Primera versión en Rebelión el 23 de septiembre de 2021
Las noticias de violaciones de derechos humanos que llegan de Colombia día tras día nos hablan de una guerra civil, despiadada e interminable, cuyo origen es desconocido para la mayoría. Si tratamos de profundizar en el misterio, resulta muy difícil penetrar el muro de mentiras tejido por los poderes económicos, políticos y mediáticos, tres rostros del mismo monstruo. Los acuerdos de La Habana de 2016 significaron una puerta a la esperanza, pero ésta se vio truncada pronto por el rechazo en el referéndum de octubre de ese año y la espiral represiva que siguió, por parte del gobierno y sus fuerzas militares y paramilitares. Así llegamos al presente, marcado por amplio descontento y estallidos sociales que tratan de canalizarlo.
El activista e historiador colombiano Oto Higuita arroja luz sobre estos complejos asuntos en El fracaso de los acuerdos de paz en Colombia, obra escrita en 2016 que, tras una versión en papel en 2018, acaba de reaparecer como libro electrónico en el catálogo de Dyskolo y puede descargarse libremente en este enlace. Otro historiador colombiano, Renán Vega Cantor, profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, aporta un prólogo a la nueva edición en el que señala la extrema coherencia de las clases propietarias de su país, empeñadas, ya desde la Nueva Granada colonial, en reprimir sin traba alguna cualquier cuestionamiento de su poder. Estamos pues ante una masacre secular, sin final a la vista, que merece ser descrita como un genocidio y cuyos detalles Vega Cantor actualiza para el período desde finales de 2016 hasta el presente. En estos años, se ha asistido sobre todo a la persecución y asesinato de numerosos campesinos, líderes sociales y excombatientes de las FARC, lo que fatalmente podría materializarse en un recrudecimiento de la guerra que nunca concluyó, a pesar de los deseos de una de las partes en conflicto.
Las raíces históricas del desastre
En el siglo XX, los intentos de transformación social en Latinoamérica evidenciaron una división, en cuanto a las estrategias a utilizar, entre los partidarios de la lucha armada y los que defendían la conquista electoral del poder, aunque la historia muestra cómo los avances en cualquiera de las dos vías conducían, del mismo modo e ineluctablemente, a asonadas militares o invasiones desde el exterior que daban al traste con ellos. Los ejemplos pueden multiplicarse por todo el continente, y sólo la Revolución cubana aparece como un raro éxito ante estas maquinaciones. Éste es el marco general que se sintetiza en primer lugar en el libro, poniendo las bases para el análisis que viene a continuación.
La independencia de Colombia, arrancada a la corona de España en noviembre de 1820, supuso la toma del poder por los caudillos criollos que la promovieron, que pasaron a convertirse en latifundistas, caciques y gamonales, pues propietarios de ejércitos privados a su servicio, expropiaron a indios y campesinos, haciéndose dueños del país e inaugurando tácticas que siguen vivas en el paramilitarismo de hoy día. El siglo XIX verá una sucesión interminable de sangrientas guerras civiles entre estos personajes, que con etiqueta de liberales o conservadores, centralistas o federalistas, van a disputarse la supremacía. Con un país que es propiedad de un puñado de familias, se entiende fácilmente que el problema de la tierra es la clave, y que la paz es imposible sin una reforma agraria que ponga fin a los ultrajes seculares.
Otro elemento esencial a tener en cuenta es la resistencia sindicalista que desde mediados del siglo XIX toma forma en Colombia, si bien no es muy intensa en un principio. Un hito importante en estas luchas fue la huelga de los obreros bananeros en Ciénaga, Magdalena, en diciembre de 1928, que se saldó con miles de muertos entre los que sólo demandaban un alivio a la miseria en que vivían. La represión fue salvaje desde entonces, y el 9 de abril de 1948, el asesinato del líder del Partido Liberal Jorge Eliécer Gaitán, un hombre muy comprometido con los más desfavorecidos, desató el conocido como Bogotazo, la furia popular espontánea más impresionante del siglo XX. A partir de aquellos hechos, muchos campesinos liberales comenzaron una insurrección armada, ante lo inútil de la acción política.
La situación de guerra civil creada, con centenares de miles de muertos, se prolongó hasta el golpe de estado del general Gustavo Rojas Pinilla, en 1953, el cual, con promesas de “Paz, Justicia y Libertad”, consiguió que las guerrillas liberales se desarmaran. Luego muchos líderes de éstas fueron masacrados (a lo mejor la historia les suena). Como una dictadura es una cosa muy fea, la siguiente estrategia de las élites fue pactar, en 1957 y con referéndum incluido, un “Frente Nacional”, un retorno a un simulacro de democracia en el que liberales y conservadores se repartirían periódicamente el poder para que todo siguiera igual, pero pareciera homologable con el “mundo libre” en aquellos años de guerra fría.
Nuevo ciclo de protestas: las guerrillas comunistas
Con la trágica pantomima de la “pacificación” no se había eliminado la madre de todos los problemas, que no era, ni sigue siendo otra a día de hoy, que la desposesión de las masas campesinas, y así los años 60 vieron un nuevo ciclo de insurrecciones, aunque esta vez sus protagonistas enarbolaron banderas comunistas. En 1984 el presidente Belisario Betancourt trató de acordar la paz, pero sus intenciones fueron torpedeadas por las clases propietarias y siguieron la lucha y la represión. Por si ello fuera poco, en esta época la producción de cocaína, cuya demanda crecía exponencialmente en los Estados Unidos, se convirtió en una fuente de recursos esencial del país y los narcotraficantes añadieron más violencia aún a la ya existente.
En 1990, el recién electo César Gaviria logró atraer a algunos grupos guerrilleros a una negociación, y en 1991 pudo vender una apariencia de cambio con una nueva constitución. Sin embargo, las principales guerrillas, como las FARC, no se plegaron a las exigencias gubernamentales y la paz no llegó. Tampoco tuvieron éxito las conversaciones del Caguán, con el presidente Andrés Pastrana, entre 1998 y 2002.
A partir del acceso al poder de Álvaro Uribe en 2002, y a rebufo de la política antiterrorista global tras el 11-S, lo que se emprende en Colombia es una guerra de exterminio contra los insurgentes, sus familias y la sociedad en general, con los “falsos positivos”, por ejemplo, en la que se va a recurrir a todas las atrocidades imaginables. Higuita nos recuerda la trayectoria anterior de este personaje, marcada por políticas antisociales y denuncias de colaboración con el cártel de Medellín.
Los acuerdos de La Habana: paz fallida y derrota estratégica
En 2012, el presidente Juan Manuel Santos abre un nuevo diálogo con las FARC en La Habana, no sin antes apurar una estrategia represiva extrema, que incluyó el asesinato de Alfonso Cano, máximo dirigente de la guerrilla en noviembre de 2011. Higuita disecciona lo negociado en Cuba y llega a la conclusión de que ninguna concesión se hizo por el gobierno en el sentido de moderar su deriva neoliberal. Se trataba sólo de desmovilizar y desarmar a las FARC, ofreciendo a cambio algunas contrapartidas en materia de liberación de presos y derechos políticos en las que ha habido un grado de incumplimiento notable.
El resultado es que el proyecto histórico de las FARC ha sido derrotado. Las que nacieron en 1964, en un mundo bipolar, para combatir la explotación secular de los campesinos colombianos, no pudieron resistir la larga y enconada lucha con un enemigo muy superior en efectivos, dispuesto a todo, y capaz además de movilizar a su favor, con sus poderosos medios de propaganda, a una parte importante del país. No se augura tampoco un futuro brillante al partido político que emerge de la disolución de las FARC, menguado de fuerzas, dividido, y enfrentado a una intensa manipulación en su contra de la opinión pública.
Resumiendo lo ocurrido, puede decirse que las clases propietarias de Colombia tienen dos tendencias que se identifican en su objetivo de eliminar la insurgencia, pero en los últimos tiempos se dividieron los papeles. Así, el sector financiero (Santos) combinó la acción militar con el dialogo, y cuando eso condujo al desarme de las FARC, el sector latifundista (Duque) completó la tarea haciendo trizas lo acordado.
La única opción en esta coyuntura extremadamente difícil tal vez sea, según Higuita, tratar de constituir un amplio movimiento social que integre a todos los perjudicados por las políticas de los sucesivos gobiernos: indígenas, campesinos desposeídos o desplazados y proletariado urbano precarizado, un movimiento, en palabras del autor, “de carácter nacional, amplio, pluriétnico y diverso, más horizontal que vertical, que aglutine y articule las históricas reivindicaciones del campo con las de las ciudades.” Es ésta una labor difícil, pero impostergable.
Hay que agradecer a Oto Higuita y Ediciones Dyskolo todo el trabajo que fructifica en El fracaso de los acuerdos de paz en Colombia. El libro nos aporta datos y reflexiones imprescindibles para romper el muro de desinformación que tejen los mass media y atisbar, en su sucia y sangrienta complejidad, los manejos de una oligarquía que lleva siglos imponiéndose por el terror y el engaño.