profunda de la energía. Todo se disuelve. Pero la ciencia que oscurece los conceptos ilumina y enriquece lo cotidiano con luz eléctrica, teléfono y telégrafo.
1904: Un diplomático británico, Roger Casement (1864-1916), informa detalladamente por escrito a su gobierno del genocidio que se está cometiendo en el Congo. El principal responsable del crimen es Leopoldo II de Bélgica, que controla el territorio como un feudo privado y extrae de él enormes cantidades de marfil y caucho mediante un régimen de terror que supuso el asesinato de diez millones de personas entre 1885 y 1908. El informe de Casement le fue encargado por las autoridades coloniales británicas para comprobar la veracidad de lo que un empleado inglés de origen francés, Edmund Dene Morel (1872-1924), estaba difundiendo. Este había tenido acceso por su trabajo a extraños datos comerciales, con objetos adquiridos sin que se registraran pagos por ellos y ganancias escondidas desorbitadas, y había decidido dedicar su vida a dar estos hechos a conocer. Leopoldo reaccionó sobornando periodistas y urdiendo falsedades, pero la verdad se impuso y al fin se vio obligado a “vender su posesión” al gobierno belga. La prensa se constituía como un nuevo e influyente protagonista de la vida social.
1905: El 9 de enero (“domingo sangriento”) hay cientos de muertos en las calles de San Petersburgo cuando el ejército dispara contra las manifestaciones pacíficas de los que acuden a contar sus cuitas al padrecito zar. Rusia es un país enorme de campesinos viviendo una miseria secular y sometidos a un servicio militar que dura veinte años. Aparte de ellos, hay en él minorías oprimidas, administradores brutales e incompetentes y una exigua clase media completamente frustrada. En 1904 los japoneses atacan Port Arthur y la ineptitud del mando ruso resulta catastrófica en la guerra que sigue, con lo que estalla la indignación. Estos fueron los prolegómenos del domingo sangriento. Sus secuelas incluyen pogromos salvajes y revueltas. En junio, el motín del acorazado Potiomkin fue un serio aviso para el zar y la huelga general del 10 de octubre paralizó el país. El 17, Nicolás convoca elecciones a la Duma, pero la represión no cesa. Después de aquello, escritores y pintores se lanzan a una locura que rompe todas las formas. Presienten que el fin está próximo.
1906: Se bota el primer acorazado de la serie Draednought, gigante de acero de tonelaje y potencia de fuego nunca vistas, última apuesta inglesa en su duelo con Alemania. Los dos imperios armaban flotas cada vez más monstruosas para un enfrentamiento inevitable. Y hay que recordar que curiosamente el káiser Guillermo II, nieto de la reina Victoria por parte materna era, por lo tanto, sobrino de Eduardo VII. Todo quedaba en familia. El ejército tenía un papel esencial en los países europeos, de la medieval Rusia a la “moderna” Francia: columna vertebral de la nación y escuela de imprescindibles virtudes viriles. Es la época también en la que se impone el culto a un cuerpo fuerte y musculado, y el duelo es deporte nacional en muchos lugares, tónico vital que no rehúyen intelectuales y artistas; se recuerda el que protagonizaron Marcel Proust y Jean Lorrain. Al mismo tiempo, la homosexualidad era un estigma cuya revelación podía destruir cualquier carrera, como demuestra la historia del príncipe Felipe de Eulenburg, favorito de Guillermo II.
1907: Entre el 15 de junio y el 17 de septiembre se celebra en La Haya la segunda Conferencia Internacional de Paz, donde al igual que había ocurrido en la primera, en 1899, los representantes de los gobiernos manifiestan cínicamente buenas intenciones y pactan después planes secretos que llevarán en breve al mundo al desastre. Pero mientras influyentes filósofos habían defendido la “lógica de la guerra”, en este momento comienzan a surgir también voces consternadas por los sombríos augurios y que abogan por la paz entre las naciones, como la de la baronesa Bertha von Suttner, autora del best seller Abajo las armas (1889) y que recibiría el premio Nobel de la paz en 1905 o Lev Tolstói, que predicaba por entonces un cristianismo muy próximo al anarquismo. Otros, como el pintor austriaco Gustav Klimt, reflejan mientras tanto el lado más oscuro del orden burgués y barruntan en él un abismo autodestructivo. Por todas partes proliferan los visionarios, profetas de un universo espiritual en la senda de Madame Blavatsky (1831-1891) o el alemán Rudolf Steiner (1861-1925), e influyen a su vez en poetas y músicos innumerables, sobre todo en los ámbitos germano y eslavo.
1908: El 21 de junio, casi medio millón de personas, la mayoría mujeres, se dan cita en Hyde Park para exigir el sufragio femenino. Una gran cantidad de ellas trabajan en las fábricas y están obligadas además a llevar sus casas y gestar nuevos esclavos para el monstruo. Su vida es decididamente insoportable y la lucha por el voto se convierte en una explosión de dignidad herida. Cuando no les hacen ningún caso, los métodos se radicalizan. A las detenciones se responde con huelgas de hambre y hay intentos de tomar el Parlamento, incendios y ataques (con paraguas) a miembros del gobierno. El derecho al voto femenino se irá consiguiendo progresivamente tras la I Guerra Mundial. En Rusia, el incipiente movimiento es ninguneado y las mujeres más decididas se integran en las filas revolucionarias. En Noruega y Finlandia, el triunfo de las sufragistas es rápido, mientras que en Francia apenas dan la batalla, a pesar de los notables ejemplos de mujeres que sobresalen en todos los campos. En los países de lengua alemana, los grupos de activistas, débiles, destacan sin embargo por su ambición y carácter revolucionario, que va, mucho más allá del voto, a un replanteamiento desde la igualdad de las relaciones entre los sexos.
1909: En julio, Louis Blériot cruza en treinta y un minutos el canal de la Mancha con su máquina voladora. El juguete comienza a perfilarse como un poderoso medio de transporte. Pero la técnica impone sus leyes en todo; Taylor y Ford han creado la cadena de montaje: máximo de eficiencia al precio de un mínimo de humanidad, mientras otros inventos: fotografía, telégrafo, cinematógrafo o rayos x despliegan una nueva imagen del mundo. Este es el año también del manifiesto futurista de Marinetti, en cuyo culto a la fuerza bruta está ya la inhumanidad del fascismo. La máquina disputa al hombre el protagonismo del arte y el hombre a su vez se transforma en máquina. Los médicos empiezan a diagnosticar una enfermedad: la neurastenia, cuya causa es la deshumanización de la vida y cuyo efecto es la incapacidad erótica “La batalla por el alma del siglo XX se alimentaba con técnica, pero se libraba con el sexo.”
1910: Virginia Woolf fecha en este año una revolución del arte en la que el hilo discursivo desaparece e irrumpe con fuerza lo fragmentario. A partir de entonces, se le exige al lector que tolere lo oscuro, el fracaso. Algunos ven en ello un triunfo de la libertad, pero la aguda pituitaria de otros percibe el hedor del cadáver de Europa. La ola llegará a la música con el estreno de La consagración de la primavera, que provoca un escándalo sin precedentes en París. Si esta obra utiliza motivos folclóricos, Vasili Kandinski y Pablo Picasso harán lo propio con los símbolos de los chamanes komi de los Urales o las máscaras africanas para nuclear su revolución de la pintura. Omnia solvuntur. Y la explicación nos la dan al alimón Weber y Freud. La ética protestante ha generado el capitalismo, pura represión y acumulación que estallan en la neurosis. El sujeto está gravemente enfermo y el arte traza un diagnóstico que quiere ser también una terapia en forma de regreso al mundo libre anterior a la caída.
1911: Se abre en California el primer estudio cinematográfico en un pueblo de las colinas de Los Ángeles, llamado Hollywood, y en París se inaugura el Gaumont Palace, la sala de proyecciones más grande del planeta, con capacidad para tres mil cuatrocientos espectadores. Mientras algunos artistas toman distancia de este tiempo ominoso, las masas refugian sus almas en los últimos prodigios de su técnica, aquellos en los que esta recrea la propia realidad: el disco y el cinematógrafo. Gracias a ellos, una interpretación de Sarah Bernhardt o un aria de Enrico Caruso son arte que se repite infinitamente idéntico a sí mismo. Y con el triunfo del simulacro, la realidad se diluye. Los grandes almacenes proliferan en todas las megaurbes y sumergen al hombre en la orgía desatinada del consumismo. La publicidad será el lenguaje para hablar a estas masas que reivindican el mundo, y con ellas nacerán nuevas identidades en el laberinto de la ciudad, con razón o sin ella: sindicatos, partidos o clubes deportivos…
1912: Se celebra con enorme expectación en el University College de Londres el I Congreso Internacional de Eugenesia. Francis Galton (1822-1911) había sido el inventor del término y el profeta de las técnicas de manipulación de linajes que habían de servir para “mejorar la especie”. Teorizaron en esta línea, entre otros que se recuerdan, el alemán Ernst Haeckel, que quería una humanidad imbuida del orden prodigioso de la naturaleza, o el francés Paul Robin, propagandista del neomalthusianismo. Y en el fondo, sin duda, late como un aliciente, espiritual y poético más que otra cosa, toda la luminosa confusión de Nietzsche y su doctrina del Superhombre. Al mismo tiempo, en los Estados Unidos se aprobaban leyes de esterilización forzosa y surgían en Europa profetas de una raza aria superior que debía imponerse por la fuerza.
1913: Ernst Wagner, director de una escuela rural en Alemania asesina el 4 de septiembre a su mujer y sus cuatro hijos y luego a otras ocho personas; vivía obsesionado por las rarezas de su sexualidad. El del juez Daniel Schreber fue otro famoso ejemplo de trastorno mental de etiología sexual; fue capaz de edificar una teología y una antropología sobre su deseo de transformarse en mujer y sentir como tal el coito. Las láminas del austriaco Alfred Kubin (1877-1958) expresan lúcidamente el peligroso desequilibrio de un mundo en el que el sexo reprimido va a aliarse a la tecnología para alumbrar el triunfo de la muerte.
1914: Hasta este año en que se desencadena la carnicería, la máquina, y el dinero (su alma), no han dejado de aumentar su poder. Al mismo tiempo, el hombre contempla en el espejo un espectro de degeneración y declive. La alegría infinita del sexo se pudre en la ciénaga del capitalismo y genera violencia, angustia y muerte. Por otra parte, la realidad se desdibuja en la ciencia (relatividad, mecánica cuántica…) y en el arte. Y no faltó quien percibiera como un fracaso de la razón lo que era sólo el fracaso del que había pretendido erradamente razonar. Philipp Blom insiste en un aspecto esencial: entronizado lo irracional quedaba abierto el camino a todos los horrores del siglo XX.
Imperios en eterna disputa que buscan expandirse, y cuyo lenguaje propio y característico es la guerra, van a desatar el apocalipsis. Se valdrán de una técnica prodigiosa y de una extrema miseria del ser humano, sometido a todos los ídolos de la patria y el mercado. La laboriosa y contundente acumulación de argumentos que realiza el libro revela algo profundo de lo que apenas somos conscientes. Gracias a él comprendemos que aquellos años de vértigo explican muchas cosas del aquí y el ahora, porque describen con precisión cómo se acabó de fraguar una cárcel para el alma del hombre de la que aún no hemos conseguido escapar.