Primera versión en Rebelión el 4 de octubre de 2022
La memoria de Jan Hus está viva en su Chequia natal, como lo prueba el hecho de que un gran monumento en su honor presida la emblemática plaza de la Ciudad Vieja de Praga. Sacerdote versado en filosofía y teología, combatió con inspirado rigor la degradación de la Iglesia Católica, su riqueza y abusos, y dedicó críticas al papado que resonaron por toda Europa.
Excomulgado y condenado por herejía, Hus terminó sus días en una pira por decisión de un concilio, pero poco después de este crimen, los protestantes reivindicaron su mensaje, y tanto ellos como muchos ortodoxos lo incluyen hoy en sus santorales. El papa Francisco afirmó en 2015: “La muerte de Jan Hus hirió de gravedad a toda la Iglesia Católica y se debería pedir perdón por ella”.
Sintetizaré aquí la vida y las ideas de aquel hombre admirable, y trataré de mostrar cómo su influencia fue decisiva en la revolución social que estalló en Bohemia después de su muerte. Me serviré para ello de dos libros reveladores del historiador checo Josef Macek: ¿Herejia o revolución? El movimiento husita (Ciencia Nueva, 1967) y La revolución husita (Siglo XXI, 1975).
Un hombre para cualquier ocasión
Jan Hus nació hacia 1370 en Husinec, una pequeña villa del sur de Bohemia, en una familia de campesinos pobres, y desde niño sintió una pasión por la religión que, unida a su inteligencia, hizo posible que completara estudios en la Universidad de Praga. Allí se nutrió sobre todo del realismo del franciscano Duns Scoto (1266-1308) y no sintonizó con las especulaciones de nominalistas e idealistas. Se ordenó sacerdote en 1400, y nueve años después culminó una brillante carrera académica al ser nombrado rector de su alma mater. Las opiniones que expresaba desde el púlpito y en sus escritos eran una referencia en aquella Praga de comienzos del siglo XV.
No era ciertamente Hus amigo de circunloquios, y en una época marcada por pugnas entre papas y antipapas y venta de indulgencias, destacó por sus invectivas contra la corrupción de la Iglesia. Sus argumentos los tomaba en buena parte del teólogo inglés John Wycliffe (1320-1384), muy crítico en sus libros con la acumulación de riquezas por el clero, contradictoria con la pobreza evangélica, y con la autoridad del papado en general.
Las homilías de Hus provocaron protestas de los defensores de la jerarquía y se llegó incluso a ejecutar a algunos contestatarios. Él mismo fue excomulgado, y aunque por un tiempo siguió predicando, en 1412 se le obligó a abandonar Praga. Esto no impidió que sus ideas, plasmadas en obras como De Ecclesia (1413), gozaran de amplio apoyo por todo el país y allende sus fronteras.
En 1414, Segismundo de Hungría, Rey de Romanos, convocó un concilio en Constanza con el fin de acabar con las disensiones que minaban la Iglesia. A nuestro teólogo le prometió un salvoconducto para que viajara allí y él no dudó en hacerlo, entusiasmado de poder demostrar en tan alto foro la solidez de sus tesis. Sin embargo, sus enemigos actuaron con presteza y lo encarcelaron apenas hubo llegado. En el proceso contra él, se entresacaron fragmentos antiautoritarios de sus libros, con los que se pretendía predisponer a Segismundo en su contra. Él negó que algunas afirmaciones fueran suyas, y otras las justificó como fundadas en las escrituras.
Condenado, Hus en varias ocasiones rehusó retractarse, con lo que hubiera salvado la vida, y al fin fue entregado al brazo secular para su ejecución. Fue quemado el 6 de julio de 1415, y se dice que mientras las llamas crecían gritó por tres veces: “¡Cristo, hijo del Dios vivo, ten piedad de mí!”, una forma de la Oración de Jesús. Sus cenizas fueron arrojadas al Rin para evitar la veneración de sus restos.
Las guerras husitas
En sus libros, Joseph Macek pone de manifiesto lo que significaba en realidad el ideario de Jan Hus y su carácter netamente revolucionario en lo social. Reivindicar la pobreza de la Iglesia era atacar a la más prestigiosa de las instituciones feudales y defender el derecho de los desposeídos a la tierra que cultivaban y los frutos de su trabajo. A nadie se le escapaba esto y las argumentaciones teológicas rezuman, si se auscultan adecuadamente, su verdadero y profundo sentido. Hus perece por un contubernio de los poderosos, pero en seguida los que habían captado la crítica de la sumisión y explotación implícita en sus doctrinas se aprestaron a la lucha. Hay que considerar además que, aparte de la guerra social que está a punto de desencadenarse, otros dos aspectos convergen, según Macek, en las sublevaciones que se inician en ese momento: la pugna de los checos por su independencia frente a los alemanes que colonizaban el país y la revuelta de los clérigos reformistas contra la jerarquía eclesial corrupta.
Tras la ejecución de Hus, los nobles bohemios protestaron airadamente, a lo que Segismundo respondió con una declaración de guerra. En 1419 los husitas lograron hacerse dueños de Praga, pero en seguida se comprobó que el movimiento aglutinaba las tendencias indicadas, que conformaban dos grandes grupos. Por un lado iban un conjunto de aristócratas, clérigos y burgueses con pretensiones nacionalistas y reformistas, conocidos como “utraquistas” por ser partidarios de la comunión con ambas especies. Junto a ellos, pero no confundidos, iban los defensores de la revolución social, llamados “taboritas” por tener su sede en la ciudad de Tábor.
Obedeciendo una ley histórica bien fundada, los moderados utraquistas, ante el peligro de perder sus posesiones y privilegios feudales, terminaron aliados con los católicos contra la “chusma”, pero lo que es más relevante en este caso es que la fuerza numérica del ala izquierda husita, su justa cólera y la competencia militar de algunos de sus líderes, como Jan Žižka (1360-1424), auténtico genio de la estrategia, o Procopio el Grande (1380-1434), hicieron necesarias cinco cruentas cruzadas para someterlos. La guerra asoló Bohemia y su resultado fue incierto hasta la derrota y masacre de los taboritas en la batalla de Lipany en 1434. Éstos tuvieron entonces que reconocer como rey a Segismundo, que hizo su entrada triunfal en Praga el 23 de agosto de 1436.
Un ensayo revolucionario
Josef Macek considera las guerras husitas, tal vez un poco patrióticamente, la más importante revuelta antifeudal de toda la Edad Media en Europa. Dentro del movimiento confluían, como se ha dicho, sectores de la pequeña nobleza y la burguesía, pero la gran masa social era, según él, la de los campesinos desposeídos y los pobres de los centros urbanos, que ocasionalmente pudieron desarrollar su propio programa. Esto ocurrió sobre todo en Tábor, ciudad fundada en 1420 por unos cuatro mil husitas radicales con el nombre del monte de Galilea en el que, según los evangelios, se produjo la transfiguración de Jesús.
El experimento social iniciado en esta localidad 90 km al sur de Praga fue violentamente abortado en 1421, pero mientras funcionó trató de emular a los primeros cristianos con un igualitarismo que rechazaba la propiedad privada y cualquier jerarquía religiosa y mantenía como ceremonias sólo el bautismo y la eucaristía. Con esto vindicaban los taboritas el milenio de Cristo anunciado en el Apocalipsis, en el cual sólo él gobernará y no se pagarán tributos a los señores. En aquellos meses se vivió un esbozo de una sociedad fraternal con comunidad de bienes, que sirvió de modelo y guía a las revueltas antifeudales posteriores. Fue significativa también la incorporación de las mujeres a todos los aspectos de la vida social y cultural durante este periodo de agitación.
Otra faceta esencial de las guerras husitas fue la defensa de la lengua y la cultura checas, que a partir de entonces experimentaron un rápido florecimiento. De hecho, Jan Hus tradujo al checo las sagradas escrituras y su texto mostró que este idioma era válido para expresar las más sutiles cuestiones teológicas. Prueba de la importancia de estos eventos en la conciencia nacional checa, es que el quinto de los seis poemas sinfónicos que componen la epopeya nacional Má vlast (Mi patria), de Bedřich Smetana, lleva el nombre de Tábor y está dedicado a la gesta de los “guerreros de Dios”.
Los taboritas han sido acusados de saqueadores y criminales, pero habida cuenta de cómo acostumbraban ser los conflictos bélicos en aquel tiempo, nada evidencia una perversión especial en sus huestes. Lo que sí queda claro en las fuentes disponibles, es que el movimiento revolucionario, enfrentado a una campaña de exterminio por parte de nobles y prelados, defendió su proyecto de una sociedad sin explotación económica con un coraje que merece ser recordado y reivindicado. En las constituciones de la ciudad libre de Tábor, se expresaba la esperanza de una época “sin reino, ni dominación, ni servidumbre, en la que todos los intereses e impuestos cesarán y ninguna persona obligará a otra a hacer nada, porque todos serán iguales entre ellos, hermanos y hermanas.”