Primera versión en Rebelión el 22 de febrero de 2021. Una versión resumida de esta reseña apareció en el diario La Nueva España el 21 de enero de 2021.
En la variada turba de los que escriben libros, son frecuentes aquéllos siempre con prisa por ver sus palabras impresas, y que no cesan de acumular títulos como expresión natural de su creatividad. Al autor que aquí nos ocupa podríamos definirlo, de forma simple y rápida, sólo con decir que se encuentra en el extremo opuesto de todo eso. Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es psicólogo clínico de profesión y lleva mucho tiempo tomando notas e hilvanando reflexiones en una búsqueda, literaria y existencial, que acaba de materializarse en su ópera prima, un precioso volumen que ha autoeditado en Oviedo y lleva por título El cazador de sombras. Hay libros de meses y de años, pero hay otros también que atesoran pensamiento y trabajo desde la juventud hasta la madurez de una vida, y éste es sin duda uno de ellos.
Eduardo se gana el pan de cada día escuchando historias y buscando en su arsenal de psicólogo las herramientas que mejor pueden servir para que los que a él acuden tomen el control de esa vida que a veces se empeña en obedecer, más que a nada, a las sombras y demonios que todos albergamos. No es raro que este oficio impregne lo que escribe y en El cazador de sombras encontramos buenas pruebas de que es así. Aforismos y relatos cortos son su forma de expresión favorita, y a través de ellos despliega una visión de la realidad transfigurada, que no desdeña el humor, con su terapia milagrosa de risas y sonrisas, pero que llega también a la exploración profunda del lenguaje como instrumento para despertar saberes dormidos y liberarnos de sombras y demonios.
La obra viene estructurada en dos secciones. La primera “Impresiones y digresiones”, trae sobre todo fragmentos breves, que se ajustan en ocasiones al concepto ramoniano de greguería = metáfora + humor: “El estornudo es el sistema de aspersión humano”, “Los arrecifes de coral son los collares de la tierra”, “La hoja con la que se tapaba el sexo Eva fue el primer vestigio del tanga”. Hay definiciones concisas, y también reflexiones sobre temas recurrentes, como el misterio de la creación literaria, que se desvela cuando Eduardo visita a sus autores predilectos en momentos clave. El significado del tiempo y su trascendencia dan lugar a numerosos aforismos: “El tiempo vuela y las manecillas del reloj lo atrapan para que sepamos qué hora es”, “Crear algo verdaderamente bello es traspasar las fronteras del tiempo”.
No faltan en esta primera parte fragmentos algo más extensos, a veces dedicados a seres fronterizos que ofrecen metáforas de nuestra conciencia inquieta, como las algas y su “movimiento pendular de vida y agonía” con el flujo y reflujo de las mareas. El sueño es siempre un observatorio privilegiado para acechar esa otra realidad que se persigue: “El cuerpo humano consta de grandes simas a cuyas profundidades viajamos mientras soñamos”. Y por momentos se alcanza una visión budista: “Entonces comprendes que todo es un gran sueño del cual no quieres despertar”.
Con su técnica minimalista, el autor expresa la visión fascinada del mundo de quien adivina en él su propio rostro, y a través de la alquimia de las sensaciones, las mutaciones de la vida alimentan un anhelo místico: “En los libros a veces aparece una hoja seca que desprendió su humedad entre tintas y grafismos. Contiene una serie de finos nervios translúcidos, casi imperceptibles al ojo, por donde un día circularon líquidos de vida. Hoy es una radiografía de lo que fue.” Vamos así más allá de la existencia sin alma que hemos creado en nuestro tiempo: “Por encima de los ruidos y las prisas de la ciudad y a medio camino de los aviones, los satélites y la estación internacional espacial, aún existen las bandadas de pájaros.”
La contemplación de la naturaleza lleva a la comunión panteísta con el cosmos: “Una minúscula parte del líquido amniótico del universo viaja en nuestro interior. Al morir, liberamos el contenido que formará parte de una lejana estrella en proceso de creación.” Y el lenguaje es la herramienta que nos hace conscientes del milagro.
En la segunda parte de El cazador de sombras, siguen las cavilaciones de Eduardo García sobre sus temas favoritos, pero ahora con la forma de relatos breves. Así, por ejemplo, sobre la música, vía y meta a la vez de la catarsis, la primera parte apunta intuiciones como: “El universo encierra un silencio de cámara sellada, pero Mozart y Bach tenían la llave de la cámara.” Y en la segunda parte esta misma idea se desarrolla en una historia legendaria y simbólica que permite explorar la afinidad de la música y el silencio.
Las narraciones que se van sucediendo arrancan a veces de una experiencia perfectamente normal, de vivencias y sensaciones cotidianas, pero se las arreglan para llevarnos a territorios secretos que expresan el paso al otro lado y el alborear de otra conciencia: la irrupción del deslumbramiento. Los escenarios que van surgiendo escapan de la trivialidad con un bagaje inquieto de sincronicidades y presentimientos que se describen minuciosamente, al tiempo que el lenguaje alcanza muchas veces intensidad de prosa poética.
En estos relatos, el hado burlón que se cuela en las rutinas de la vida trastoca nuestras inercias lógicas con destellos de magia y nos lleva al mundo de misterio que visitamos todas las noches. El itinerario es muy viejo: partir de la realidad para construir otra a través de los vasos comunicantes del sueño: realismo trascendente, realismo fantástico, surrealismo… ¿Por qué poner etiquetas de hoy a algo tan antiguo como los mitos más clásicos?
Hay crónicas de viajes extraños, con bifurcaciones y rupturas oníricas, y leyendas que nacen para expresar intuiciones del autor, pesadillas de objetos rebeldes, animales que nos describen sus costumbres y sus rituales de iniciación, fábulas y desdoblamientos, heridas en las que cristaliza una obsesión y enseres rotos que se resisten a la indolencia a la que los hemos condenado. Éstos son los paisajes que ilumina la luna, y a través de ellos descubrimos que una asombrosa libertad, germinada en la mente, es capaz de triunfar de las inercias de la materia.
Y a fin de cuentas, el argumento decisivo resulta ser la búsqueda de una nueva visión y el presentimiento de la secreta unidad de todo a la que la literatura nos permite aproximarnos: “Desde la primera letra que escribí con cinco años hasta la última que escriba, todas ellas las reuniría y las agitaría sobre una gran mesa; seguro que formarían un gran ojo que pretende ver y comprender.”
El cazador de sombras es una indagación del poder de la palabra para aquietar la conciencia y escuchar la música que palpita en su fondo, más allá de los ruidos que el mundo nos impone. En este tiempo nuestro, dominado por los necios aquelarres de la materia bruta y la mercantilización de todo, y en una sociedad del espectáculo despojada de cualquier trascendencia, podemos estar seguros de que no hay empeño más noble ni más necesario. Con este primer libro, fruto de muchos años de reflexión, Eduardo García Fernández nos muestra cómo el lenguaje se convierte a veces en música de sonidos e ideas y es capaz de descubrir la secreta hermandad de todos los seres.