Primera versión en Rebelión el 11 de enero de 2014
Las décadas finales del siglo XX vieron una mutación social en la Europa occidental que supuso el desmantelamiento de las políticas que en el período posterior a la II Guerra Mundial habían llevado a la construcción de un rudimentario Estado del bienestar para la clase trabajadora de esos países. Un ejemplo emblemático de esto fue la Gran Bretaña de los años 80, regida por Margaret Thatcher, donde esta involución puede expresarse brevemente en unas pocas cifras aterradoras de aumento de la pobreza y la desigualdad social, el empleo precario o el paro. Chavs, la demonización de la clase obrera de Owen Jones es un libro extenso y riguroso que dejando que se escuchen las voces de los protagonistas de los hechos nos ilustra no sólo sobre los detalles de la transformación social sufrida aquellos años, sino también sobre la visión subjetiva de sus víctimas y la cobertura ideológica que los fabricantes de opinión fueron capaces de crear para que los cambios fueran posibles. Owen Jones, periodista e historiador nacido en Shefield en 1984, se dio a conocer al gran público con este libro de 2011, que tuvo una enorme repercusión social y mediática. La versión española es de 2012 (Capitán Swing, traducción de Iñigo Jáuregui).
El desmantelamiento industrial de la era thatcheriana y la ofensiva contra los sindicatos supusieron la destrucción moral de la clase obrera británica. Lo que surge del vacío dejado es una masa humana desestructurada cuyo rostro son los “chavs”(del romaní chavi: chico): jóvenes de empleos precarios, adictos al consumismo de las marcas y huérfanos de cualquier ideología. En nuevas vueltas de tuerca, estos parias van a ser exprimidos cada vez más. El primer capítulo arranca con las sucias campañas de prensa que aprovechan la delincuencia de los guetos blancos para crear una imagen de holgazanería y parásitos degenerados que justifica los recortes de ayudas sociales. Se oyen en el libro las voces de articulistas y políticos que defienden estas posturas. Se da el caso además de que en este momento apenas existen periodistas de origen obrero, debido al elitismo de las escuelas de periodismo. Lo mismo ocurre en el Parlamento. Al final del capítulo se nos muestra un dato escalofriante: el coeficiente de Gini era de 26 en 1979, el año que llega M. Thatcher al poder. Hoy ha subido a 39. Nada menos.
En el segundo capítulo, Owen Jones repasa la historia política de Gran Bretaña en el siglo XIX, una vergonzante democracia para ricos que sólo concede el voto a todos los ciudadanos muy lentamente, tras cambios legislativos en 1867, 1884, 1918 y finalmente en 1928, cuando se extiende a todos los hombre y mujeres mayores de 21 años. Resulta sorprendente cómo a lo largo de este proceso, e incluso tras la fundación del partido laborista en 1900, los conservadores se las arreglan para seguir manejando el cotarro (gobernarían durante dos tercios del siglo XX), mediante una hábil política de palo y zanahoria, y utilizando todos los bajos instintos de las masas (nacionalismo, xenofobia, religiosidad tradicional, etc.). Tras el fin de la II Guerra Mundial, admiten la implantación del Estado del bienestar, pero la existencia de fuertes organizaciones obreras y la caída de beneficios en la década de los 70 les obliga a entablar en los años 80 la batalla definitiva. La falta de unión entre los sindicatos fue fatal en la lucha.
Se repasan en detalle los hitos económicos del proceso a partir de 1979: abolición de los tipos de cambio, clímax de la especulación financiera y subida de la libra, encarecimiento de las exportaciones, colapso de la industria, huelgas perdidas y ocaso de los sindicatos. Fue una rueda diabólica impulsada por la Dama de Hierro que trajo grandes ganancias a unos pocos y empobrecimiento a muchos. Hay que decir, sin embargo, que la victoria sobre los sindicatos fue solamente el segundo asalto del combate que había empezado halagüeñamente para estos en 1974, cuando derrotaron al gobierno de Edward Heath. Otro punto importante de las políticas thatcherianas fue vender las viviendas de propiedad pública a sus inquilinos a precios reducidos. Era un paso más para cimentar una ideología individualista en las clases trabajadoras que cumplió su objetivo con creces: unos se convirtieron en propietarios, mientras otros se hundían en la pobreza.
Son estos los años en que se dispararon la marginalidad, la delincuencia y la drogadicción y hubo un transvase de impuestos de los ricos a los pobres. Pero lo más terrible fue el desarme ideológico: se consiguió alienar a la clase trabajadora en un infame “sálvese quien pueda” que era el epitafio de cualquier posible emancipación. ¿Por qué no hubo resistencia? Se señala un cúmulo de factores: La política de viviendas y las medidas populistas de orden público ganaron a muchos para Thatcher, pero fue fundamental sobre todo la división e incapacidad de respuesta de los laboristas. La demonización de la clase obrera se vendió bien porque el individualismo feroz, que promete un lugar arriba para aquel que se esfuerce, logró engañar a demasiados.
El tercer capítulo comienza repasando la biografía de David Cameron, hijo y nieto de millonarios con enorme influencia política, ejemplar típico de las gentes que dominan el partido conservador. Y para enfrentarse a las clases depauperadas a las que gobiernan, estos personajes han encontrado un argumento ideológico de gran contundencia: “La pobreza es culpa de los que la sufren, que no son emprendedores. No tienen derecho a nada porque nada les va a servir, siendo como son.” Mientras tanto, los laboristas, transformados en “nuevos laboristas” por arte de encantamiento, apenas se diferencian de los tories. Como ellos, insisten sobre todo en estimular a la clase proletaria a dejar de serlo. Cada vez quedan menos “viejos laboristas”, obreristas y partidarios de los sindicatos, criticables también por su verticalismo y burocracia y por su tradicionalismo respecto a la incorporación al trabajo de mujeres e inmigrantes.
Se tiene así al final que conservadores y neo-laboristas representan en realidad la encarnación de las mismas políticas de recortes al servicio del capital, arropadas ideológicamente en el más feroz individualismo. El apartheid social se define como “meritocracia”. Ya no hay clases, sino en todo caso personas excluidas (por su propia culpa). En contraste con los políticos que construyeron el Estado del bienestar tras la II Guerra Mundial, que en gran parte eran de origen obrero, los parlamentarios actuales son muy mayoritariamente de clase media o alta. Los sindicatos y los poderes locales están en horas bajas y así la política se convierte en coto cerrado, con lo que los gobernantes y los gobernados habitan en mundos distintos.
El cuarto capítulo se dedica a analizar a la clase obrera y se empieza por comprobar cómo desde la era victoriana hasta la II Guerra Mundial ésta apenas existe en la literatura en sus auténticas dimensiones humanas. Sin embargo, todo cambia tras la guerra, cuando los laboristas acceden al gobierno y libros, cine y televisión comienzan a retratar personajes proletarios con un tono irónico o condescendiente, pero no abiertamente negativo. Para esto hay que esperar a los años 80. Owen Jones repasa los hitos más importantes de esta historia hasta unos momentos actuales en que prolifera todo un repertorio de infra-literatura especializada en denigrar a la gente de clase trabajadora, con el rótulo de chavs, como: sucios, incultos, gorrones y vagos. Lo más terrible es que en estos improperios participan escritores y periodistas supuestamente de izquierdas que comparan desfavorablemente a los chavs con los trabajadores de las minorías étnicas, a su juicio mucho más laboriosos y responsables. En sitios como Oxford se caricaturiza y se toma a mofa todo lo relacionado con los chavs, y así los jóvenes privilegiados sueñan que están ahí porque se lo merecen. Hay que decir, no obstante, que esto es reciente. Hasta hace poco, los jóvenes de clase media solían fingir acento proletario en la universidad porque se avergonzaban de sus prebendas.
Se repasa después la biografía de Jade Goody, una concursante de Gran Hermano de origen humilde que fue satirizada sin piedad por los medios. Según Owen Jones, en su caso se demostró que “es posible decir casi cualquier cosa de gente como ella”. El problema es que nunca nadie se pregunta qué contexto sociocultural impuesto desde el poder ha provocado los comportamientos “grotescos” que pueden mostrar algunos individuos de la clase obrera. Termina el capítulo analizando los cambios que ha sufrido el fútbol paralelamente a estos hechos. Siendo en su origen un fenómeno popular, cuyos protagonistas cobraban sueldos similares a los de un obrero, ha pasado a convertirse en un negocio millonario destinado al disfrute de las clases medias, y juguete al mismo tiempo de especuladores estadounidenses y oligarcas rusos.
El quinto capítulo nos aproxima a la situación actual de una clase obrera reducida a “residuos chavs” tras la destrucción del tejido industrial (minas, industria automovilística, estibadores…). Éste provocó la fragmentación de las comunidades sociales que vivían en torno a los grandes centros de producción y habían alcanzado una notable integración y estabilidad. Los “nuevos proletarios”, que en muchos casos están preparados para trabajos más especializados que no existen, son por ejemplo empleados de supermercados o tele-operadores: mal pagados, sometidos a condiciones de control comparables a las de las fábricas del siglo XIX y con altos índices de morbilidad. Además, los contratos temporales son cada vez más frecuentes. Estos trabajadores sufre una gran merma de derechos: salario más bajo, se les puede despedir con una hora de antelación y carecen de vacaciones pagadas y paga extra. Con el espíritu que impregna a las clases dirigentes y la desmovilización de los asalariados, la trayectoria apunta a un regreso de la esclavitud.
La precariedad de los trabajadores y la impunidad otorgada a los empresarios, con campañas en marcha de represión legal y judicial de los derechos sindicales y laborales, acaban haciendo que cuando las compañías aumentan sus ganancias, son los directivos los beneficiados y los obreros ven congelados e incluso menguados sus salarios. En estas condiciones, cautivos del consumismo feroz que imponen los medios, los trabajadores recurrieron a créditos para satisfacer sus necesidades o caprichos y así se contribuyó a crear la burbuja que estalló poco después. La lucha de clases sigue, pero una de ellas domina claramente. La falsa “meritocracia” tan publicitada esconde diferencias crecientes de renta, unos impuestos terriblemente desequilibrados y trabajos cada vez más precarios y peor pagados.
El sexto capítulo nos descubre la raíz de la injusticia en las desigualdades del sistema educativo y el grave nepotismo de la sociedad británica. El 7 % de la población que va a colegios privados acapara posteriormente casi el 70 % de los cargos influyentes. En el otro extremo, sólo el 15-20 % de los chicos pobres dejan la escuela con destrezas básicas en lectura, escritura y aritmética. Los hijos de la clase trabajadora están condenados a la ignorancia, y qué les queda cuando la industria es desmantelada y hasta los empleos peor pagados escasean. La falta de apoyo familiar y el ambiente poco favorable para el estudio se han demostrado sin embargo aún más efectivos para la segregación cultural de los jóvenes de ambientes obreros, que resulta ser un componente esencial de la segmentación en clases de la sociedad británica. Un informe de 2010 de la OCDE muestra que Gran Bretaña es el país desarrollado donde los ingresos de los padres son más importantes a la hora de determinar cuánto ganará su hijo. “El sistema de clases británico es como una cárcel invisible.”
El séptimo capítulo profundiza en el retrato de una Gran Bretaña rota. Tras el desmantelamiento industrial el paisaje es desolador: paro, rupturas matrimoniales, familias destrozadas, hijos sin oportunidades, precariedad, delincuencia, drogas y suicidios. Se suceden las entrevistas, que muestran una sociedad a la deriva. Y el discurso conservador, capaz de ganar unas elecciones, es contundente: “El Estado creció demasiado y minó la responsabilidad personal.” Los trabajadores son culpables de lo que les ocurre. Se estudian después los fraudes en la percepción del subsidio de desempleo y en las pensiones de incapacidad. El análisis revela que a pesar de los casos escandalosos existentes, que son explotados por la prensa de derechas, la realidad fundamental es más bien un paro endémico con prestaciones muy escasas y que incide con especial virulencia en los que tienen problemas de salud. Las víctimas de esta situación tratan simplemente de buscarse la vida para alcanzar el mínimo que les permita subsistir. Además, no hay que olvidar que el fraude asistencial es sesenta veces menor que el fraude fiscal.
Estamos hablando de un país donde la pobreza ha aumentado de una forma terrible, pasando de afectar a menos de uno de cada diez ciudadanos antes de la llegada al poder de Margaret Thatcher a más de uno de cada cinco en la actualidad, un país que en esos años ha pasado de ser uno de los más igualitarios de Occidente a uno de los más desiguales. La construcción por parte del Estado de viviendas para los trabajadores ha descendido a niveles ínfimos y las condiciones de arrendamiento son cada vez más draconianas. Qué significan en este contexto las conductas antisociales que manifiestan algunos vástagos de los barrios obreros, crecidos en la pobreza y espectadores del más abyecto derroche en las clases altas, condenados al paro y excluidos de cualquier progreso social. ¿Han de ser criminalizados y reprimidos ferozmente sus actos de protesta como quieren los medios de derechas, o es más justo verlos como síntomas del grave desajuste que existe en la sociedad y debe ser enfrentado y corregido?
En el octavo capítulo se analiza el ascenso de la extrema derecha xenófoba del BNP (British National Party) y el diagnóstico es claro. Los blancos de clase trabajadora, abandonados por el nuevo laborismo tienen el peligro de caer en manos de los que echan la culpa de todo a la inmigración excesiva que acapara los empleos. Escocia y Gales también viven un auge del nacionalismo, que allí es menos étnico y más progresista. Se muestra, sin embargo, que las cifras reales del impacto de los extranjeros sobre el mundo del trabajo difieren de la leyenda nacionalista. Existe un descenso de retribuciones en varios sectores, pero no es algo que no pueda corregirse fácilmente, subiendo el salario mínimo por ejemplo. El “impacto de la inmigración” queda en evidencia más bien como una cabeza de turco elegida por los medios y políticos conservadores para ocultar las causas reales de los problemas, analizadas anteriormente. El peligro es que la traición del nuevo laborismo a la clase obrera abre la puerta a todo tipo de populismos de derechas.
La conclusión del libro es que una penosa sensación de impotencia domina hoy a la clase trabajadora británica. Mientras tanto, los políticos y comentaristas insisten en que las ayudas sociales son inútiles mientras “los pobres no cambien de actitud”, y que la culpa de lo que les ocurre es suya. La desigualdad es alabada pues “promueve la competitividad y demuestra que el éxito es posible para los que se esfuerzan.” Ante este discurso, la clase obrera deserta de las urnas o vota a los nacionalistas. A la izquierda del laborismo o incluso dentro de él, se advierte a la vez una deriva hacia la defensa de posturas centradas casi exclusivamente en cuestiones de ecología, feminismo o derechos de minorías. No hay que olvidar tampoco que mientras ocurría todo esto, caía el muro de Berlín.
Los objetivos para el futuro son claros según Owen Jones. Una nueva izquierda debe asumir los ideales colectivos de la clase obrera. Con la inestabilidad que se ha impuesto al trabajo, se hace necesario que este movimiento arraigue en las comunidades y consiga el apoyo de todos los desencantados y marginados por el sistema sin renunciar al de los que tienen un empleo fijo. Aparte de esto, es esencial una política industrial innovadora para acabar con el paro y también un impulso desde el Estado a la construcción de viviendas sociales y al sector de las energías renovables. El nuevo movimiento progresista debe enfatizar la estabilidad laboral, y otorgar a los trabajadores control sobre sus tareas en un programa ambicioso de autogestión, nacionalizaciones e intervención social en las empresas. Se trata además de reorientar la responsabilidad de los problemas hacia sus auténticos culpables, comprendiendo que se ha utilizado a los inmigrantes como chivo expiatorio. Una transformación de los sindicatos para adaptarse a los nuevos empleos es también imprescindible, así como la coordinación internacional de todas estas políticas en nuestro mundo globalizado. La lucha de clases sigue y los ricos se lo han montado muy bien y van ganando por goleada. El objetivo debe ser organizarse para hacerles frente.
En un epílogo añadido en la segunda edición inglesa se incide en los argumentos fundamentales del libro y se responde a las críticas más comunes esgrimidas contra él. Para terminar se analizan los disturbios del verano de 2011, que sirvieron a la derecha mediática para fortalecer su odio a la “chusma enloquecida”. Owen Jones demuestra que la violencia de aquel año se explica fácilmente al considerar la situación de la juventud sin esperanzas ni oportunidades descrita en el libro. Evidentemente, las luchas sociales no van a acabar y lo importante es que nunca se pierda la conciencia de que los explotados pueden plantearlas con posibilidades de éxito si actúan unidos y conscientes de su fuerza.
La forma que tiene Owen Jones de presentar los asuntos tratados en Chavs, la demonización de la clase obrera es enormemente atractiva. Continuamente desfilan por sus páginas personas que desgranan sus opiniones o nos cuentan sencillamente la realidad de su vida. Hay miembros de la casta dirigente y ciudadanos normales que sufren su gestión, políticos de diferentes tendencias, periodistas, profesores, trabajadores de todas las ramas, parados y pensionistas. Ellos dibujan el perfil de la Gran Bretaña actual y, escuchándoles, quedan de manifiesto los mecanismos de alienación que hicieron posible un retroceso de dimensiones colosales en los derechos y condiciones de vida de la clase trabajadora. Estos testimonios son el complemento perfecto de una demoledora y exhaustiva recopilación de datos que el autor consigue presentarnos siempre con amenidad. El retrato final es desolador, pero debe entenderse como primer paso imprescindible hacia cualquier solución. Exangües los sistemas de defensa de la clase obrera: sindicatos, partidos y organizaciones sociales, la gran tarea que se impone es la de reconstruirlos de una forma más inteligente que los haga eficaces ante la manipulación y mentiras que el poder siempre estará dispuesto a desplegar.