Primera versión en Rebelión el 29 de noviembre de 2013
El berlinés Raimund Pretzel (1907-1999) comenzaba una prometedora carrera como abogado cuando Hitler llegó al poder en Alemania en 1933, pero al poco tiempo, incapaz de soportar la ignominia que invadía su país, buscó refugio en Londres, donde se ganó la vida como periodista con el alias de Sebastian Haffner (para evitar represalias a su familia, formó este nombre a partir de dos de sus ídolos: J. S. Bach y la sinfonía 35 de W. A. Mozart). En 1954 regresa a Alemania y allí sigue trabajando en la prensa escrita y la televisión. Sebastian Haffner es autor también de numerosos textos históricos muy recomendables sobre el siglo XX que muestran su enorme talento de escritor. Entre ellos cabe destacar La revolución alemana de 1918-1919, reseñado hace poco en Rebelión. El libro que aquí nos ocupa, Historia de un alemán. Memorias 1914-1933, publicado póstumamente (versión española de editorial Destino en 2001 con varias reediciones; traducción de Belén Santana), contiene textos autobiográficos que se centran sobre todo en sus últimos meses en Alemania antes de partir para el exilio.
El libro arranca con sus recuerdos de la Gran Guerra, vivida por algunos niños alemanes, según nos cuenta, con la agitación y el entusiasmo de un deporte apasionante, y su experiencia de la revolución de 1918-19, que aportó escenas de violencia y traición superpuestas a la amargura de una derrota humillante. Viene luego el Putsch de Kapp y la época de Rathenau, en la que Alemania recupera el pulso por breve tiempo para sumirse al poco en el caos del año 23. 1923 es un año de locura. La salvaje devaluación del marco lleva a Alemania al borde del colapso y produce una extraña revolución social en la que algunos jóvenes emprendedores se enriquecen rápidamente. Es éste también un año de ominosos augurios cuyo significado casi nadie aprecia, como el Putsch muniqués de la cervecería, primer asalto de Hitler al poder. La que sigue después, de 1924 a 1929, dominada por la figura de Gustav Stresemann, es por el contrario una época relativamente tranquila en la que una rara pasión por el deporte narcotiza a toda la sociedad. Con la muerte de Stresemann en 1929, los acontecimientos se precipitan con la división de la izquierda y el mensaje de revancha de Hitler ganando a amplias capas de la población.
En un capítulo del libro, Haffner nos acerca a su entorno familiar. Es hijo de un alto funcionario judicial prusiano, de mentalidad puritana y aficionado a la buena literatura. El joven Raimund, a pesar de sus inquietudes literarias, es conducido a unos estudios de derecho y una carrera funcionarial en cuyos prolegómenos le sorprende el nombramiento de Hitler como canciller. Él en ese momento no se consideraba de derechas ni de izquierdas y, en todo caso, más bien de derechas, pero su agudo olfato le permitió percibir la fundamental putridez del NSDAP, el partido nazi. Es interesante el análisis tranquilizador que recuerda haber hecho entonces de las perspectivas de futuro, y a través de él vemos lo fácil que es menospreciar la osadía y el poder de improvisación de los dictadores y su capacidad de reventar los derechos más elementales y consolidados.
Enero de 1933 es el comienzo del fin. En febrero vivimos con Sebastian Haffner el ambiente en la calle los días que arde el Reichstag y comienza la represión. La gente común ve ésta lógica, pues cree la versión oficial, y en todo caso espera la respuesta de los comunistas, que resultan ser “corderos con piel de lobos”. Nadie reacciona mientras diputados y escritores de izquierdas, médicos, abogados y funcionarios parten hacia los primeros campos de concentración. Las llamadas telefónicas son controladas y la espiral se acelera en un caso único en la historia en que el poder impone la violencia más salvaje sin mediar ninguna provocación revolucionaria. La represión además es negada contumazmente, lo que la hace aún más odiosa. Paralelamente, atruena la propaganda y la demagogia arrastra a las masas, que sin embargo en las elecciones del 5 de marzo votan aún mayoritariamente contra los nazis. La complicidad de comunistas, socialdemócratas, centristas y conservadores, que no opusieron resistencia, es dolorosamente enigmática: “En mayo, un mes antes de su disolución, los socialdemócratas llegaron al punto de prestar un apoyo unánime al gobierno de Hitler y de entonar el himno de Horst Wessel en el Reichstag (en el informe parlamentario figura la siguiente observación: ‘Ovaciones interminables y aplausos en la cámara y en las tribunas. El canciller del Reich también aplaude vuelto hacia los socialdemócratas’).”
Haffner se pregunta la razón de esta claudicación incomprensible, que abarcó a todos los niveles de la sociedad. Se trata de una constatación de la borreguez esencial del ser humano, su incapacidad para cuestionar de cualquier forma la odiosa y mezquina comodidad, su miedo a “descarrilar”. Ya en marzo comienza la persecución de los judíos. Una “campaña informativa” inculca la idea de que éstos no son personas, sino cierta especie de animales con características demoníacas. Se imponen el boicot. La consigna del día es “Pereced judíos”. La sociedad alemana debate intensamente. ¿Sobre los nazis? No, sobre los judíos, por supuesto. Algunos comentan que tal vez las medidas son algo excesivas, pero no insisten demasiado. El 31 de marzo los judíos son expulsados del tribunal cameral donde Sebastian trabaja de pasante: “Sólo en la sala de abogados se había producido un altercado. Un letrado judío había empezado a alborotar y le propinaron una paliza. Más tarde supe de quién se había tratado: era un hombre que no sólo había resultado herido en cinco ocasiones y perdido un ojo durante la guerra, sino que por entonces también había sido capitán; para su desgracia, probablemente habría tenido el gesto instintivo de intentar hacer razonar a los insurrectos.”
Esa noche, con su novia judía, visita el cabaret “La catacumba”, donde Werner Finck, actor, escritor y humorista, se juega la vida y arranca aplausos en un arriesgado ejercicio de decencia. Es curioso ver cómo la dignidad fallecida en el tribunal cameral prusiano resucita en un cabaret. A partir de abril, el proceso toma un carácter más “burocrático”, con una población ya acostumbrada a las nuevas realidades: depuraciones y campos de concentración. Algunas tiendas judías siguen abiertas, aunque numerosos carteles piden el boicot a los “traidores a la nación”. En el tribunal cameral la vida continúa: los judíos se eclipsan y aparece un miembro de las SS que ejerce en poco tiempo de dictador. Muchos de los jóvenes ven llegado su momento y se suman a las filas nazis en un proceso que recuerda lo ocurrido en 1923. Lo que viene después es un hundimiento progresivo, irremediable. Todos los partidos políticos, menos el NSPAD, son disueltos y nombres de literatos, científicos, actores, locutores y cualquier género de personas conocidas, van incorporándose ineluctablemente a la lista de los proscritos, expatriados o desaparecidos. En mayo se organiza una quema de libros. Muchos periódicos, sin cambiar de cabecera, cambian de ideología escandalosamente.
Haffner analiza la evolución mental de los alemanes no nazis (una mayoría al comienzo de 1933) en esta época, y nos describe su resistencia inicial, su lenta conversión en muchos casos, conservando siempre un fondo de mala conciencia, la claudicación masiva cuando empiezan a llegar los éxitos clamorosos. Algunos, no obstante, se refugian hasta el fin en una crítica muda, otros se sumen en un pesimismo autodestructivo, otros todavía buscan un aislamiento que los libre de la realidad. Entre estos últimos están gran cantidad de escritores, que saturaron estos años las librerías de una literatura evocadora e íntima, plena de nostalgias, vacaciones campestres y primeros idilios. Haffner ensaya esta vía escapista con escaso éxito. Su grupo de compañeros, en el que jóvenes de ideologías extraordinariamente variadas conviven y discuten civilizadamente, salta por los aires cuando varios de ellos abrazan el dogma nazi. En estas condiciones la vida privada es imposible y la única alternativa es la emigración por dolorosa que esta sea.
Se intercala aquí la etapa final de su padre. Aunque ya jubilado en 1933, es conminado a firmar un escrito de apoyo sin reservas al nacionalsocialismo. Incapaz de arriesgar su pensión y dejar sin sustento a su familia, firma, pero el oprobio lo lleva a la muerte en poco tiempo. Decidido a emigrar, Sebastian concede sin embargo a su padre presentarse antes al último examen que le falta para ingresar en la judicatura. Ello le obliga a participar en unos ejercicios militares con una esvástica en el brazalete. El libro concluye con los recuerdos de los días pasados en el campamento. Al principio sufren un burdo adoctrinamiento que Sebastian resiste sin problemas, pero unos días después comienza una extenuante instrucción militar teórica y práctica y tras una sesión sobre los incomprensibles errores tácticos de la primera batalla del Marne en el verano de 1914, la idea de revancha prende con fuerza en los jóvenes guerreros. Son páginas que bucean en las sensaciones de aquel veinteañero con un brazal nazi que pasa los días realizando actos de los que se arrepiente en largas noches de insomnio. Le falta valor para hacer lo que quisiera hacer, pero ¿cuánto coraje es necesario para arriesgar la vida sin ninguna esperanza de que el sacrificio sirva para maldita la cosa?
El autor da forma en este libro, en 1939, a sus recuerdos de los sucesos de 1914-1933, y le resulta inevitable buscar continuamente analogías entre los dos desplomes, el ya vivido en el 33 y el que se avecinaba con pasos de gigante en el 39. El lector actual no dejará de encontrar similitudes con la situación de nuestra Europa en interminable crisis económica y política, y vislumbrará claves de este sendero autodestructivo que muestra a cada paso la eterna contradicción entre capitalismo y democracia.