Versión anterior en Literaturas.com en septiembrede 2013
Yevguenia Semiónovna Ginzburg (1904-1977) era una profesora de la Universidad de Kazán, miembro del Partido Comunista y especializada en Historia del Leninismo, que en 1937 se vio envuelta en la ola represiva desatada por el asesinato de Serguéi Kírov. Como para muchos otros comunistas y ciudadanos de la URSS en general, comenzaría para ella este año un calvario que la llevaría a sufrir los rigores más extremos de la represión estalinista. Rehabilitada en 1955, trabajó en Moscú como periodista y reunió sus memorias en un volumen (Krutói marshrut, Penoso viaje), que fue publicado en el extranjero y traducido a diversas lenguas antes de poder ser editado en la URSS tras la muerte de su autora. A finales de 1967, apareció ya una primera versión castellana de la obra (El vértigo, Noguer, traducción de Fernando Gutiérrez), que sólo incluía su primera parte. La segunda aparecería después (El cielo de Siberia, Argos Vergara, 1980, traducción de Enrique Sordo) y posteriormente las mismas versiones fueron reunidas en un único volumen (El vértigo, Galaxia Gutenberg, 2005), que incorporaba además un prólogo de Antonio Muñoz Molina, dedicado sobre todo a glosar la maldad intrínseca del comunismo, “un régimen homicida consagrado desde su mismo origen a una guerra sin misericordia contra sus mismos súbditos”. Este es el libro que se ha reeditado ahora en rústica. El relato de esta pacífica madre de familia que se sabía toda la poesía de Pushkin de memoria y conoció a fondo el espanto de los campos de Kolymá constituye sin duda uno de los testimonios literarios más sobresalientes sobre la vida y la psicología de los hombres y mujeres que sufrieron el Gulag.
El arranque de la obra nos describe la llegada a Kazán de la noticia del asesinato de Kírov (1934). La desaparición del líder del partido en Leningrado, al que muchos veían como un contrapeso a la concentración de poder en manos de Stalin, produce consternación entre los comunistas de la ciudad, que barruntan una oscura conspiración y se preparan para lo peor. A los pocos días, Pravda comienza a informar de detenciones que se extienden progresivamente en círculos concéntricos. Haber colaborado en una revista (Tartaria roja) con un supuesto “agente trotskista” acaba convirtiéndose en prueba de cargo contra una estupefacta Yevguenia, que es acusada e interrogada sin piedad. El 7 de febrero de 1937 es expulsada del partido y ocho días después es detenida. Acorralada, vejada e insultada, niega todas las absurdas acusaciones. Su primera residencia es el sótano del Lago Negro, la Lubianka de Kazán, cárcel para presos políticos. Allí comienza una peregrinación que la lleva poco después a conocer la cárcel de la calle Krasin, todavía en Kazán, antigua prisión que había acogido a los hombres de Pugachov, y la Butyrka y la Lafórtova moscovitas. En esta última tiene lugar el juicio el 1 de agosto de 1937, en el que por “su participación en un grupo clandestino terrorista y haberse propuesto la restauración del capitalismo”, es condenada a “diez años de cárcel y rigurosa reclusión”. Preparada para lo peor, Yevguenia acoge la noticia con optimismo.
Trasladada a la cárcel de Yaroslavl, al nordeste de Moscú, construida por Nicolás II después de la abortada revolución de 1905 para los detenidos políticos más importantes, permanece allí dos años, y tiene la suerte de compartir celda durante ese tiempo con una vieja conocida de Kazán, Yulia Karpova, que mitiga con su optimismo las sombrías elucubraciones de Yevguenia. En julio de 1939, un cambio en la política penitenciaria hace que las reclusas sean destinadas a trabajos forzados en Siberia. Estos años de cárcel fueron una dura experiencia. Las condiciones insalubres, la nauseabunda alimentación y las celdas de castigo que se prodigaban sin ninguna justificación están a punto de costarle la vida, mientras ve cómo la locura y la muerte triunfan a su alrededor. Pero son los años también del aprendizaje de ciencias inestimables, por ejemplo la comunicación entre celdas por medio de golpes en la pared, que permiten un ágil flujo de información. Así se entera de los relevos en el poder y las detenciones de dirigentes, y se las arregla incluso para tener noticias de los suyos. En los períodos en que comparte celda con otras reclusas, el relato nos acerca a las mujeres hacinadas en el aluvión represivo, ortodoxas comunistas que se niegan a ver lo evidente, socialrevolucionarias y mencheviques, profesoras universitarias de todas disciplinas imaginables y campesinas casi analfabetas. Son tipos humanos donde podemos hallarlo todo y todo se nos describe, incluidas la traición más abyecta y el heroísmo anónimo, que dignifica la condición humana. En esta época de cárcel, Yevguenia se refugia en los escasos libros que les permiten leer, y sobre todo en la poesía, aprovechando su rara cualidad de conocer de memoria decenas de libros. Los grandes poetas rusos se convierten así en íntimos amigos que vierten en su oído dulces palabras reconfortantes en los momentos más desesperados.
En julio de 1939 viaja hasta Vladivostok hacinada con otras reclusas en el séptimo vagón, un viejo vagón de mercancías rojo purpúreo marcado “utensilios especiales” con grandes letras de tiza. Nuevos retratos de mujeres enriquecen el relato. Es el rostro de la desesperación, la enfermedad y la muerte, y también de la esperanza de ir hacia lo desconocido, y de pensar que lo grotesco de tantas condenas absurdas puede finalizar en cualquier momento, como lo hace una pesadilla. El relato se completa a veces con una breve descripción del destino que esperaba a algunas de estas mujeres en Siberia, en los casos en que éste llegó a ser conocido por la autora. Yevguenia entretiene a sus compañeras con interminables recitados líricos. Las mujeres son sometidas durante el viaje a un inexplicable régimen de sed, con un vaso de agua al día para todas sus necesidades. En una perdida estación de los Urales, por un error, el respiradero del vagón queda abierto en una parada: “El espectáculo más penoso era ver el grifo semiabierto y el agua que corría (…) Una mano que apretaba un vaso de barro salió por una rendija del respiradero”. Las mujeres que dormitaban en la estación junto a unos cubos de pepinillos se desvivieron entonces para ayudar a las presas: “Manos quemadas por el viento, callosas, se alargaron por el respiradero del séptimo vagón llevando pepinillos salados, trozos de pan…”
En Vladivostok son llevadas en formación al campo de tránsito y allí empiezan a conocer los círculos infernales de la deportación, las fronteras que separan a las privilegiadas comunes y las políticas, y dentro de éstas, sus diversas categorías. En agosto de 1939 llegan en el sollado de un barco a Mágadan, en cuyo “Hospital para deportados” Yevguenia es salvada de la muerte por la doctora Anguelina Vasílievna Klimenko, que con comida abundante e inyecciones consigue curarla de la avitaminosis que la había puesto a las puertas de la muerte. Enviada a la zona femenina del campo, en el invierno de 1939-40 es forzada a un trabajo inútil y agotador: “Atacábamos con los picos el hielo perpetuo de la tierra de Kolymá”. En un número atrasado de Pravda, las deportadas tienen noticia del pacto germano-soviético. Yevguenia poco a poco comienza a dominar los trucos de la difícil vida en el campo y con pequeños favores va haciendo amistades que mejoran su situación en algunos momentos. Así consigue ser encargada de trabajos de limpieza bajo techo. En otras épocas, conoce labores terribles como la tala de árboles en la taigá en el funesto “kilómetro 7”.
Ya en El cielo de Siberia, la segunda parte de la obra, Yevguenia nos describe su trabajo durante 1940 en la casa de infancia del campo de Yelguen, donde la llevan los buenos oficios de un médico que pasa visita a las “leñadoras” del kilómetro 7. Allí permanece hasta 1941, en un mundo entrañable y desolador de pañales mojados, papillas y biberones. Con el estallido de la guerra se endurecen las condiciones de los reclusos y es enviada a realizar faenas agrícolas. Poco después trabaja como aserradora, labor que hace compatible a media jornada con la de enfermera. Ahora le toca a ella repartir dispensas para el trabajo, lo que le crea problemas de conciencia. En la primavera de 1942 es destinada a la granja lechera: “Cada tarde lo esencial de mi trabajo consistía en dar masajes en las manos a las ordeñadoras, en vendar sus dedos tumefactos, resquebrajados y casi sangrantes. Con las ordeñadoras entraban en la pequeña enfermería cálidos vahos del establo, suaves quejas por el retraso en la distribución de los piensos y los divertidos nombres de las terneras y los chotos recién nacidos.” En poco tiempo, regresa a la taigá, donde compatibiliza la siega de heno con la asistencia sanitaria a un deshumanizado grupo de delincuentes comunes, pero en breve es trasladada para seguir haciendo lo mismo en otro lugar. Allí es feliz porque “no había delincuentes comunes. Sólo la buena gente normal: espías, saboteadores, terroristas.” Sus amigos de la granja consiguen que regrese a ella, donde pasa a ocuparse de las gallinas.
En 1944 consigue un buen puesto de enfermera, pero poco después recibe la noticia más dolorosa, la de la muerte de Aliosha, su primogénito, y su marido (esta última al fin resultaría no ser cierta). En esta época se alimenta de pan de maíz americano. Las condiciones del campo se humanizan. Es entonces cuando, por una pequeña infracción, es confinada a uno de los lugares más terribles, las minas de calcita de Izvestkovaya, una leprosería de personajes terribles, asesinos y delincuentes de toda laya. No obstante, sus amigos de nuevo se mueven y consiguen que sea enviada como enfermera al hospital de reclusas de Taskan. Allí conoce a un médico de origen alemán, Antón Walter, un devoto católico, erudito y con una profunda filosofía de la vida, que pronto se convertirá en su segundo marido. La vida en Tasken es mucho más llevadera y disfruta de la amistad del director del campo, un hombre amable que trata de que las condiciones de los reclusos sean las mejores posibles.
En Tasken permanece un año, hasta que un día se le ocurre hospitalizar a un moribundo en la sala de mujeres del hospital al no haber sitio en la de hombres. Descubierto el desaguisado, es trasladada de nuevo, esta vez, merced a los amigos que se mueven por ella, al hospital central de Belichié, un auténtico ascenso. Allí trabaja con jóvenes tuberculosos: “Muchachos hechos para vivir pero que morían. Morían cada día, cada noche, luchando contra la muerte desesperadamente, con la firme voluntad de vencerla. (…) Cuando, mucho después, traté de contar todos los hombres que habían muerto entre mis brazos, todos los últimos suspiros que había recogido, la cifra se aproximaba a mil…” Corre ya el año 1946. En esta época, a Yevguenia le toca asistir como enfermera a algunos de sus verdugos más despiadados de la época de su encarcelamiento, moribundos triturados por la misma máquina infernal a la que sirvieron, destrozados en cuerpo y alma tras su estancia en las minas. Estos hombres conocen ahora el remordimiento más venenoso, el que ataca contemplando los ojos de las víctimas de antaño que sobrevivieron. Y ante la tortura insoportable, surge el perdón de lo más hondo y noble del alma, como un bálsamo que aniquila las ofensas.
El 15 de febrero de 1947 termina teóricamente su condena. Aguarda ansiosamente, pues se prodigaban a la sazón injustificadas prórrogas “hasta nueva orden”, pero al fin tiene suerte y en la fecha prevista es liberada. Acude a Taskan, para aguardar allí junto a Antón los seis años que le quedan a él. No obstante, al poco Antón es destinado a las minas de Shturmovói y ella decide ir a Mágadan para esperarle junto a Yulia, su compañera de reclusión en Yaroslavl, que ahora vive allí. Tras ocho años sin verse, el encuentro entre las dos mujeres es emocionante. Primero trabaja con ella en un taller que ha organizado, pero poco después consigue ser nombrada para un puesto de maestra y profesora de música, donde conoce los extremos a que ha llegado el culto a la personalidad. Su preocupación es traer a Vasia, el hijo que le queda, a Mágadan. Al final de 1947, con la reforma monetaria, la gente pierde sus ahorros. Afecta a los libres, funcionarios, etc. Ex reclusas como ella y Yulia, se mueren de risa.
El 9 de octubre de 1947 abraza a su hijo Vasia, cuyo viaje a Mágadan ha conseguido trabajosamente que sea autorizado y ese año adopta también a una pequeña huérfana, Tonia, pero la ola represiva de 1949 da con ella de nuevo en la cárcel. Se especula sobre las razones de las detenciones hasta que descubren estupefactos que se está deteniendo a todos los ex zeká que viven su precaria libertad en Kolymá por orden alfabético. El sufrimiento y el anhelo desesperado de comprender de sus primeros años carcelarios se trasforman ahora en una pura sensación de asco. También han cambiado los modos de los inquisidores y la crueldad refinada de antaño ha dejado lugar a un frío burocratismo. Afortunadamente, esta vez la cosa no va a mayores y es puesta en libertad en poco tiempo, condenada “solamente” a confinamiento perpetuo en la región de Kolymá.
A principios de 1950, debe despedirse de Vasia que va al continente a continuar sus estudios, y en 1951 contrae matrimonio con Walter, que con una cura afortunada a un pez gordo ha conseguido librarse de los dos años de condena que le quedaban. Una indiscreta crítica al gran timonel ante un “amigo” que en realidad era un confidente de la policía motiva que Yevguenia y Antón sean expulsados de sus trabajos. Como en los peores tiempos esperan angustiados el desenlace. Dolorosamente arreglan sus cosas, venden todo lo vendible y giran el dinero a Vasia para que pueda continuar sus estudios, buscan unos nuevos padres para Tonia y aguardan… Justo esos días la radio transmite música de Bach. Stalin acaba de morir.
Los modos en las alturas cambian rápidamente. En la radio y la prensa comienzan a ser habituales cuatro palabras prometedoras “métodos ilegales de instrucción”. Presenta una solicitud y es nombrada profesora de lengua y literatura rusa. Sus primeros alumnos le deparan una ruda sorpresa “¡Dios santo! Ante mí estaban sentados numerosos oficiales del ejército, con sus hombreras doradas y sus brillantes botas. Solamente oficiales: unos cuarenta. (…) Necesitaban obtener el certificado de estudios secundarios, ahora indispensable para ellos.” En agosto de 1954 es abolido el confinamiento y comienza a colaborar en el periódico local. En 1955 realiza un viaje a Moscú con Tonia. Allí habla con viejos conocidos del Gulag y aguarda con ellos la rehabilitación. Una noche Tonia la despierta con un agudo grito de alegría “¡Mamá! ¡Mira! La señora tiene un cine pequeño. Abrí los ojos y así fue como Tonia y yo, unas salvajes de Kolymá, contemplamos por primera vez en nuestra vida un programa de televisión.” El relato termina cuando se le entrega el certificado de rehabilitación.
Las más de ochocientas páginas de minuciosos recuerdos que cristalizan en el libro son fruto de una decisión tenaz: “A lo largo de aquellos dieciocho años, el objeto principal de mi vida era precisamente ese: ¡Recordar para escribir después!” Su privilegiada memoria, capaz de recitar la poesía de Pushkin completa hizo lo demás. En un epílogo del libro, Yevguenia nos descubre algo de la historia de éste. “Comencé a escribir de una forma continuada, capítulo tras capítulo, a partir del año 1959”. Este es el mismo año de la muerte de Antón, al que llega a leer los primeros fragmentos. En 1962, con mucho trabajo hecho en una línea intimista en la que no mediaba ninguna esperanza de publicación, los vientos del XXII congreso del PCUS la empujan a una decisión crucial: “Me pareció que había llegado ya el tan esperado momento en que podría hablar en voz alta y ofrecer mi verídico testimonio a todos los que sinceramente desean que nuestro deshonor y nuestro horror nacionales no vuelvan a repetirse nunca.” Es así como reescribe todo y ofrece la primera parte del libro a revistas como Novi Mir y Iunost. Aunque éstas lo rechazan, la obra se difunde ampliamente gracias al samizdat, la copia y difusión clandestina de ejemplares mecanografiados que existía en la URSS. Es así como el libro llega a ser bien conocido, batiendo todos los récords de esta forma de distribución. El tono conciliador de la primera parte, sobre todo su introducción, deja a paso en la segunda a un crudo y fiel realismo, cuando pierde las esperanzas de ver el libro publicado. Es a finales de 1966, cuando todas las esperanzas de publicación estaban muertas y sepultadas, cuando uno de los ejemplares del samizdat llega a manos de Arnaldo Mondadori en Milán y en poco tiempo aparecen varias ediciones en Occidente. Iliá Ehrenburg le trae algunos ejemplares de ellas de uno de sus viajes. El libro no pudo ser publicado en la URSS hasta 1988, once años después de la muerte de su autora en Moscú.
Yevguenia Ginzburg tiene el don de los grandes narradores y es capaz de hacernos sentir plenas las desdichas de su largo cautiverio, junto a todas las alegrías grandes y pequeñas de su vida. Su prodigiosa memoria es el instrumento para que la lectura de El vértigo despliegue fiel ante nosotros todo el horror del régimen penitenciario de Stalin. Es literatura testimonio con un aroma inconfundible de verdad que se nos ofrece como un viaje imprescindible para llegar a rincones siniestros de la historia del siglo XX que es necesario conocer. Pero será necesario también que más allá de los torpes intentos propagandísticos que acompañan la obra, en forma de prólogos y reseñas tendenciosas, sepamos ver el carácter universal de lo que se nos cuenta. Porque las minas de Kolymá siguen abiertas hoy, explotadas por niños en el África del horror, y los paisajes del libro son también los de las hambrunas del imperialismo y el de la espantosa esclavitud y miseria que permanecen. Lo terrible es que los criminales que alimentan la nefasta propaganda del pensamiento único han encontrado en la “maldad intrínseca del comunismo” una trampa perfecta para dejarnos ciegos en nuestras democracias malolientes de mentiras y manipulación. Más allá de esto, El vértigo, con la colección de vidas destruidas que nos permite contemplar, es un monumento literario que hace resplandecer la dignidad de todas las víctimas de la locura desatada desde el poder.