Primera versión en Literaturas.com (junio de 2006)
Mucho se ha discutido sobre el papel que pudo jugar Grigori Yefímovich Rasputin (1869?-1916) en el fin de los Románov, pero lo que es indudable es que el ascenso al poder de este starets (hombre santo) y curandero semianalfabeto procedente de la Rusia profunda, refleja mejor que cualquier otro dato la decadencia y confusión que marcaron los últimos años de la dinastía. Presente en las discotecas de hoy mismo cantada por Boney M, la de Rasputin es una leyenda que parece cumplir todos los requisitos del morbo: hazañas sexuales, curaciones milagrosas y un gran imperio sometido a los caprichos de un monje medio loco. Es realmente un reto para los historiadores tratar de desentrañar lo que puede haber de realidad en una historia con tintes tan recargados.
No es otro el objetivo con el que Aleksandr y Daniil Kotsiubinski, psiquiatra el padre e historiador el hijo, comenzaron a investigar la vida y milagros del prodigioso starets. Melusina publica ahora la versión castellana de su magnífico trabajo, que se completa con un extracto del diario del propio Rasputin, rescatado de los archivos de la Federación Rusa. Se trata de un libro apasionante que desvela las claves de un hombre que marcó la historia de Rusia y legó un símbolo universal a la abultada crónica de la desfachatez de los gobernantes. La traducción del ruso es de Jorge Ferrer Díaz.
Parece claro que el ascenso al poder del joven Rasputin, un curandero con pretensiones místicas, famoso ya por sus excesos sexuales, comenzó como una maniobra de los sectores más reaccionarios de la corte, que buscaban colocar un peón fiel próximo a los monarcas. Era un momento aquel en que tras el desastre de la guerra ruso-japonesa, cundía en los salones petersburgueses un misticismo chabacano y supersticioso en el que el erotismo tenía un papel importante. Poco después, el éxito con el que en 1907 el starets cura al zarévich Alekséi al borde de la muerte por una crisis de hemofilia le abre el corazón de la impresionable zarina. A partir de ahí, su influencia crece hasta que domina completamente la vida de los monarcas, al mismo tiempo que se independiza de los que le apoyaron y se dedica simplemente a aumentar en lo posible su poder para alimentar su ego insaciable. Pronto izquierda y derecha claman contra él.
Semianalfabeto y de limitadas luces, el poder de Rasputin se basa en su capacidad de sugestión y sus bien manejadas dotes de taumaturgo. Además, en un momento en que Nicolás II era cada vez más consciente de la brecha que se abría entre él y su pueblo, la voz del starets simbolizaba para él la voluntad y el interés de ese mismo pueblo, y ofrecía una quimérica posibilidad de contentarlo. Sorprende saber, sin embargo, que Rasputin era un pacifista decidido, aunque interesado también pues preveía los riesgos que acarrearía la guerra a los que le protegían. Ya en 1912 influyó poderosamente para que Rusia se mantuviera fuera de la guerra de los Balcanes, y en 1914 trató de evitar por todos los medios su entrada en la Gran Guerra, llegando incluso a perder por ello durante un tiempo el favor del zar. En sus intentos posteriores de buscar una paz por separado con Alemania llegó a aceptar sobornos del gobierno alemán, lo que no justifica la acusación de espionaje que se le ha formulado a veces.
La obra nos depara otras sorpresas. No es la menor descubrir que poco hay en realidad en Rasputin del infatigable atleta sexual de la leyenda. Sus numerosas relaciones sexuales con mujeres, y también con hombres, no pasaban en general de lo que suele denominarse “caricias”, aunque su forma de practicarlas y su personal magnetismo alimentaron una extendida fama de amante volcánico. Una irrefrenable libido marcó su vida y provocó también su muerte, pues sólo el amor por el príncipe Félix Yusúpov, su asesino, le hizo dejar su casa desoyendo todos los consejos y acudir a la cita donde acabarían con él.
En el diario podemos ver cómo “el campesino” (nombre que le daban en la corte) preparaba los trucos con los que luego deslumbraba a los zares. Su estilo es seco y sincero, a veces brutal, y transparenta algo de la magnética personalidad de su autor. No obstante, el cinismo es excesivo para el gran líder religioso que nuestro starets a veces pretendió ser.
La clave para entender la historia de Rasputin tal vez sea sólo contemplar un átomo de ese pueblo ruso que está siempre ahí abajo y no cuenta, y que en un momento convulso logra encaramarse arriba. Horriblemente desentona su mal olor en la fiesta de los elegidos, su mente medieval entre los próceres de la “ilustrada” Petersburgo, pero no es en realidad más que un pedazo de la negra realidad que ellos parasitan, que en un momento dado la vida les arroja a la cara.
La imagen de Rasputin que recobramos gracias a este libro nos habla a través de la leyenda de un político venal y desastroso, uno más compitiendo en aquel tiempo amenazado por nubes de tormenta, un místico de pacotilla, ególatra y neurótico. Sin embargo, otros rasgos vemos también, como un pacifista a ultranza que estuvo a punto de lograr que Rusia no entrara en la Gran Guerra, o un ser hipersensible y sufriente que a veces sabe conmovernos: “Toda mi vida no ha sido más que una enfermedad”.