Primera versión en Rebelión el 14 de marzo de 2018
Publicado en versión original en 2009 y presentado en castellano en 2012 por Virus (trad. de Ambar Sewell) con un epílogo de Tom Kucharz, Food wars del activista y profesor filipino Walden Bello (1945) aporta la síntesis más completa de información y análisis de que disponemos para comprender cómo el capitalismo globalizado está destruyendo los sistemas agrícolas de muchos países y arrojando a millones de personas al hambre. Se trata de un documento extraordinario que echa por tierra el discurso dominante de racionalidad y lógica económica que el pensamiento único intenta imponernos. Ciertamente, lo que ocurre no es el resultado de procesos inevitables, sino la amarga consecuencia de decisiones criminales que debemos afrontar en la enormidad de su dimensión inhumana.
Desde su mismo origen en la Gran Bretaña del siglo XVIII, el capitalismo corre a la par de la destrucción de la clase campesina que es condenada por entonces a las fábricas mientras sus tierras pasan a alimentar ovejas. “Las ovejas se comen a la gente”, se decía de aquella. El siglo XIX contempla el desarrollo de una agricultura colonial abastecedora de la metrópoli en la que existe producción familiar, pero predominan las grandes plantaciones. Tras las crisis bélicas de la primera mitad del XX, el sistema de Bretton Woods aplica en el campo un modelo proteccionista en el norte, al tiempo que promueve en el sur programas de ayuda muy limitados. Este es un escenario que va a romperse en los años 80 cuando los planes de ajuste estructural comiencen a infligir el orden neoliberal a todo el globo.
Los estragos de esta etapa que aún no ha concluido se estudian en primer lugar en México, donde en los 80, tras la crisis de la deuda, se impone una reducción de aranceles que arruina la industria y hunde la economía. El sistema de producción agraria, legado de la revolución, que garantizaba la subsistencia, es desmantelado además con lo que el campo sufre y el país se convierte, increíblemente, en importador de maíz. El resultado de tantas calamidades es la emigración desesperada al norte y el auge del comercio de drogas, con una única buena noticia: el levantamiento zapatista de 1994 en Chiapas.
Con el arroz ha ocurrido también que naciones tradicionalmente grandes productoras se ven ahora obligadas a importarlo masivamente. Es el caso de Filipinas, que sigue en los 80 una evolución similar a la de México: descenso de aranceles, desindustrialización y ruina, mientras los recursos del estado se destinan a pagar la deuda. Retirado el apoyo a la agricultura, ésta queda en manos de los latifundistas y las masas depauperadas no tienen más remedio que huir a las ciudades. La tierra es una mercancía al servicio de los ricos, y termina en poder de empresas extranjeras dedicadas a la producción de alimentos para la exportación o agrocombustibles.
La destrucción de la agricultura africana es descrita después. Tras la independencia, el campo es considerado un sector clave y apoyado desde los gobiernos y el Banco Mundial. No obstante, esta fase de crecimiento estable se interrumpe en los años 80 cuando se imponen las políticas de ajuste estructural. La economía regional cae entonces en un círculo vicioso de estancamiento y recesión, desindustrialización y ruina de la agricultura, aquí además con los detalles del crimen en manos de los procónsules de los organismos internacionales. Como resultado, los países del continente se ven obligados a importar los alimentos cuya producción es subvencionada en Occidente, y las hambrunas se extienden implacables.
El escenario rural en China está marcado por el desastre de la colectivización del Gran Salto Adelante (1958-1961) y la recuperación posterior durante la Revolución Cultural y sobre todo con la llegada al poder en 1976 de Deng Xiaoping, que devuelve la tierra a los campesinos e inaugura su época dorada. Sin embargo, este boom rural va a servir para financiar una industrialización acelerada que, a partir de 1986, sangrará el campo con burocracia e impuestos y acabará ensanchando la brecha con las ciudades. La caída de aranceles tras el ingreso de China en la OMC en 2001 agravó aún más la situación y en 2004 el país se convierte en importador neto de alimentos. Los campesinos sufren un nuevo feudalismo y buscan trabajo en las ciudades mientras el descontento aumenta.
La guerra que el capitalismo impone a las clases campesinas tiene un hito importante en 2007 y 2008, cuando un incremento del 140 % en los precios de arroz, trigo y aceites vegetales arroja a 125 millones de personas en todo el mundo a la pobreza extrema. Entre las causas de esto deben considerarse las políticas de ajuste estructural que se han descrito, pero los expertos apuntan al desvío de la producción hacia los agrocombustibles, fuertemente subvencionados en Estados Unidos, como otro elemento fundamental. En la actualidad, grandes empresas se apropian de la tierra en el sur y condenan a los que la cultivaban a la miseria para satisfacer la desaforada demanda de combustibles de los ricos del norte, los dueños del planeta. Al final, maíz norteamericano, aceite de palma del sudeste asiático y caña brasileña van a parar a las barrigas de los coches y dejan hambrientos a los hombres.
El último capítulo está dedicado a sondear las alternativas que están en marcha en estos momentos para enfrentarse al horror. La Liga Campesina de Corea, el Movimiento de los Sin Tierra brasileño o la Confédération Paysanne en Francia son sólo algunas de las organizaciones que aúnan profesionalidad, radicalismo e imaginación en la lucha por una agricultura respetuosa con la dignidad del ser humano. Todas ellas además, agrupadas en Vía Campesina, conforman un espacio global, democrático e integrador, de oposición al caos neoliberal. Sus postulados básicos arrancan del concepto de “soberanía alimentaria” y apuestan por la autosuficiencia de los países y su derecho a decidir las formas de producción y consumo de alimentos y a no estar sometidos a los dictados de las grandes empresas. El desarrollo de la agrotecnología debe partir de las prácticas tradicionales y aprender de ellas y no recurrir a venenos químicos o a técnicas nocivas para el medio ambiente, como hoy día es la norma.
Tom Kucharz en su epílogo da cuenta de la persistencia de los problemas denunciados tras la publicación de la edición original de la obra. Sometidos a procesos especulativos y empujados por la fiebre de los agrocombustibles, los precios de los alimentos siguen batiendo records y llevando a las masas a la miseria, mientras el cambio climático y la cercanía del pico del petróleo amenazan inminentes. Un repaso de la dinámica de los mercados de materias primas permite poner nombre a los que se lucran con el negocio del hambre: bancos, empresas alimentarias y aseguradoras. Se describe y analiza también el acaparamiento de tierras en todo el mundo, nuevo rostro de un imperialismo armado ahora de tecnología financiera, y el papel criminal de la política de subvenciones y masificación de explotaciones agrarias y ganaderas de la CEE, que arruina la agricultura de los países del sur.
La imagen que emerge del análisis es la de un planeta dominado por la codicia de unos pocos que imponen sus normas y condenan al hambre a centenares de millones de personas. Monocultivo y agroquímicos, tecnología y esclavitud son las tablas de la ley que impone el norte hoy, y los restos del naufragio serán sólo candidatos a engrosar el lumpen de las megaurbes. Food wars es un clásico en la denuncia de los crímenes del capitalismo global en el universo de la agricultura, lectura imprescindible para cualquiera interesado en comprender la magnitud del desastre al que nos enfrentamos, pero tiene la virtud además de señalar las ideas donde pueden buscarse soluciones: hermanar ciencia con sabiduría ancestral y desarrollo humano, y potenciar la biodiversidad, las formas de gestión democráticas y la soberanía alimentaria de los pueblos.