Primera versión en Rebelión el 15 de febrero de 2017
Frente a los eternos rebrotes de un pensamiento nacionalista que entiende la historia como algo explicable y valorable sólo en su propio contexto cultural, el profesor Akira Iriye, de la universidad de Harvard, defiende en su prefacio a El holocausto asiático la posibilidad y necesidad de un estudio abierto a referencias humanas universales y capaz de enjuiciar los hechos del pasado con esta perspectiva. En busca de ese “hilo común” que trasciende culturas y naciones, el historiador y documentalista británico Laurence Rees se propone en este libro publicado en 2001 (última versión española en Crítica, 2009, trad. de Ferran Esteve) un análisis e intento de explicación causal de los crímenes japoneses durante la Segunda guerra mundial, a partir sobre todo de entrevistas a sus protagonistas. No son muy conocidas hoy día, pero estamos hablando de atrocidades que superan en número y crueldad a las cometidas en Europa en aquellos mismos años.
Rees nos recuerda los profundos cambios que se produjeron en Japón en la segunda mitad del siglo XIX, cuando tras siglos de aislamiento, el emperador Meiji potencia de forma simultánea la industrialización del país y la institución imperial. La modernización se enfrentaba con un obstáculo importante en la ausencia de colonias, y pronto Corea, Taiwán y el imperio ruso se convirtieron en objetivo del expansionismo japonés. Hay que señalar, sin embargo, que tras la guerra ruso-japonesa de 1904 y la Primera guerra mundial, los prisioneros rusos y alemanes fueron tratados con amabilidad en su cautiverio japonés. Era ese un momento en que Japón buscaba un lugar entre las naciones avanzadas y la imagen a cultivar entre los europeos era esencial. Un edicto imperial de 1880 estipulaba que las fuerzas armadas japonesas debían tratar a sus prisioneros con respeto.
Convertido en un ser divino, el emperador era por entonces la referencia fundamental en la vida de sus súbditos. Hirohito, nieto de Meiji, accede a este inmenso poder en diciembre de 1926, y muy pronto, militares y políticos de derechas, liderados todos por él, asumen una política militarista y expansiva. La invasión de Manchuria en 1931, con la constitución de un estado-títere el año siguiente, fue el primer paso, mientras se emprendía la formación de un gran ejército en el que la violencia física sobre los soldados era inhumana y su sometimiento psicológico se sustentaba en la humillación de su familia si faltaban a su deber. La obediencia al emperador divino era la base de todo el edificio.
La progresiva expansión japonesa en China dio lugar en julio de 1937 a un conflicto abierto en el que las atrocidades de los japoneses, que utilizaron armas químicas y bacteriológicas, fueron algo cotidiano, y alcanzaron su clímax en diciembre de ese año en Nankín con una orgía de fuego y sangre que causó centenares de miles de víctimas civiles. Estos crímenes, que incluían el asesinato de prisioneros en prácticas con armas y experimentos de vivisección, eran resultado sobre todo del convencimiento que se inculcaba a los militares japoneses de librar batalla con seres inferiores, no humanos, y revelan una obediencia escrupulosa de las instrucciones recibidas y sumisión a la voluntad divina del emperador: “La primera vez te sientes mal, pero que te honren y te felicitan te infunde ánimos para hacerlo de nuevo”. Algunos violadores y asesinos confesos que fueron apresados por los chinos y sorprendentemente no fueron ejecutados regresaron a Japón en los años 50 y pudieron aportar sus testimonios en el libro. Respecto a la responsabilidad del propio emperador en todo esto, la discusión de hasta qué punto sabía no tiene mucho sentido, pues en ningún caso puede considerársele tan imbécil como para dejar de ser un canalla.
La guerra con Occidente fue el siguiente escenario de la tragedia comenzada en 1931. La voluntad de expansión de los japoneses los lleva a una alianza con Alemania e Italia, con quienes compartían enemigos, y tras los éxitos iniciales de la Operación Barbarroja no dudan en ir a una confrontación abierta con las potencias occidentales atacando Pearl Harbor. La fulminante conquista de Hong Kong, Filipinas y todo el sudeste de Asia ha de entenderse como una acometida a un adversario reconocido como superior, en busca de una paz rápida y ventajosa. En estos primeros meses de lucha, los japoneses hicieron cerca de cien mil prisioneros, que según los testimonios de algunos de los supervivientes recogidos en el libro, fueron sometidos a condiciones de una extrema brutalidad. Lo mismo puede decirse del trato dado a la población de las regiones ocupadas. La crueldad fue en aumento con el desarrollo de la guerra y el declinar de las posibilidades de una victoria japonesa. En este sentido, los datos aportados sobre prácticas generalizadas de canibalismo, en ocasiones no forzado por el hambre, en Nueva Guinea son estremecedores.
Los norteamericanos toman la iniciativa tras el punto de inflexión de Midway (junio de 1942), donde hunden cuatro portaaviones japoneses, y a comienzos de 1943 tienen ya una base de operaciones consolidada en Guadalcanal (islas Salomón). Hirohito forzó a partir de entonces una lucha desesperada por una victoria que le permitiera salvar la institución que encarnaba. Se sirvió para ello del código de honor japonés, que no contemplaba la rendición como una opción posible, mientras que la muerte al servicio del dios-emperador era el medio para compartir su condición divina. Los kamikazes son el ejemplo más conocido de a dónde llevó este fanatismo poco después, pero ya en julio de 1944 en Saipán (Marianas), los civiles japoneses, mujeres y niños incluidos, buscaron la muerte arrojándose desde un acantilado ante la inminente ocupación de la isla. A partir de ese momento los suicidios de civiles fueron comunes, pero sólo en las islas con guarnición militar.
Tras los salvajes ataques a ciudades japonesas con bombas incendiarias a comienzos de 1945, Hirohito sigue obsesionado por buscar la quimérica victoria que salve la monarquía. Su arma favorita son los kamikazes, jóvenes a los que fuerza a inmolarse sobre todo el miedo al rechazo del grupo, como muestran las entrevistas realizadas a supervivientes. En verano, con la ocupación de Okinawa, la derrota resulta ya inevitable, pero las condiciones que ofrecen los japoneses para una capitulación son inaceptables. Por fin, tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y sabiendo que se le dejaría seguir en el trono, Hirohito, contra la opinión de algunos de sus militares, acepta la rendición. De esta forma, metamorfoseado en monarca constitucional, permanecerá al frente del estado hasta su fallecimiento en 1989.
Toda la política imperialista del Japón entre 1931 y 1945 es ejecutada por un sistema social rígidamente autoritario y basado en la ideología del geri, el deber ético insoslayable que impone el grupo y al otro lado del cual existen sólo la deshonra y la exclusión. En este sentido, resulta sorprendente que el único elemento que podemos considerar “libre” en este esquema, situado en su cúspide, el emperador divino, clave de bóveda de todos los desmanes cometidos, es precisamente el que se reutiliza, sin que se le atribuya ninguna responsabilidad, para consolidar el nuevo orden establecido tras la ocupación. Es difícil hallar otro episodio en la historia universal de la infamia que arrastre más abajo los símbolos de la democracia burguesa.
Laurence Rees reconoce al final del libro que la conclusión alcanzada en él, tras centenares de conversaciones con los protagonistas de los hechos, no es la que esperaba. Los “peores asesinos” resultan ser paradójicamente las personas más “normales”, las más dóciles y aplicadas ante los dictados del poder, las que habitualmente consideraríamos “buena gente”, y no las conflictivas o antisociales. Es esta la misma “banalidad del mal” que ha sido constatada en otros casos y sólo se puede concluir que la borreguez del ser humano parece ser una de sus condiciones innatas y alumbra perspectivas inquietantes a cada momento.
El holocausto asiático, repleto de experiencias al límite, provoca una reflexión incómoda sobre nuestra propia naturaleza, y honra la memoria de las víctimas de uno de los capítulos más terribles y desconocidos de la Segunda guerra mundial.