Primera versión en Literaturas.com (Abril, 2005). El autor agradece a Dmitri S. Shmárev la lectura crítica del texto original.
Hay ocasiones en que existe una coherencia perfecta entre la biografía de un escritor y sus libros, de forma que su peripecia personal llega a antojársenos un volumen más de sus obras completas. En otras, sin embargo, vida y textos siguen patrones y expresan inquietudes distintas. Este último es sin duda el caso de Mijaíl Aleksándrovich Shólojov (1905-1984), autor que se movió siempre en la más estricta ortodoxia soviética, pero que refleja en sus escritos la contradicción entre la fidelidad a un arte realista que llegó a dominar como pocos y la sumisión a los dictados de la propaganda.
Nacido en la tierra cosaca que tan magistralmente retrataría en sus obras, Shólojov dejó muy pronto sus estudios para unirse al Ejército Rojo cuando la guerra civil alcanzó la región del Don. Después del triunfo bolchevique, se estableció en Moscú, donde desempeñó oficios manuales y comenzó su carrera como escritor. Ingresó en el partido comunista en 1932 y en 1937 fue elegido para el parlamento soviético. La publicación de El Don apacible , que consiguió el premio Stalin en 1941, le llevó a convertirse en el escritor más influyente de la Unión Soviética. Shólojov acompañó en 1959 a Nikita Jruschov en su viaje a Europa occidental y Estados Unidos, y en 1961 fue elegido para el Comité Central. Recibió el premio Nóbel de literatura en 1965. En 1980 se habían impreso sesenta y nueve millones de copias de sus obras en ochenta y cuatro idiomas de la Unión Soviética. En sus discursos y escritos periodísticos siempre respaldó las políticas oficiales.
Publica Shólojov El Don apacible entre 1928 y 1940, y resulta sorprendente que un autor de veintitrés años fuera capaz de desplegar el conocimiento de la vida y la madurez literaria que muestra ya la primera parte de esta obra. Pocos casos de novelistas tan precozmente geniales pueden mencionarse en la literatura universal. El de Thomas Mann, que publica Los Buddenbrook con apenas veintiséis años, tal vez sea comparable, pero la diferencia está en que así como la obra del alemán muestra después un progreso hacia el dominio absoluto de la escritura, en el caso de Shólojov el resto de su producción, que abarca obras como Cuentos del Don (1925), Campos roturados (1932, 1960) o Lucharon por la patria (1942), está literariamente muy por debajo de El Don apacible. Son obras dominadas por un maniqueísmo primitivo, con caracteres lineales, y en las que brillan sólo a veces, como destellos lejanos, la poesía y la complejidad humana de la gran epopeya del Don.
Llegó a argumentarse por parte Aleksandr Solzhenitsyn y Roy Medvédev, entre otros, que gran parte de El Don apacible era un plagio de una obra de Fiódor Kryúkov, escritor cosaco muerto en 1920. Esta acusación suscitó una importante controversia en los medios académicos, que parece haberse resuelto hoy día a favor de la autoría de Shólojov. La cuestión que permanece es la de por qué este escritor capaz de sacar adelante una obra genial en su juventud produjo después sólo libros tremendamente mediocres.
Sin duda es el destino de todo escritor debatirse entre llamadas contradictorias. Por un lado, el rumor poderoso de la realidad propone sus argumentos. Escuchar esta voz le empujaré a un camino difícil, pródigo en contradicciones y enfrentamientos. Por otro lado, hay opciones más cómodas. La ideología en el poder le ofrece un cosmos maravillosamente ordenado y al mismo tiempo un pesebre en el que resulta más fácil medrar. Es muy difícil resistirse a esto. Tal vez lo que se evidencia en la disimetría de las obras de Shólojov es precisamente la lucha entre estas dos posibilidades.
En cualquier época son reconocibles entre los escritores las dos castas, la de los dóciles que tratan de agradar a los poderosos a cambio de agasajos, y la de los que denuncian la crueldad del sistema, atentos sobre todo al sufrimiento de los inocentes. Incluso es frecuente ver rasgos de las dos tendencias entremezclarse en un mismo autor. Lo misterioso y especial en el caso de Shólojov es que en él las dos castas convivieron y desarrollaron cualidades extremas dentro de una misma persona.
La gran epopeya del Don
Nacido al sur de Moscú, entre suaves colinas con bosques y campos de cereal que verdean en primavera, no es de extrañar que el Don sea un río apacible. Le falta ese vértigo de la altura que encrespa la juventud de casi todos los grandes ríos. Un embalse recoge las aguas de multitud de arroyos, y el Don surge de allí para correr sin sobresaltos un largo camino hacia el sur, y llegar, caudaloso y manso, a las tierras de esos pobladores eslavos guerreros y cantores que tomaron para sí el nombre de cosacos. La palabra es turca, y viene a decir “guerrilleros”.
Los cosacos asentados a orillas del Don fueron durante los siglos XVI y XVII prácticamente independientes, y elegían a sus atamanes en una rada o asamblea popular. Sin embargo, a partir del XVIII sus enfrentamientos con los zares los acabaron convirtiendo en una casta guerrera que sólo conservó una parte de sus privilegios a costa de un servicio de armas en el que ejercitaban su legendaria destreza como jinetes. Así se convirtieron en la fuerza militar más adecuada para reprimir los intentos revolucionarios. Después de 1917, los cosacos del Don lucharon bravamente por reconquistar su independencia, primero desde el Gobierno Militar del Don, y después aliados con los blancos.
En esta lucha, despiadada e interminable, se basa la epopeya narrada en El Don apacible, obra de la que entre las ediciones existentes es especialmente codiciable la del Círculo de Lectores de 1968, con traducción de Francisco J. Alcántara y Domingo Pruna, e ilustrada con magistrales dibujos de Vicente Ballestar. Grigori (Grishka) Mélejov vive en el caserío Tatarski a orillas del Don. Su familia, desde que el abuelo volviera de la guerra con una esposa menuda y misteriosa, es conocida como los turcos: “y desde entonces la sangre turca se mezcló con la cosaca, y se prodigaron los cosacos de nariz aguileña; de una hermosura un tanto salvaje”.
El comienzo de la obra nos describe la vida en la aldea, y los amores desgraciados de Grishka y Axinia, la mujer de su vecino Stepán Astajov, durante la ausencia de este. Este prólogo pasional de la tragedia que está a punto de estallar presenta un primer dibujo vigoroso de los personajes que serán sus protagonistas, mientras vemos nacer un amor despiadado que se enfrentará a todas las convenciones y sobrevivirá hasta el final de la obra.
En seguida la guerra se mezcla en el destino de los hombres y las mujeres de Tatarski. Es la guerra mundial primero, que lleva a los hombres a lejanas tierras polacas o rumanas donde luchan y mueren. Grigori sobrevive para regresar condecorado a su tierra y descubrir la infidelidad de Axinia, que lo lanza en brazos de su mujer, la enamorada y dulce Natasha, uno de los personajes más entrañables de la obra. De ella tiene dos hijos.
La revolución no prende en las tierras cosacas. Grigori, que había tomado conciencia política y llegó a luchar con los rojos en los primeros momentos, al volver a Tatarski de permiso se enfrenta a los reproches de los suyos, y termina alistándose en el ejército cosaco que organiza el Gobierno del Don. Su hermano Piotr es elegido comandante militar de la aldea. Es la guerra civil.
En poco tiempo, el frente se desmorona y los cosacos vuelven a sus casas. La opinión de Grigori en ese momento se resume en unas frases memorables: “Tú dices que todos tienen que ser iguales. Sí, con esa bonita frase los bolcheviques han engañado a los ignorantes. Han sembrado unas cuantas frases bonitas y el hombre se las traga en seguida, como el pez el anzuelo. Pero, ¿dónde está esa cacareada igualdad? Fíjate en el Ejército Rojo: ya lo has visto, sus tropas pasaron por la aldea. El jefe del pelotón calzaba botas de cuero y el simple soldado iba con los pies envueltos en harapos. ¿Has visto alguna vez a un comisario? Va cubierto de pieles de los pies a la cabeza; calzones de piel, guerrera de piel…; y en cambio, a otro la piel no le llega para hacerse un par de botas. Y piensa que por ahora no ha pasado más que un año desde que ocuparon el poder; aguarda a que se instalen y verás dónde va a parar su igualdad… (… ) ¡Es un cebo! ¡Un maldito cebo! Si el señor vale poco, la canalla que se convierte en señor es cien veces peor.” Los cosacos se sublevan y Grigori, por su talento militar, se convierte en uno de los líderes de la revuelta. La muerte de Piotr, asesinado al caer prisionero tras un combate, le convierte en un exterminador implacable de rojos.
Grigori manda una división del ejército cosaco, que para su desesperación comienza a colaborar con los blancos. No le gusta que regresen los altivos oficiales del viejo orden. En ese momento, sublevado contra los rojos, Grigori ha asumido sin embargo los ideales de estos, y se siente traicionado por todos. Llega a acariciar incluso la idea de pasarse al bando soviético, pero hay ya un abismo de sangre entre ellos.
El ejército del Don cede terreno, y los rojos llegan a Tatarski. Con ellos va Mijaíl (Mishka) Koshevói, el muchacho del pueblo que mató a Piotr. Está enamorado de Dunia, la hermana pequeña de Grigori, y es correspondido por ella. Planean casarse, pero al poco tiempo los rojos tienen que retirarse ante el avance de los insurrectos apoyados por los blancos. En el campo de estos, Grigori muestra su alma rebelde gritando a un general y es degradado, pasando a mandar un escuadrón. Quiere ir a la retaguardia, pero no le dejan. En esta época, vuelve con Axinia que está otra vez en el pueblo sola. Natasha embarazada trata de abortar, desesperada, y muere.
Un nuevo avance de los rojos trae al pueblo a Mishka que por fin se casa con Dunia, no sin resistencias de su familia. Grigori también vuelve desmovilizado al pueblo, pero sabe que va a ser procesado y huye.
El final del libro nos muestra a Grigori unido a las últimas bandas que luchan contra el poder soviético. Trata de escapar lejos con Axinia, pero ésta muere y él queda sumido en la desesperación. Acaba escondido con una banda de desertores hasta que decide volver a casa. Abrazado a su hijo se entera de la muerte de su hijita pequeña en una escena final que no es el final de nada, pero resulta a mi juicio una de la páginas maestras de todas las literaturas.
Alrededor de este hilo argumental fluyen innumerables personajes, hombres y mujeres, rojos y blancos, dóciles depositarios de pasiones humanas dibujados con mano maestra, víctimas todos de un destino que asola la estepa como una tormenta implacable. Es la historia como un vértigo lo que contemplamos. Y vemos sus raíces poderosas en el corazón humano, porque es la suya una tristísima historia que incomprensiblemente no nos cansamos de repetir, como si no supiéramos hacer otra cosa, víctimas sin remedio del rencor, del honor y la ira.
Hay que decir, no obstante, que la complejidad y el atractivo humano del personaje principal es uno de los elementos más seductores del libro. Grigori Panteléievich Mélejov queda trazado en estas páginas como un líder cosaco de gran talento militar, faceta inspirada sin duda en un personaje histórico: Jarlampii Yermakov, uno de los primeros cosacos en sublevarse contra los comunistas en 1919. Un desesperado y difícil amor por Axinia, y un alma cosaca sedienta de libertad acaban de marcar su trayectoria, junto al apego a los suyos y la pasión por su tierra dilatada y hermosa. Su humanidad le lleva a un enfrentamiento instintivo con la casta militar del viejo régimen, pero el desengaño y el ansia de independencia de su gente le empujan a la lucha contra los rojos. Sacudida como el hierro en la fragua, esta alma noble recorre un largo sendero de tormento y de lucha, de éxtasis y sombras, que deja en el lector una huella indeleble.
El mayor elogio que podemos hacer al Shólojov de El Don apacible es reconocer lo que sus críticos del momento enunciaron como un reproche: es un hombre sin partido. Al contrario que en sus otras obras, tiene la desfachatez de decírnoslo todo, lo que encaja en los esquemas, y lo que no encaja, para que seamos nosotros, en todo caso, los que juzguemos, si es que nos atrevemos a hacerlo.
Arte realista sin duda. El espejo se pasea en este caso sobre una estepa atravesada por un río poderoso. Es un espejo pulido y brillante, y descubrimos a cada paso detalles mínimos de una vida sorprendente. La estepa y el Don, el ciclo interminable de las plantas y la nieve, metamorfosis inquietantes y gozosas, son la primera referencia en cada capítulo. Son también el bálsamo amable de todos los desastres. Y cuando todo se pierde, en el final violento, la vida de la estepa tiene también el poder de una elegía piadosa y consoladora. El final del libro quinto, después de narrar cómo los fusilamientos llevan a los hombres a pudrirse en una fosa “bajo la misa lúgubre de los cañones”, termina en este párrafo: “Al cabo de algún tiempo, (…) bajo una prominencia del terreno y una vieja y despeinada mata de ajenjo, la avutarda puso en el nido nueve huevos jaspeados, color azul turquí ahumado, y empezó a empollarlos calentándolos con la tibieza de su cuerpo y defendiéndolos con el ala de brillante plumaje”.
Son muchas las ocasiones leyendo El Don apacible en que nos sacude ese estremecimiento que parece desterrado hoy de la literatura, pero que era para Robert Graves la piedra de toque que marca la poesía. Nada más lejos de la realidad que esa imagen de plúmbeo ladrillo de realismo socialista que predican del libro unos críticos que nunca lo leyeron. Y es sorprendente que en una obra tan recurrente y dilatada siempre acuda un destello de poesía a sellar todas las heridas, como si poesía e historia necesitaran entrelazarse para que todo el dolor y toda la tragedia fueran soportables.
Lo apuntamos más arriba. Después de estas páginas geniales, no volvería nunca Shólojov a volar tan alto. El resto de su obra es el tributo a una mediocre literatura de propaganda. Los gozos y dolores de su obra maestra quedaron enterrados, y su vida pasó a ser la de un dócil escritor a la orilla del poder. Hoy le recordamos sólo como el genial narrador de un pedazo de vida amarga y violenta tejida a la orilla del Don apacible.