Primera versión en Rebelión el 31 de julio de 2024
Es siempre ilustrativo comparar la Revolución francesa de 1789 con la que ocurrió en Inglaterra el siglo anterior. En ambas se vivieron interludios republicanos, hubo un monarca decapitado y la burguesía inició su asalto al poder, pero por otro lado la variedad de partidos, protagonistas y planteamientos que se vieron al sur del canal de la Mancha contrasta con el argumento en cierto modo más simple que se desarrolla al norte: un conflicto insuperable entre Rey y Parlamento en el que brilla Oliver Cromwell como paladín de este último, devenido luego dictador.
Los sucesos de Inglaterra puede decirse que comienzan en 1642, cuando Carlos I, que está gobernando de forma absoluta, convoca un Parlamento para conseguir fondos, y las exigencias de éste desembocan en guerra civil. Edward Sexby, que había nacido en Suffolk en 1616, luchó en este conflicto y llegó a alcanzar el grado de coronel de los roundheads —llamaban así a los parlamentarios por su pelo corto, opuesto a las melenas de los cavaliers o aristócratas—. Concluida la guerra en 1646 con la victoria de los rebeldes, al año siguiente se celebraron en Putney unos famosos debates en los que los oficiales del ejército vencedor discutieron qué rumbo dar a la nueva sociedad que trataban de construir. Los más revolucionarios entre ellos, conocidos como levellers o niveladores, entre los que se contaba Sexby, eran partidarios de sufragio universal, libertad de conciencia e igualdad de todos ante la ley. Se manifestaban además contra la monarquía, por un gobierno representativo y un impuesto único que gravara proporcionalmente patrimonios y rentas.
Como quiera que estas voces acabaron marginadas, con la toma del poder por la facción moderada liderada por Cromwell, Sexby se exilió en Francia y trató de radicalizar la revuelta de la Fronda allí en curso, haciendo que reivindicara el programa de los levellers, aunque sin perder de vista los acontecimientos de su país. Así, cuando en 1653 Cromwell asumió el cargo —cuasimonárquico— de Lord Protector de una república de la gran burguesía mercantil, nuestro roundhead enfocó sus energías contra él y en 1655 tuvo parte principal en la planificación de un levantamiento en Inglaterra. Dos años después, refugiado en los Países Bajos, escribió, solo o en colaboración, Killing no murder, un panfleto con un llamamiento a dar muerte al déspota que Pepitas acaba de editar en castellano (trad. de Diego Luis Sanromán), incorporando una nota de presentación de Guy Debord.
No contento con este desahogo literario, Sexby regresó a su tierra el mismo año de 1657, con el firme propósito de buscar la forma de que se ejecutara el tiranicidio que había justificado por escrito, pero la suerte le fue adversa y fue a parar a la Torre de Londres, donde falleció en enero del año siguiente. Para completar el perfil de este interesante personaje, hay que añadir que sus manejos políticos eran complicados, pues mantenía relaciones con el conde de Fuensaldaña y Juan José de Austria, que gobernaban los Países Bajos españoles y daban allí refugio a Carlos II de Inglaterra, exiliado por Cromwell. La ejecución de éste iría seguida en la estrategia de Sexby por un levantamiento para el que se contaba con ayuda española y de los monárquicos ingleses. Lo que no se sabe bien es cuáles eran los planes que nuestro conspirador auspiciaba para sacar provecho, en un sentido de progreso social, de una situación tan endiabladamente compleja.
Matar sin asesinar
Killing no murder viene a decirnos que matar no constituye asesinato cuando lo que se destruye es el obstáculo que niega la libertad de todos. El panfleto fue editado en Holanda usando el nombre de William Allen, un antiguo agitador del ejército parlamentario, pero su autoría apunta hacia Sexby, que la reconoció cuando estaba preso en la Torre. De todas formas, no es descartable que otro coronel exiliado en Holanda, Silius Titus (1623-1704), que luego desempeñó cargos en la corte de Carlos II, hiciera aportaciones al texto.
El panfleto comienza con dos dedicatorias, una irónica “a su alteza Oliver Cromwell”, que resalta los grandes bienes que ha de traer al mundo su desaparición, y otra “a todos los oficiales del ejército que aún recuerdan sus compromisos”, lamentando la triste mudanza de estos militares, de defender los privilegios del Parlamento a ejercer de verdugos del tirano. Viendo al Lord Protector en su alta magistratura, el autor se pregunta, con una cita de Éxodo 2, 14: “¿Quién te ha puesto a ti por príncipe y juez sobre nosotros?” Y responde que Dios no lo ha hecho, pues no hay pruebas de ello, y el pueblo tampoco se ha manifestado, con lo que es de sospechar que estamos ante un dictador.
Apuntado esto, una sección del libro está dedicada a describir las trazas de los tiranos, a fin de comprobar si la definición se ajusta en detalle al caso en cuestión. Así se subraya que tales sujetos suelen ser altos cargos militares y esgrimen como pretexto de sus acciones la libertad de los ciudadanos. Son doctos en fraudes, y los usan en hábil combinación con fuerza bruta, mientras apartan de su camino las almas nobles imposibles de manejar y atraen a todo tipo de matones a su servicio, espías y delatores. No aman estos déspotas los debates públicos, pero sí las maniobras militares y la guerra, gravan al pueblo con impuestos y favorecen sólo la religión que sustenta su poder, de cuyo dios se dicen inspirados.
El retrato dibuja fielmente los rasgos del que gobierna en Inglaterra, y la gran pregunta es cuál debe ser la postura ante él. Se trata de alguien que no se somete a la ley, sino que impone su propia ley a sus semejantes. ¿Qué deberíamos hacer entonces? ¿Es lícito matar al que así conculca los derechos de todos? A este respecto, el autor afirma: “Un tirano, al ponerse por encima de toda ley y defender su injusticia con una fuerza a la que no puede oponerse el poder de ningún magistrado, se sitúa por la misma razón por encima de todo castigo y de toda otra justicia que no sea la que la que pueda administrarle el golpe de una mano generosa.” “Quien se opone a la justicia en los tribunales, debe esperar justicia en las calles.”
Para sustentar estas afirmaciones, se busca apoyo en autores clásicos, como Solón, Platón, Polibio, Cicerón, Séneca, Plutarco o Tertuliano, y también en la tradición hebraica, y en contemporáneos como Hugo Grocio. Todos ellos defienden con buenos argumentos que dar muerte a un tirano es un acto honorable. El panfleto concluye recordando a Miles Sindercombe, otro leveller que acababa de dejar la vida en un complot para matar a Cromwell, y haciendo un llamamiento a los que anhelaban la libertad de Inglaterra para que afilaran sus dagas contra el que vulneraba los derechos de todos. Se dice que tras la lectura de este texto su destinatario quedó tan perturbado que nunca pasaba más de dos noches en el mismo lugar y siempre tomaba precauciones extremas al planificar sus viajes.
No obstante, hay que decir que al Lord Protector le quedaba ya muy poco de vida en aquel momento. Murió en 1658, sin llegar a cumplir los 60 años y negándose a probar la quinina que podía haber aliviado su malaria, porque la traían de América los jesuitas. Los Estuardo volvieron a su trono sin mayores contratiempos dos años después y los historiadores no se terminan de poner de acuerdo sobre si los cinco años de aquel interregno fueron una dictadura militar, un ensayo de protofascismo o el “faro de libertad” cantado por John Milton o Thomas Carlyle. Lo cierto es que las masacres de católicos en Irlanda siguen escociendo, y el puritanismo intransigente que tocó poder en aquel tiempo representaba los intereses comerciales de una burguesía que sin prisa pero sin pausa iba preparándose para el asalto definitivo.