Primera versión en Rebelión el 30 de mayo de 2023
La activista y socióloga brasileña Juliana Borges se enfrenta con Encarcelaciones masivas al reto de analizar las claves de una situación de violencia policial y masificación en las prisiones que no es exclusiva de su país, pero alcanza en él cotas excepcionales. Su conclusión es que la guerra contra las drogas, que genera ingentes beneficios a las mafias, sirve también como herramienta de control social al servicio de un racismo estructural. El libro, cuya edición original es de 2019, ha sido publicado en castellano en Argentina por Madreselva en 2021, con traducción de Ileana Arduino y Patricia Gomes, autoras además de un prólogo en el que señalan las similitudes de los patrones de criminalización y persecución a ambos lados del río de la Plata.
La población carcelaria brasileña apenas superaba en 1990 las noventa mil personas, pero ha crecido en los últimos tiempos hasta más de setecientas mil (353,6 por 100 000 habitantes), que la convierten en una de las mayores del mundo. Existe además un marcado sesgo racial y de edad en esa cifra, pues los reclusos son sobre todo jóvenes negros. Se transparenta aquí el racismo de la sociedad brasileña, que puede definirse como una remodelación del esclavismo vigente durante siglos. El tráfico de estupefacientes lidera los motivos de encarcelamiento y esto hace que para muchos estudiosos la guerra contra las drogas resulte ser el engranaje central de un mecanismo rediseñado de dominación.
Con esta situación en perspectiva el objetivo del libro es sintetizar el desarrollo del sistema punitivo carcelario y la ideología que subyace en él, para centrarse luego en el caso concreto de Brasil. Se analiza después la guerra contra las drogas como discurso legitimador de la acción genocida del estado y se concluye con posibles métodos y estrategias para tratar de avanzar hacia un mundo sin prisiones.
Racismo, desigualdad y castigo de la disidencia
Siguiendo a Žižek, Borges define la ideología como “el conjunto de ideas que legitiman la estructura dominante”. Un repaso de la historia muestra que hasta el siglo XVII las transgresiones al “orden social” sólidamente asentado eran juzgadas en procesos a los que muchas veces no se permitía la presencia del acusado, mientras por otra parte era habitual forzar confesiones mediante tortura. Igualmente bárbaras eran las penas aplicadas, sin que existiera en aquel momento un recurso generalizado al encarcelamiento. Es en los siglos XVIII y XIX cuando la mentalidad punitiva va a dar un vuelco y siguiendo a Foucault “el castigo pasa de ser un arte de sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos”. Los procesos judiciales ganan entonces complejidad y aparece la “reeducación” como objetivo que justifica el encierro.
Esta historia presenta importantes peculiaridades en Brasil, donde la esclavitud estuvo vigente hasta 1888. Puede decirse que el país se construyó sobre la explotación de esta lacra y ello lleva a Borges a considerar el racismo como “ideología fundacional de la sociedad brasileña”. El tráfico de personas secuestradas en África comenzó en 1549 y hasta la prohibición de la trata se calcula que cinco millones de africanos fueron transportados a Brasil. Éstos eran propiedad de sus dueños, que a nadie rendían cuentas sobre qué hacían con ellos. La ideología tras esto era la deshumanización de los negros, considerados cuasi animales. Un repaso de la legislación en el Imperio Brasileño (1822-1889), pretendidamente liberal, muestra racismo en las penas y un énfasis en el castigo de los esclavos fugitivos o insurrectos, con lo que esta lacra pervive plenamente con el nacimiento del estado brasileño. A partir de 1850 se incentiva una política de inmigración europea hacia el país, que va a modificar sustancialmente su estructura racial.
Este abismo secular de explotación y desigualdad no desapareció por ensalmo con la abolición, sino que subsiste en la república que se proclama en 1889. Además de la marginación económica, ganaron fuerza en esta época las teorías eugenésicas que establecían “argumentos biológicos” para el desprecio y la represión del negro, sobreexplotado en el campo y perseguido en la ciudad como delincuente innato. De esta forma, la ley presenta en pleno siglo XX sesgos raciales que se argumentan “científicamente”. La reglamentación sobre los negros fue eliminada del Código Penal en 1940, pero la discriminación sigue hasta hoy, cuando el 76% entre los más pobres del país y el 67% de los reclusos (incluyendo hombres y mujeres) pertenecen a esta raza. Hay que decir además que cada año más de treinta mil jóvenes son asesinados en Brasil y de ellos veintitrés mil son negros.
Un elemento clave para explicar el infame racismo que estos números evidencian es lo que se publicita como “lucha contra las drogas”, pero podría caracterizarse más bien como un auténtico genocidio de la población negra del país. Más allá de los fines que confiesa, la persecución del narcotráfico se ha establecido como un instrumento de control militarizado de la marginalidad y la disidencia, territorios sociales reservados en gran parte a la gente de color. No se entiende de otra manera que la posesión de cantidades ínfimas de drogas blandas acarree penas de cárcel a los jóvenes de las favelas, mientras para las clases altas existe una vara de medir muy distinta.
Se consideran también extensamente en el libro las discriminaciones de género en las prisiones. Las mujeres son víctimas de forma masiva de la represión ligada a la lucha contra las drogas, lo que se materializa en los últimos años en un incremento mucho mayor en el número de mujeres que en el de hombres encarcelados.
Vías de avance en la dirección correcta
Ya W. E. B Du Bois denunciaba en el siglo XIX que las prisiones podrían servir para reorganizar la institución esclavista tras su abolición, y en Brasil se demuestra que así ha ocurrido realmente, al establecerse una esclavitud económica con recurso al encarcelamiento por parte del poder a la más mínima “provocación”. Ante esta situación de racismo sistémico, que subsiste en la actualidad, Borges defiende que toda la sociedad debe tomar conciencia y el código de justicia penal, violador de derechos fundamentales tiene que ser modificado. No obstante, este objetivo táctico debe hacerse compatible con otro estratégico, muy ambicioso pero necesario, planteando el fin de las prisiones, convertidas en escuelas del crimen y absolutamente inútiles en su meta de regenerar a los delincuentes.
Un aspecto importante a considerar es que los problemas más graves que ocasionan las drogas están relacionados con su tráfico y no con el consumo. La legalización que se reclama desde múltiples foros e instancias sería para Borges una buena forma de reducir la criminalidad y avanzar en la dirección correcta, pues llevar el mundo de la droga de su entorno penal a otro de salud pública eliminaría gran parte de los males en torno a estas sustancias. Las resistencias a dar este paso se escudan en una panoplia de motivos de escasa consistencia, pero obedecen en realidad a la salvaguarda por los estados de un poderoso medio de control social, por no decir nada de los negocios oscuros ligados al tráfico.
Con Encarcelaciones masivas, Juliana Borges nos pone ante los ojos un escenario terrible, perfectamente actual, pero que hunde sus raíces en siglos de racismo y explotación. La búsqueda de soluciones no puede desligarse de la lucha contra el sistema económico responsable del desastre, pero el libro ofrece vías particulares que pueden ser valiosas. El abolicionismo penal es un empeño que puede parecer utópico en estos momentos, pero el análisis realizado muestra dos objetivos factibles y que a todos nos comprometen, pues los problemas apuntados son en gran medida universales. Uno es la mejora de las condiciones de vida en las prisiones, y otro la liberalización del comercio y consumo de estupefacientes, en línea con lo ya alcanzado en algunos países.