Primera versión en Rebelión el 26 de agosto de 2020
En su última novela, Diego Medrano parte de un suceso histórico, un asesinato ocurrido en Gijón a mediados de los 70, para levantar una trama de ficción hilarante y satírica, con sabrosos apuntes del natural. Pero tras disfrutar en ella la facundia erudita y la risa del esperpento, hay que estar atentos a los mensajes que guarda sobre el sentido y los peligros de la extraña representación del mundo que llamamos literatura.
Alberto Alonso Blanco, bautizado Rambal por su parecido con el actor de este apellido, era un personaje cotidiano y afable del barrio pesquero de Cimadevilla en Gijón, del que nadie ignoraba sus actividades nocturnas de transformista en locales de neón, matarratas y alterne. En las tinieblas del franquismo no esconder la homosexualidad era un reto, pero lo cierto es que casi todos querían y respetaban a alguien que era madre de todos los huérfanos, hombro amigo de todas las lágrimas y el primero siempre en ayudar al prójimo. Su asesinato una noche de abril de 1976 conmocionó la ciudad, y el hecho de que sus asesinos nunca fueran puestos ante la justicia resultó campo abonado para los rumores. Se llegó a hablar de personajes importantes implicados, y aunque los detalles de la investigación policial apuntan a la culpabilidad de dos hermanos, delincuentes habituales del barrio que no pudieron ser procesados por falta de pruebas, a día de hoy todas las hipótesis siguen abiertas. Convertido en leyenda tras su trágica muerte con sólo cuarenta y siete años de edad, Rambal pervive en su Gijón y es recordado con afecto en múltiples obras literarias y musicales.
Diego Medrano (Oviedo, 1978) comenzó estudios de filosofía en la Universidad de Oviedo, pero sintiéndose “como Oscar Wilde en prisión”, según explica él mismo, los dejó pronto para dedicarse en cuerpo y alma a la escritura. Su producción arranca con una correspondencia con Leopoldo María Panero: Los héroes inútiles (2005) y una novela: El clítoris de Camille (2006), para desplegarse luego torrencial y copiosa, sin despreciar género alguno y marcada por un estilo inconfundible, generoso de citas y tapizado de metáforas, con sus mejores referencias en el barroco español y el simbolismo francés. Su encuentro con la historia del transformista de Cimadevilla trajo como fruto una novela coral y polifónica: El raro crimen de Rambal (Carena, 2019), prontuario de sus obsesiones en el que trata de enfocar la realidad a través de la literatura, y texto abierto también, de múltiples lecturas, palimpsesto que promete mensajes ocultos.
De crímenes y testimonios insólitos
El relato se sustenta en una estructura argumental nada compleja. El protagonista-narrador es Alfonso Guimil, un escritor que llega a Asturias buscando información sobre Rubén Panizo, estudiante de humanidades muerto recientemente en circunstancias extrañas. Sus pesquisas lo llevan a averiguar que Panizo, obsesionado por el crimen de Rambal, proyectaba construir sobre él una gran novela que lo hiciera famoso. Con el fin de ir desenmarañando los hilos de la trama, Guimil entrevista en Oviedo, y después en Gijón, a una galería de personajes entre los que termina apareciendo el asesino de Panizo, que lo es también de Rambal. Hay tiempo además para que el protagonista sea blanco de las flechas de Cupido, y para que logre esquivarlas tras una iluminación libertaria que le llega sólo justo al final de la obra. Ésta recoge rasgos del Rambal histórico, pero es más que nada una ficción literaria, hilvanada con la espléndida prosa y el estilo peculiar de Medrano.
Los veinticuatro capítulos se dedican sobre todo a que Guimil nos describa sus impresiones en los sucesivos careos con quienes trataron a Panizo. Desfilan así ante nosotros gentes de toda edad y condición, seres que hasta que abren la boca podrían pasar por conciudadanos nuestros más o menos normales: un expolicía y una travesti, ricachones de Somió, el barrio acaudalado de Gijón, una anciana, inmigrantes de Europa oriental, dueños de bares y tugurios, una pescadera y su hijo pintor, profesores universitarios, periodistas, un gigante y un enano.
Los miembros de esta cofradía nos ofrecen imágenes arquetípicas de tipos de hoy mismo, trazadas con fino instinto caricaturesco y un humor restallante que nos hace reír a cada paso. Físicamente no hay en ellos nada demasiado especial, ni tampoco en su comportamiento. Sin embargo, en cuanto empiezan a hablar comprendemos que están marcados por una extraña pasión que los absorbe; todos ellos, aparte de sus variopintas ocupaciones, manifiestan vivir de, por y para la literatura y el arte, lo que los lleva a exponer sus argumentos enhebrando sin desmayo aforismos y citas que resultan ser como su peculiar forma de respiración. Sus monólogos tratan de interpretar todo a través de estos axiomas, y su cantinela obsesiva configura el paisaje de un planeta desolado en el que la materia y el espíritu han muerto y sólo existen los libros, soporte auténtico, vital y exquisito de todo. Es un mundo regido por literatos y artistas, sumos sacerdotes, y habitado por los que se alimentan recogiendo migajas de su genio.
“Leíamos porque necesitábamos tener nuestros dioses”. Los fogonazos se suceden. Va una breve antología personal de hechizos: “El éxito es lo que nos da confianza para poner en práctica todo lo que el fracaso nos ha enseñado previamente”. “La confianza en la bondad ajena es el mayor testimonio de la propia bondad que puede haber”. “Los que debieran ser artistas se han convertido en artesanos de la palabra o en lingüistas más o menos cuidadosos con la misma”. “El artesano construye según unas leyes, pero es el artista el que las descubre”. Taj Majal, la travesti que quiere ser madre, increpa al protagonista: “Saque la pirula, venga. Los niños son reflejos de la bondad olvidada de los adultos. Son mensajes que enviamos al futuro”. “El escritor debe desaparecer y explicarse en sus libros”. “La belleza geometriza y la suciedad limpia”. “El matrimonio es como un ataúd, y cada hijo un clavo más; lo descubrirá cuando los tenga y, si es listo, no los tendrá jamás”. Y por fin para mí la perla definitiva: “La literatura sólo es buena cuando es puro delito.”
Catarsis por la escritura
Medrano, obsesivo y cargado de energía, nos invita a visitar las ruinas de una civilización extinguida. Personajes enfermos de literatura (todo citas, todo soledad) se apropian del pensamiento de otros como un talismán, sin darse cuenta de que la verdad que resplandece en una hoja impresa tiene muchas veces demasiado de pirotecnia. Lo comprobamos cuando se suceden “verdades contradictorias” que nos dejan mudos y perplejos. Qué nos dicen en realidad estas gentes con su locuacidad. ¿Huyen tal vez de algo?
Para qué sirve la literatura. Cómo descifrar los parlamentos de esos seres perdidos en su ruta iniciática. El protagonista, alcohólico abstinente en la primera parte de la obra, reincide en el capítulo XVI y sus reflexiones a raíz de ello arrojan luz sobre el sentido de todo. Sólo entonces alcanza a comprender la indiscutible prioridad de la vida sobre cualquiera de sus representaciones, o en sus propias palabras, la necesidad de “negar la literatura por medio de la risa”. En ese momento, queda claro que todos los personajes borrachos de ilustración que pueblan el libro se deslumbran con una visión fantasmal de la sabiduría, y vemos el precio que se paga por entregar el alma a la trampa y el bullicio del lenguaje, a “la ceguera de la escritura” en expresión de Guimil.
Tras esta revelación, accedemos a una capa más profunda del palimpsesto, y los habitantes histriónicos del relato, oficiantes obsesos, náufragos de la lectura, insectos hechizados por luces espirituales, comienzan a decirnos cosas nuevas aunque usen las mismas palabras de antes. La poderosa risa se transfigura en catarsis y nos regala al fin la perspectiva más correcta para lidiar con lo que ocurre. Por medio de ella, contemplamos y leemos el epitafio de un mundo convertido en tablado para sutilezas del intelecto y reñidero de gallos académicos y pedantes.
Hay una lección fundamental que aprender a través de las liturgias del conocimiento enlatado: desengaño en Bouvard y Pécuchet, sátiras de Juvenal y Quevedo, risa estentórea en Rabelais, Cervantes y Hašek, esperpentos de Valle, piruetas verbales y juegos de Ramón: a fin de cuentas, siempre, desnudamiento del mito cultural en el crisol divino del humor, arte de estilizar y estirar lo real para alumbrar el desastre, locura de mar encrespado contra la desfachatez de los usurpadores y su reino de sombras, apoteosis de héroes ridículos en los que los alardes de la inteligencia parodian su derrota.
Diego Medrano nos lo deja bien claro con El raro crimen de Rambal, polifonía de voces eruditas para reír y abolir la superstición más refinada, la de las hojas impresas. Una hoja viva que miremos con inocencia y humildad nos dará siempre más sabiduría que toda la que cabe en los odres académicos y canónicos. Humor y libertad para siempre y para todos. Ése es sin duda el mensaje que esconde el palimpsesto.