Primera versión en Rebelión el 18 de julio de 2020
En esta época de comunicación y proyectos sin distancias, la fragmentación lingüística que sufrimos en Europa resulta ciertamente frustrante, aunque hay que decir también que encierra algo positivo, pues nos habla de pueblos que han preservado su identidad y han sabido coexistir sin que se haya producido de momento la imposición de un idioma que condene a los demás a la extinción. Sólo hay que mirar a zonas del mundo “unificadas” en este sentido para comprobar que la facilidad para entenderse suele ser consecuencia de horrores y desgracias de un pasado más o menos lejano.
Teniendo esto en cuenta, podemos plantearnos si esa “ventaja” que logran genocidios y coacciones, podría conseguirse a través de diálogo y consenso que permitieran la adopción de un idioma común. En el análisis de los variados problemas que conlleva esta idea se ha embarcado José Antonio Molina Molina, un físico que también cultiva las humanidades y es autor tanto de artículos de astrofísica como de un manual de lengua española y un libro de sonetos. Un hombre del Renacimiento como él, que no rehúye ninguna esfera del saber, es sin duda el candidato más idóneo para un trabajo con tantas aristas como éste.
Fruto de su esfuerzo es La lengua europea común, su último libro, recién editado por Dyskolo. En su introducción, publicada en Rebelión hace poco, nos deja claro el objetivo que con él se plantea. Una Europa cuya historia está marcada por conflictos y guerras emprende un esperanzador camino de unidad política, pero ¿es realmente viable este proyecto común?, y de serlo, ¿cuáles habían de ser sus instrumentos? Molina reflexiona sobre la identidad europea y concluye la conveniencia de concentrarse en lo que queremos o necesitamos más que en lo que somos, y de poner en la base los intereses de los ciudadanos y no la retórica nacionalista. De su repaso de la historia deduce que existe un patrimonio cultural compartido que fundamenta el proyecto europeo. Cómo avanzar entonces en él e impulsar un futuro de diálogo y resolución pacífica de los conflictos.
Un análisis de los factores que potencian la división entre los habitantes del continente muestra que la diversidad lingüística es el más importante, con lo que se impone la búsqueda de un idioma común que sustente el ideal unitario, coexistiendo eso sí con los que se hablan hoy, a los que de ninguna manera debe renunciarse. En apoyo de esto puede decirse que los datos del Eurobarómetro indican que los ciudadanos europeos creen conveniente esta lengua común, pero sin privilegiar a ninguna de las existentes. ¿Cuál habría de ser entonces la elegida? Resulta razonable, de acuerdo con lo dicho, descartar las lenguas vivas actuales, para no favorecer a unos europeos respecto a otros. También es plausible que el latín, seguro candidato de algunos, no es apropiado por su complejidad. La propuesta de usar idiomas artificiales, como el esperanto o la interlingua, provocará probablemente más debate, pero tras repasar sus limitaciones, Molina concluye que lo más adecuado sería crear una lengua nueva, para la que sugiere el nombre de “eurolengua”.
El idioma debería surgir de los trabajos de un comité internacional de expertos, a los que se encomendaría la tarea de sintetizar los trazos dominantes de las lenguas europeas en otra nueva, simple y fácil de aprender, pero que al mismo tiempo aglutinase la riqueza de expresión oral del continente. Esta fase técnica culminaría con pruebas de asimilación y uso del idioma para perfeccionarlo. Posteriormente, se pasaría a su adopción por los estados e instituciones, siempre consensuada y libremente, y a la fundación de una Academia para preservarlo, pero también para introducir en su estructura y vocabulario los cambios necesarios. Paralelamente, la traducción del acervo literario europeo y el estímulo a la creación acabarían de convertir la eurolengua en un instrumento cultural óptimo.
Molina se detiene a diseñar algunas herramientas para ayudar a la difusión del nuevo idioma y al fortalecimiento del espíritu europeo. Las comunidades clisténicas que propone llevan el nombre de Clístenes, forjador de la democracia ateniense en el siglo VI a. de C., y servirían para hermanar a los escolares de diversas regiones. El ágora de Europa es otro interesante proyecto que aprovecharía la facilidad proporcionada por la eurolengua y las nuevas tecnologías para tejer redes de debate político y democracia directa a través de todo el continente. La irrupción de un instrumento de comunicación como el sugerido, de amplio potencial, libremente asumido y fácil de usar, permite vislumbrar perspectivas de diálogo, solidaridad y trabajo conjunto vitales para consolidar la unión europea.
Concluida la lectura de la obra, uno tiene la impresión de que su autor argumenta con rigor la utilidad y viabilidad de su plan y su enraizamiento en la mejor tradición democrática y en los principios fundacionales y programáticos de la CEE. El trabajo realizado en el diseño del recorrido que podría seguirse ha sido enorme y ha estado bien enfocado. Si la clase política asumiera un proyecto que como vimos coincide con los deseos de los ciudadanos, su éxito estaría garantizado, porque la historia nos demuestra cumplidamente que en asuntos de esta índole la voluntad política es la clave. Un buen ejemplo de que esto es cierto puede ser lo logrado por los sionistas al transformar la antigualla de rabinos y eruditos que había sido durante siglos el idioma hebreo en el vehículo comunicacional de un estado moderno. Traducido a nuestro caso, ello equivaldría a poner a todos los europeos a entenderse fluidamente en latín, y a escuchar en este idioma las crónicas deportivas y la información meteorológica. Con una voluntad política decidida, no hay obstáculos que no puedan ser superados.
La pregunta es entonces si esa voluntad es previsible que se dé en nuestro caso, y aquí es donde, lamentablemente, se adivina que el proyecto puede tropezar con dificultades. El hecho es que la CEE realmente existente es un club económico que hace agua por todas partes, y transformarlo en otra cosa no es tarea sencilla; sus prioridades sabemos bien por dónde van. No hay que olvidar tampoco que el inglés se ha convertido en nuestro tiempo en lingua franca mundial, con lo que las mentes estólidamente pragmáticas que nos gobiernan no es fácil que acepten embarcarse en un proyecto oneroso para solucionar un problema que de facto está resuelto; de mala forma, pero resuelto. Hay que estar también atentos a otras dificultades que pueden surgir. Los grandes estados nación pueden mirar con desconfianza un idioma que daría alas a sus “nacionalistas periféricos” para esquivar el uso de los “idiomas estatales”. Los esperantistas, por su parte, defenderán sin duda su lengua, sin que les falte algo de razón, siendo la suya una tentativa “mundial”, que va más allá de una construcción europea no exenta de cierto carácter nacionalista.
La coherencia y utilidad del proyecto hacen que merezca ser conocido y discutido, aunque las circunstancias actuales presagian que no va a resultar fácil materializarlo. Ante la previsible resistencia de la clase política, un movimiento ciudadano vigoroso que asumiera sus metas y ejerciera toda la presión posible habría de ser sin duda la herramienta más adecuada para avanzar en los objetivos propuestos. En esta era de mercantilismo, dar prioridad a un bien cultural esencial como la lengua pone el dedo en la llaga y cuestiona con plena razón las estrategias que se están siguiendo en la CEE y la llevan por tan mal camino. La lengua europea común de José Antonio Molina Molina abre un debate esperanzador sobre estos aspectos cruciales y ofrece bases sólidas para una unión europea digna de tal nombre.