Primera versión en Rebelión el 14 de abril de 2020
En estos días tristes se impone la evidencia de que no estábamos preparados para lo que ha caído sobre nosotros, pero lo que no es cierto, por más que se nos predique desde altos púlpitos mediáticos, es que fuera inevitable no estarlo. La raíz del desastre son las partidas presupuestarias que van cada año inexorablemente a donde siempre han ido, con la lógica perversa de la inercia y escasa previsión en lo que respecta a un bien tan precioso como es la salud. Así se consiguió que nadie en los círculos de decisión política escuchara las advertencias de los científicos que hablaban de coronavirus peligrosos, de posibles epidemias, de la necesidad de tomar precauciones. La dinámica que se impone es la del mercado, el beneficio a corto plazo… Y entonces viene un tsunami de realidad y despertamos.
El despertar no es agradable, lo estamos viendo, y la oscilación fatal del péndulo hace que pasemos de la postura extrema de no hacer nada a la no menos extrema militarización del desastre. Decretado el gran encierro, resultan imprescindibles generales y comisarios de policía en las ruedas de prensa del gobierno, y una parte esencial de la lucha contra el virus pasa a ser la persecución de los que violen el confinamiento. No dudo de la necesidad de medidas de este tipo en la situación a la que lamentablemente se ha llegado, y es de agradecer el apoyo de todos los que trabajan para que sean más efectivas y arriesgan sus vidas en ello, pero creo que se ha apostado por un modelo muy extremo sin considerar lo que significa para las personas que viven en condiciones más precarias, y que, por poner un ejemplo, podrían haberse concedido a los niños los mismos derechos que a las mascotas. Se trasmite un sentimiento desproporcionado de culpabilidad, y al fin tenemos a una nueva Gestapo en los balcones en el momento en que deberíamos estar ocupados sobre todo en desentrañar las causas de lo que ocurre para que no vuelva a repetirse.
Todos los analistas están de acuerdo en que tras cuatro décadas de dominio neoliberal en la planificación económica, a partir de esta crisis asistiremos a un fortalecimiento de los estados, únicos capaces de hacer frente a los desafíos que se plantean. Con este escenario tenemos que estar expectantes, porque es seguro que la lucha por la dignidad y la libertad va a estar sometida a nuevas tensiones. La militarización del desastre llega para quedarse y es previsible que no se va a desperdiciar una oportunidad de oro para implementar medidas de control social. A partir de ahora, es de temer que con la disculpa de salvaguardar nuestra salud, espiarán nuestros movimientos y acumularán y no dudarán en utilizar todo tipo de información sobre hábitos y comportamientos. No habrá más remedio que estar alerta y esforzarse cada día para desmentir falacias, descubrir trampas y conjurar amenazas. Y se hace necesario sobre todo no dejarse atrapar en el falso dilema entre salud y libertad, porque bien poco vale la primera sin la segunda.
Hay que decir sin embargo que en esta época marcada por la dictadura global de las empresas transnacionales, el fortalecimiento de los estados podría constituir una oportunidad si desde los movimientos sociales se lograra transmitir la presión suficiente sobre los gobiernos para abordar las políticas redistributivas y medioambientales urgentes. No obstante, éstas sólo tendrían posibilidades de éxito si se produjeran en el marco de una estrecha colaboración interestatal para controlar y gravar los flujos de capital y atajar los desmanes de los imperios corporativos. Demasiadas condiciones y muy difíciles, pero a través de ellas se perfila una vía para afrontar los desafíos planteados en este momento.