Primera versión en Rebelión el 27 de marzo de 2020
Tal parece que un minúsculo virus ha puesto a la humanidad contra las cuerdas. El cómputo de sus víctimas crece desbocado día tras día, mientras las ciudades se ven desconocidas, trasmutadas en un paisaje insólito de avenidas y plazas desiertas con las gentes recluidas en sus casas. Los jefes de la barraca, esos políticos de hábil facundia, mantienen el tipo y explican, didácticamente, que todo irá bien dentro de poco, que tengamos paciencia. Los mass media informan a medias y nos tienen entretenidos para que no nos desmandemos. Mientras tanto, en hospitales vetustos o improvisados, héroes vestidos de astronauta lo entregan todo tratando de paliar el desastre. Sería hora de preguntarnos, por lo que nos va en ello, quién es responsable de la desgracia que se ceba con nosotros.
Lo cierto es que sabemos mucho de virus en estos momentos, y cualquier experto reconoce que las muertes que se están produciendo podrían y deberían haberse evitado en su mayor parte. Ante la emergencia de un elemento infeccioso como éste, existen soluciones de manual que podrían y deberían haberse aplicado con rigor y contundencia. Estaríamos entonces en un escenario distinto, sin lamentar tanta desgracia, tanto dolor, tanta pérdida de vidas. ¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Por qué estas medidas necesarias de contención no se aplicaron en el momento en que surgió el problema, cuando los especialistas sabían que de no hacerlo teníamos una alta probabilidad de acabar como hemos acabado?
No es difícil darse cuenta de lo que ocurrió. El covid-19 destruye los pulmones de la gente y los mata, él es sin duda el asesino, pero su poder maléfico sólo ha sido capaz de materializarse con tanta crueldad porque ha contado con un cómplice necesario. Cuando se requerían una decisión rápida y una actuación enérgica, éstas no se produjeron porque otro virus más letal que el covid-19 había cegado y endurecido a los que tenían la responsabilidad de atajar el problema. Es hora de comprender que los poderosos no son en realidad tan poderosos, sino simples gestores de un sistema que prioriza el beneficio sobre cualquier consideración y cuyo nombre no es otro que capitalismo. La necesidad de salvar vidas significaba poco ante el peligro de desatar la cólera de los mercados o comprometer el sacrosanto crecimiento.
El miedo cerval a la cólera del monstruo y sus reacciones destempladas hacía imposible una respuesta razonable y abrió el camino al desastre. Además, un sistema sanitario debilitado por recortes no estaba en las mejores condiciones para resistir el envite. Ésta es, en resumidas cuentas, la explicación de lo ocurrido, y muestra a las claras el carácter criminal del sistema económico imperante. Aparte de esto, hay que reconocer que en el caso de nuestro país ha existido también una inconsciencia que no deja de asombrar. Cómo es posible que en un momento crítico en que las autoridades sanitarias europeas ya desaconsejaban actividades multitudinarias, desde nuestra clase política no dudaran en convocar a las masas a las calles. La irresponsabilidad de estos comportamientos es difícil de entender.
La anatomía y la fisiología del capitalismo son casi tan bien conocidas como las del coronavirus, y entre los dos, a cual más siniestro y dañino, nos han metido en esto. Mientras nos absorben las rutinas de cada día, apenas tenemos energía para analizar lo que ocurre, y es por ello que este momento, con toda su tragedia, puede transformarse en una oportunidad que nos haga reflexionar. La experiencia servirá de algo si nos ayuda a comprender que sólo la vida y la realización del ser humano son valores esenciales, más allá de la dinámica de una economía desquiciada. No tenemos más remedio que estar alerta, porque cuando el covid-19 sea vencido al fin, y esperemos que sea pronto, podéis apostar a que nadie de la clase política va a decirnos la verdad, y el otro virus, más peligroso y letal, seguirá campando a sus anchas.
Otro mundo es posible, y estos días estamos viendo con claridad lo necesario que es.