Primera versión en Rebelión el 22 de septiembre de 2020
Eduardo Gil Bera (1957), poeta, ensayista y narrador en euskera y castellano, confiesa en el preámbulo de esta obra su estupefacción ante el hecho de que los especialistas en Pío Baroja más reputados consideren que su periplo vital carece de zonas oscuras porque fue minuciosamente relatado por él mismo en los siete tomos de sus memorias. Ante la absurda candidez de esta fe y espoleado por la evidencia de una multitud de interrogantes en la trayectoria del personaje, Gil Bera se impuso una investigación cuyo fruto fue Baroja o el miedo(Península, 2001), libro que produjo una revolución en los estudios sobre el novelista vasco, aunque algunos por los abrevaderos académicos y mediáticos no se den por enterados.
Con su análisis concienzudo de la vida y la obra de Baroja, Gil Bera enfoca nítidamente la imagen de alguien marcado por un temor patológico a afrontar los problemas de la existencia y que encuentra en la literatura el medio de lidiar con él. El personaje “Baroja” que construye en sus escritos redime así al hombre incapaz de una relación amable y armoniosa con el mundo. Baroja o el miedo es lectura imprescindible para saber cómo se cocinan a fuego lento algunos mitos, y también para descubrir cómo la literatura se convierte en ocasiones en un sucedáneo de vida que permite digerir la realidad.
Primeros años
Nace el futuro escritor en San Sebastián el día de los santos inocentes de 1872, en la familia de un ingeniero de minas con aficiones literarias, y allí le toca vivir muy pronto agitaciones y bombardeos de la tercera guerra carlista. Con cinco años se instala con los suyos en Madrid y con ocho en Pamplona, para regresar con trece a la capital, siguiendo siempre los traslados del progenitor; tiene dos hermanos mayores: Darío, que morirá muy joven, en 1894, y Ricardo, y una hermana menor, Carmen, nacida en Pamplona. Cuando le llega hora de elegir carrera opta por medicina, y aunque se le atraviesan algunas asignaturas, en 1893 logra terminar la licenciatura en Valencia. Son éstos los años también en que comienza a hacer sus pinitos como narrador y articulista.
Tras doctorarse en Madrid, consigue plaza en Cestona en agosto de 1894, pero la rivalidad con otro médico más viejo hace que sólo dure allí hasta septiembre del año siguiente. En 1896 se instala en la capital para encargarse de la tahona de una tía de su madre, y vivir el ambiente literario de la villa y corte marca el que ha de ser su camino: labrarse un nombre como escritor. En 1899 viaja por primera vez a París, donde conoce a los Machado.
Una carrera literaria
El primer libro que Baroja publica es una colección de cuentos: Vidas sombrías (1900), cuya impresión ha de pagarse de su bolsillo, pero éste abre la espita para otros que ya encuentran editor, como Silvestre Paradox (1901), su primera novela y una de las mejores, plena de creatividad e improvisación que se pierden en la siguiente: Camino de perfección (1901), con su trama ajustada a una tesis ferozmente pesimista. Ése es el mismo año en que nuestro héroe es presentado por su amigo Maeztu a Galdós en el estreno de Electra: “Pío Baroja, hombre atravesado, que habla mal de todo el mundo y también de usted, Don Benito.”
La consagración podemos considerar que llega por entonces, con las colaboraciones en El Imparcial y la cena homenaje que se le hace y en la que se sienta a la diestra de Galdós, admirado maestro al que denigrará en breve. Gil Bera pone en evidencia las críticas de su biografiado a otros personajes de su tiempo en una nómina interminable que alcanza hasta Palacio Valdés, Cajal u Ortega, algunos por no alabarle lo suficiente y otros por diferencias ideológicas o de carácter que resultaban ser agravios a la sacrosanta “verdad”. Pero se disecciona sobre todo la producción novelística de Baroja. El mayorazgo de Labraz (1903) adolece, para el autor de la biografía, de una estructura impostada y numerosos plagios, aunque, eso sí, fue y es incomprensiblemente aclamado por la crítica. Son rasgos éstos que siguen según él en obras como La busca (1904) y sus secuelas, con su aire entre estampa piadosa y dentadura postiza, y La feria de los discretos (1905), para Gil Bera: “Una jaimitada que ni el padre Coloma”.
Baroja construye sus obras a partir de un decorado, y por ello son fundamentales los viajes. Del de 1906 a París salen Los últimos románticos (1906) y Las tragedias grotescas (1907) pastiches de Balzac con añadidos folletinescos, según Gil Bera. Lo que escribe en torno al atentado de Mateo Morral: La dama errante (1908) y La ciudad de la niebla (1909) se considera un buen ejemplo de la especialidad barojiana de escabullirse de la realidad. Zalacaín (1908), con sus aventuras a raudales, es, en el otro extremo, una de sus obras más logradas.
A finales de 1909, nuestro héroe es fichado por Lerroux para su partido, pero en las elecciones de diciembre no obtiene escaño. A los pocos días declara en una entrevista su aversión a la democracia, a la que es preferible según él una dictadura que encauce avances sociales con mano férrea. En unos meses renuncia a la actividad política, para centrarse en la literatura, e incluso llega a darse de baja en el partido, pero años más tarde, en 1918, aún hará otro intento, descrito con detalle en el libro, de alcanzar la carrera de San Jerónimo con los de Lerroux.
Las inquietudes de Shanti Andía (1911) es según Gil Bera una obra estimable, pues Baroja, que no logra convencer cuando pretende ser fiel a su precepto de “describir lo visto de verdad”, es sin embargo un buen adaptador de ideas y escenarios de otros autores, y así lo demuestra en sus mejores trabajos. De este año es también otra apreciable novela, aunque más barojiana: El árbol de la ciencia. En 1912 muere su padre, se decide la compra de Itzea, el caserón de Vera de Bidasoa que se convertirá en mansión familiar, y Carmen Baroja entabla relaciones formales con Rafael Caro, funcionario de Correos y futuro editor.
La historia pisa el acelerador
Baroja se declaró germanófilo durante la Gran Guerra, postura marginal entre la intelectualidad ibérica. Los años siguientes están marcados por problemas de salud: una inflamación de la próstata que lo mortifica, y cuya operación pospone hasta el verano de 1921, y rivalidad creciente con su hermano Ricardo. En este tiempo ven la luz un ensayo: La caverna del humorismo (1919), y dos novelas de mérito: La sensualidad pervertida (1920) y La leyenda de Jaun de Alzate (1922). De El laberinto de las sirenas (1923) se presenta en el libro una disección de R. J. Sender que revela su inautenticidad. Aparte de estas obras, a partir de 1913, y en un largo ciclo que llegará hasta 1935, nuestro autor va a ir publicando los veintidós episodios de las Memorias de un hombre de acción.
Baroja presumía de haber pronosticado la dictadura de Primo de Rivera, y predijo también su final. En lo literario ésta es la época de la trilogía Agonías de nuestro tiempo, bosquejada a partir de viajes por el norte de Europa. Los años de la Segunda república los deja pasar con prevención, temeroso de un posible triunfo del comunismo, repitiendo su estribillo: “España es un país que siempre irá de la guerra civil a la mierda, y de la mierda a la guerra civil.” Mientras tanto, trabaja en la trilogía La selva oscura. En mayo de 1935 es recibido como académico de la Lengua, pero la buena racha acaba pronto, porque en pocos meses muere su madre; El cura de Monleón (1936) arrastra la experiencia de la pérdida con un asunto religioso que Gil Bera halla falto de verosimilitud.
El 22 de julio de 1936, nuestro héroe y otras dos personas que viajaban con él en coche son detenidos cerca de Vera por una columna de los sublevados, y a pique está el “enemigo del Rey y la religión” de ser fusilado sobre la marcha al ser reconocido. Al día siguiente, sin embargo, se le permite volver a casa y en cuanto puede, pasa a Francia. El 1 de agosto firma un artículo en La nación de Buenos Aires en el que se declara partidario de “una dictadura militar basada en la pura autoridad”, y el 1 de septiembre otro en el Diario de Navarra proclamando su adhesión sin fisuras al bando faccioso. A finales de ese mes se va a París, y luego a Basilea, desde donde sigue pregonando a los cuatro vientos sus convicciones fascistas y antisemitas en toda la prensa del orbe.
En septiembre de 1937, regresa a Vera con los suyos y se ofrece a escribir a favor del nuevo régimen. Su primer artículo no aparece hasta enero del año siguiente, y en él Baroja aprovecha para presentarse como “abuelo” del fascismo español y elogiar la Alemania del momento: “Esparta idealizada”. A las pocas semanas se publica en Valladolid Comunistas, judíos y demás ralea, una antología del ideario barojiano con prólogo de Ernesto Giménez Caballero, teórico del fascismo español. En marzo vuelve a Francia y allí trabaja en Laura o la soledad sin remedio (1939), novela de tesis con una apología de la violación.
Regresa a España en julio de 1940, con los alemanes ya en París. Instalado en Madrid, muy pronto empieza a mostrarse anglófilo y liberal. En 1941 acomete la redacción de sus Memorias, que irán apareciendo, en siete volúmenes, hasta 1948. Sus años finales no van a ser plácidos: reumático y deprimido, afectado por alucinaciones, ve morir a sus hermanos, Carmen en 1950 y Ricardo en 1953; él mismo, tras sufrir una caída, fallece en Madrid en octubre de 1956. La obra trae un epílogo dedicado a la vida posterior de sus sobrinos: Julio y Pío.
Con pedestal o sin pedestal
El recorrido biográfico plasmado en la obra dibuja una trayectoria bien definida. El niño asustadizo, siempre pegado a las faldas de su madre, se transforma en un hombre retraído, cauteloso y acomplejado, que se muestra rencoroso y egoísta, a la par que calculador y cicatero, en demasiadas ocasiones. En sus relatos sobre las peripecias de su vida, aflora además un mentiroso compulsivo. Aparte de todo esto, resulta ser alguien marcado por una siempre problemática relación con las mujeres, en las que sólo ve de destellos de lascivia insaciable o aspirantes a aniquiladoras de su libertad. Y es precisamente a este ser atormentado al que la literatura abre sus puertas para la creación de un héroe a su medida, un “Baroja” que va a ir construyendo y desarrollando a lo largo de sus novelas. En este personaje de ficción, el miedo pasa a ser precaución y sabiduría, la maledicencia se convierte en “amor a la verdad”, resplandecen las virtudes que nunca se le vieron, puede ejercer sus dotes de seductor sobre féminas ideales, y los afeites y disimulos de su carácter y su vida, revelados con detalle en toda la obra, se transfiguran en algo casi mítico. Leyendo Baroja o el miedo, tenemos a veces la impresión de que el autor se ensaña con su biografiado, pero la conclusión, tras sopesar los datos aportados, es que la tesis principal del libro, sintetizada en su título, queda cumplidamente demostrada.
Gil Bera expresa de forma continua en el texto su irreverencia ante los mitos que teje la escritura: “Todo político que se preciare debiera apacentar sus propios periodistas”, llega a decir. Asimismo, muestra placer en desnudar con fino humor las imposturas literarias, y muy poca afición a venerar reputaciones amañadas o prostrase ante genios que no se sabe bien cómo treparon al pedestal. Su pasión es la búsqueda y comprobación del dato, y desmontar con él el tinglado de la farsa. Esto en general, pero el objetivo de la obra no es otro que Pío Baroja, y hay que reconocer que se emplea a fondo con él. De todas formas, lo que se descubre no son pecados en los que sea fácil a muchos tirar primeras piedras, y como Gil Bera afirma en un momento: “Los sacamuelas que hacen de pensadores en la barraca de feria del mundo no piensan más que en el éxito, igual que Baroja.”
Admirábamos a Pío Baroja como autor de muchas páginas magistrales que retratan el mundo que le tocó vivir, y seguimos admirándole por ellas después de saber todo lo que sale a la luz en Baroja o el miedo. Creo que son aplicables aquí las conclusiones de un artículo que publiqué hace años y que lleva por título: El arte y el artista. Argumentaba en él que la obra de arte adquiere una entidad propia que debe ser considerada por sus efectos sobre nosotros e independientemente de la personalidad de su autor. De alguna forma, el autor somos siempre nosotros, ya que nuestra es la sensación que es capaz de detonar un simple objeto material. Además, resulta ridículo pretender otra cosa, porque el “alma del artista” es algo que siempre se nos va a escabullir y todos sabemos la multiplicidad de caras y caretas que alberga cada individuo.
Es habitual idealizar a los artistas, pero es también ingenuo y peligroso. No hay que caer en el error de convertir a alguien en genio digno de veneración, y modelo de vida y sabiduría, en cuanto emborrona una cuartilla o endilga a un lienzo unos brochazos de forma magistral. Baroja, humano, demasiado humano, como su admirado maestro Nietzsche, aporta un buen ejemplo para comprender esto, y nos tememos que son muchos los que merecerían un tratamiento similar al que Eduardo Gil Bera le suministra en este libro.