Primera versión en Rebelión el 24 de junio de 2020
Hubo un tiempo en que la pintura pretendía captar y exhibir una realidad adivinada, sublimada, presentida o mitificada, y nadie suponía que el noble oficio pudiera sobrevivir sin esos participios adjetivantes. Parecía complicado, pero hacia 1850, un artista genial descubrió que era muy sencillo, pues se trataba sólo de aferrarse y estrujar lo que está delante de nosotros, de renunciar al pasado soñado y el mañana inexistente para plantarle cara al engañoso hoy. Gustave Courbet (1819-1877) puso todo su talento en esta tarea porque creía firmemente en un arte al servicio de la transformación social: “No sólo soy socialista, sino que también soy republicano, y en una palabra partidario de cualquier revolución –y por encima de todo realista… realista significa también sincero con la verdadera verdad.”
Formado como pintor en su tierra natal de Besançon, a los pies de los Alpes, Courbet entra pronto en contacto con las doctrinas socialistas de Fourier, pero su mayor influencia será la de su paisano Pierre Joseph Proudhon, diez años mayor que él, de quien llega a ser gran amigo. Para alistar sus pinceles y espátulas en la guerra social, opta por una “escandalosa” elección de tipos y escenas populares, y asume el reto de exhibir las tensiones de la realidad con una visión que deja de ser celebración del poder. No es el suyo un populismo folclorista, sino revelador de las miserias de la alienación.
Esta intención es evidente en dos obras tempranas: Entierro en Ornans (1849) y Los picapedreros (1850). La primera radiografía la extinción de cualquier atisbo de trascendencia en una ceremonia fúnebre que es sólo un privilegio de ricos y un desfile de individualidades marcadas por las lacras de la burguesía. La segunda presenta en toda su crudeza la realidad de la explotación a través de las figuras de dos obreros en pleno trabajo y con los rostros semiocultos. En los años siguientes, Courbet va a insistir en exponer en sus lienzos las diferencias sociales, por ejemplo en el de 1851-52 que refleja la caridad de las señoritas elegantes del pueblo con una pastora, o el de 1854 en que se autorretrata saludando a un amigo cuyo criado permanece respetuoso en segundo término.
Aparte de esta denuncia de la escisión social, la copiosa producción de Courbet muestra también una predilección por los escenarios naturales: bosques, roquedos, acantilados y marinas, cuyo vigor y lirismo, canalizados técnicamente de forma magistral, influirán a los impresionistas. Además, nuestro rebelde es un maestro del retrato, género en el que logra brillantes resultados captando a sus modelos en su vida cotidiana y alejándose del simbolismo encomiástico que se estilaba por entonces. Entre las piezas de esta gozosa cacería sorprenden instantáneas de Baudelaire, Proudhon, Vallès, Berlioz o Champefleury, así como un sinfín de autorretratos, entre ellos uno, inquietante y sombrío, de cuando estaba encarcelado en Sainte-Pélagie.
Mención aparte merece el cuadro en gran formato de 1855 en el que recapitula “siete años de su vida artística y moral” a través de una visión de su taller. Es una composición muy elaborada y simbólica en la que él se representa en el centro absorto en la pintura de un paisaje contemplado por un niño y una modelo desnuda, la musa del realismo. A la derecha aparecen los que sostienen ideológicamente su empeño, amigos como George Sand, Baudelaire o Proudhon, mientras que al otro lado se despliega un siniestro carnaval de vida enajenada, política venal y farsas religiosas. El lienzo es emblema de un arte atento a mostrar la realidad para comprender y mejorar el mundo.
Gustave Courbet no pretendía una pintura que idealizara, sino que reflejara contradicciones, con lo que vio sus obras rechazadas en salones y certámenes. Él a su vez se permitió rehusar en 1870 la legión de honor con que querían domesticarlo, pues, según dijo, “quería morir como hombre libre, sin depender de ningún poder ni religión”. Sin embargo, aceptó encargarse de la administración de los museos durante la Comuna de París. Condenado tras la derrota de ésta a seis meses de cárcel como responsable de la demolición de la columna Vendôme, dedicada a Napoleón, tras cumplirlos huyó a Suiza a fin de no pagar la cuantiosa multa que también le impusieron. Allí falleció de cirrosis con cincuenta y ocho años, fiel siempre a su divisa: “Si dejo de escandalizar, dejo de existir.”
Gustave Courbet. Una pintura de clase (Piedra Papel, 2018) del historiador del arte Martín Paradelo (Ourense, 1981) nos aproxima a la vida y la obra de un creador despreciado demasiadas veces por las fanfarrias académicas, y pone especial empeño en recoger y sopesar los juicios críticos que sobre él se han vertido. El volumen lo integran seis capítulos que nos permiten comprender mejor la revolucionaria pintura realista que Courbet inaugura a mediados del siglo XIX e incluye reproducciones de algunos de sus cuadros más emblemáticos.