Primera versión en Rebelión el 21 de noviembre de 2022
El historiador Josep Fontana (1931-2018) desarrolló una intensa labor investigadora sobre el siglo XIX español, con volúmenes que el tiempo ha convertido en clásicos, como La quiebra de la monarquía absoluta: 1814-1820, de 1971, donde demuestra que la incapacidad de la clase dirigente para enfrentarse al colapso de la hacienda propició el inicio de la revolución burguesa en España. En otras de sus contribuciones extiende su visión al siglo XX y estudia contextos geográficos más amplios, llegando incluso a plantear una perspectiva global en Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945, de 2011.
En su último trabajo, Capitalismo y democracia: 1756-1848. Cómo empezó este engaño, publicado póstumamente por Planeta en 2019, Fontana analiza la caída del antiguo régimen y cómo la burguesía tomó el control en Europa. A través de los detalles políticos del proceso, el objetivo de la obra es poner de manifiesto la irrupción del capital como rector de la historia, y de qué forma el parlamentarismo se institucionalizó como instrumento a su servicio. La lección de esto para el futuro es que una verdadera democracia, directa y que considere la economía, sólo podrá alcanzarse con la superación del sistema de explotación y destrucción vigente en el mundo.
La gestación de un nuevo orden
El libro comienza describiendo el crecimiento de la economía europea durante el siglo XVIII y la expansión colonial que se produce simultáneamente. La Guerra de los Siete Años (1756-1763) supuso una auténtica “primera guerra mundial” en la que se dirimió quién iba a capitalizar el proceso que se iniciaba, El conflicto concluyó con un reforzamiento del eje Inglaterra-Prusia frente a Francia, Austria y España. El desarrollo del comercio transatlántico a partir de entonces va a traer a Europa café, azúcar y algodón americanos, cultivados por esclavos africanos, y va a enriquecer a las élites inglesas y francesas sobre todo. Estos aspectos se estudian en detalle en un capítulo del libro.
Ciñéndonos a Europa, a lo largo del siglo XVIII hay un progreso en las técnicas agrícolas que, junto a otros muy relevantes en la artesanía, permite caracterizar una “revolución de los menestrales”. Un registro erudito y artístico de estos avances puede encontrarse en la Encyclopédie de Diderot y D’Alambert. Sin embargo, no parece que esto repercutiera en una mejora real del nivel de vida de la población. Era aquél un mundo en lenta evolución y de producción a pequeña escala, en el que los gremios eran instituciones importantes, pero todo va a saltar pronto por los aires con los sucesos revolucionarios de Francia.
El nuevo orden implantado tras las guerras napoleónicas, en el Congreso de Viena, consolida a nivel global el dominio colonial inglés, y hace patente sobre todo el establecimiento de una organización económica en la que la burguesía reivindica su derecho a enriquecerse sin tasa. Su instrumento para ello será el conjunto de gobernanzas y regulaciones, respaldadas con cañones, a las que suele llamarse asépticamente “el mercado”.
El capital entra en acción
Tras repasar los entresijos del Congreso de Viena, Fontana nos aproxima al proceso de expropiación y proletarización de los campesinos que desde el siglo anterior venía produciéndose en Inglaterra y en el XIX se extiende por casi toda Europa. Nos describe también la actividad de los empresarios capitalistas que, apoyados por los estados, se apropian de los avances técnicos para explotar el trabajo de los artesanos, al tiempo que gremios y trade unions son proscritas. La evolución, sin embargo, fue diferente en Francia, donde los campesinos conservaron sus conquistas y la industrialización estuvo vigilada por un pujante movimiento obrero. Así, las condiciones de los asalariados mejoraron aquí notablemente, al contrario de lo que sucedía en otros lugares.
La década de 1820 estuvo marcada por revueltas, principalmente en el sur de Europa, ninguna de las cuales logró modificar la estructura de poder existente ni arrancar reformas sociales. Solamente en Francia en 1830 puede decirse que se materializó algo parecido a una revolución cuando la movilización del proletariado y la burguesía liberal hizo inevitable un golpe palaciego que sacó del trono a los borbones otra vez y puso en él a Luis Felipe de Orleans. Los avances democráticos fueron ínfimos, pura cosmética, y los ecos del vacuo estallido se dejaron sentir poco después en Bélgica, Polonia, Italia, Alemania y el Imperio austriaco, con sucesos recordados en la obra.
El nuevo rey francés promovió lo que fue definido como el “gobierno de los banqueros”, con acceso del capital a las más altas instancias políticas. Por otra parte, la supresión de la censura contribuyó al desarrollo de una prensa que pronto se convirtió en arma de la oposición para cuestionar el sistema. El proletariado se sublevó enseguida en París y Lyon, y quedó claro que la nueva clase en el poder no tenía en absoluto ideales igualitarios respecto a la estructura social, sino que simplemente se había sustituido la vieja “aristocracia de la sangre” por una “aristocracia del dinero”.
La revolución de 1848
El final del libro está dedicado a esta revolución, que consolidó el triunfo de la burguesía. En su gestación parece que influyeron el aumento de población, el paro y la escasez de alimentos, por plagas como la que afectó a la patata, pero la causa profunda puede derivarse de la propia dinámica del capitalismo.
Por aquellos años predicaban sus teorías diversos reformadores sociales y en febrero de 1848 se publicó en Londres el Manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels. En él se afirmaba que: “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”, se identificaba el proletariado como único actor social potencialmente revolucionario, y se abogaba por una sublevación en la que: “Los proletarios no tienen nada que perder (…) más que sus cadenas y tienen un mundo entero que ganar”.
Los altercados comenzaron en Italia en el mes de enero, pero fue en febrero en París cuando atrajeron la atención de toda Europa. Ante la profunda crisis económica, el día 22 obreros y estudiantes se lanzaron a las calles para exigir reformas y fueron masacrados. Dos días después, republicanos liberales y socialistas proclamaron la Segunda república y se convocaron unas elecciones para abril, con un censo ampliado (de 200 000 a 9 millones de electores), que ganaron los conservadores, muy poderosos en las provincias. La política reaccionaria provocó en junio una insurrección obrera, ahogada en sangre, y en diciembre fue elegido presidente Luis Napoleón Bonaparte, que a los tres años y a través de un autogolpe de estado restableció el imperio.
A partir de febrero, la llama revolucionaria se extiende por Europa, menos Rusia y España, y las masas exigen por doquier derechos constitucionales y nacionales. El terremoto no resulta ser al fin el vuelco que anunciaba el Manifiesto comunista, y va a propiciar sólo un fortalecimiento de la burguesía, pues como señala Fontana: “Se eliminaron los restos más visibles del feudalismo y la servidumbre, excepto en Rusia, y en casi todas partes se constituyeron parlamentos elegidos por sufragio censitario que otorgaban el predominio político a los propietarios, es decir, a la alianza de terratenientes y burgueses.”
La miseria de la democracia bajo el capitalismo
Josep Fontana nos describe en detalle en Capitalismo y democracia cómo la historia de Europa se vio violentada en el siglo XVIII por la irrupción del capital, engendro nacido de la expropiación de los campesinos y la apropiación por los empresarios de los progresos técnicos. Así surgió el proletariado, la clase cuya explotación garantizaba la acumulación inherente al sistema.
Un rasgo esencial de esta nueva sociedad eran las factorías, antros de reclusión de hombres, mujeres y niños en los que se consumaba la extracción de plusvalía. Lo que ellos sufrían fue definido por Marx como una “esclavitud oculta”, paralela a la “patente” de las plantaciones americanas. Es enormemente cínica e inhumana la visión de aquella realidad tenebrosa con el sesgo positivo de ser un requisito imprescindible del “progreso”. Sin embargo, el control ideológico de los dueños del mundo ha conseguido extender la idea de un determinismo social sin alternativas más allá de la jungla capitalista.
Todos los cambios políticos descritos en el libro empoderan a la burguesía, la clase propietaria del capitalismo. Ésta tratará de sumar al proletariado al proyecto social que dirige, pero cualquier intento de reivindicar un nuevo orden que cuestione la explotación económica va a provocar siempre represión a sangre y fuego para impedir tal cosa. Esto se evidenció ya en junio de 1848, se volvió a ver en mayo de 1871 con el aplastamiento de la Comuna de París, y así se ha repetido infinitas veces hasta hoy.
La conclusión inevitable es que la democracia burguesa resulta impotente para superar la dinámica del capital. El epílogo de la obra extiende la perspectiva hasta el momento actual, cuando tras los “treinta gloriosos”, la economía entra en una espiral neoliberal de exacerbación de las diferencias sociales y colapso ecológico y climático. En estas condiciones críticas, la única alternativa pasa por el fortalecimiento de una estructura de base, auténticamente democrática, que se enfrente al sistema, y que necesariamente ha de ser transnacional.
Con Capitalismo y democracia, Josep Fontana cumple las expectativas del subtítulo del libro: “Cómo empezó este engaño”, mostrándonos cómo la burguesía utilizó los procesos revolucionarios de 1789, 1830 y 1848 para consolidarse en el poder. El análisis deja claro que el tipo de democracia que instauró ofrece un ámbito de discusión política incapaz de cuestionar los mecanismos reales de poder social, es decir, las bielas y engranajes del sistema capitalista.