Primera versión en Rebelión el 24 de marzo de 2020
La gran poesía se caracteriza por alcanzar una dimensión que desafía el tiempo y eclipsa a sus autores, y esto es sin duda lo que ocurre con Campos de Castilla, un libro cuyos versos desnudan los estratos más profundos de este país en eterna construcción que todavía habitamos, y se las arreglan siempre para arrancar reflexiones que no dejan de iluminarnos. Sin embargo, las cosas grandes tienen comienzos pequeños, y hasta triviales, y hay que decir que la obra surge de algunas peripecias aleatorias de la vida de su autor.
En abril de 1907, Antonio Machado Ruiz, joven sevillano de treinta y un años, consigue tras una de las maratonianas oposiciones que se estilaban por entonces, una cátedra de Francés para un instituto de enseñanza media. Puede elegir como destino entre Baeza, Soria o Mahón, y contra todo pronóstico se decide por la capital castellana. Él mismo comentó luego que la razón de ello había que buscarla en su asistencia aquellos días a una representación de El genio alegre de los hermanos Álvarez Quintero, a la sazón recién estrenada. Le habían asegurado que en esta comedia estaba toda Andalucía, y su conclusión fue: “Si es esto de verdad Andalucía, prefiero Soria.”
En aquel momento, Antonio es un poeta conocido, colaborador asiduo en las revistas que convocan a los jóvenes talentos, y ha publicado ya un libro: Soledades, en 1903, bien recibido por la crítica, y del que a finales de 1907 verá la luz una versión ampliada: Soledades. Galerías. Otros poemas. En esta carrera lírica, la estancia en Soria y el contacto con los paisajes y las gentes de la Castilla profunda van propiciar un cambio importante, cuando las influencias simbolista y modernista dejen paso a un regeneracionismo guiado por un impulso ético que hasta entonces estaba ausente en sus versos.
No hay que olvidar, además, que en 1909 y en Soria, nuestro poeta contrae matrimonio con la jovencísima Leonor Izquierdo, de quince años (diecinueve menos que él), el gran amor de su vida. Ella fallece de tuberculosis en agosto de 1912, y una de sus últimas alegrías es sostener en sus manos la primera edición de Campos de Castilla, la obra que ha visto crecer a su lado con cariño y en la que su compañero expresa su nueva visión del mundo.
La estructura de un clásico
En la edición definitiva de Campos de Castilla, que es la que nos ofrece Dyskolo, los poemas de la etapa soriana (1907-1912) van seguidos por otros posteriores, compuestos hasta 1917. El libro arranca con el famosísimo “Retrato” y sus nueve serventesios de alejandrinos yámbicos, sin duda uno de las piezas más conocidas de la literatura castellana. A través de él, el ideal de la filantropía y la imagen de la poesía-espada, “famosa por la mano viril que la blandiera”, marcan el inicio de la fase “soriana” del poeta. Es muy interesante leer estos versos en paralelo con los también autobiográficos de su hermano Manuel, por cuanto reflejan a la perfección las diferencias de temperamento y estilísticas entre los dos.
Los dieciséis poemas que siguen son considerados por muchos la cima en la producción lírica de Antonio Machado. Vienen sobre todo en combinaciones de endecasílabos y heptasílabos, con alguno en octosílabos o alejandrinos, y traen una descripción de los roquedos, bosques y ríos castellanos, áspero paisaje “por donde cruza errante la sombra de Caín”, pero en el que se ve también brotar la ternura de una “primavera/ humilde como el sueño de un bendito.” El poeta descubre su ser más profundo a través de la contemplación de esos campos a los que en un momento interpela: “(…) me habéis llegado al alma,/ ¿o acaso estabais en el fondo de ella?” La gente que allí habita, un pueblo que dominó el mundo, es ahora una caricatura que “envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.” Ellos plantean el otro leitmotiv del libro.
Dos vicios atávicos, la codicia y la envidia, causantes de crímenes que asaltaban cada poco los titulares de los diarios, dan asunto para “La tierra de Alvargonzález”, el fragmento más largo del poemario, un romance que narra el asesinato de un padre por dos de sus hijos. La historia entrecruza realidad y sueño con resonancias bíblicas, y logra crear un ambiente de fantasmagoría en el que las pasiones hallan símbolos en la aridez de la sierra y el misterio de la Laguna Negra, escenario del crimen y de su expiación.
Tras este extenso interludio, el libro regresa a su paleta de paisajes sorianos, recordados ya en ocasiones desde la lejanía como el paraíso donde quedó enterrado el amor. Hay también descripciones del campo andaluz, y una visión pesimista de la gente, “que ora y embiste/ cuando se digna usar de la cabeza”,aunque no se deja de adivinar otra “España de la rabia y de la idea”, presta a aportar su impulso. En una sección de “Proverbios y cantares”, poemas breves sobre todo en octosílabos asonantados, Machado sintetiza una filosofía vital en la que Unamuno va a notar filiación con el judío Sem Tob de Carrión y fatalismo y amargura “casi musulmanas”.
En “Elogios”, la parte final del libro, nuestro poeta glosa obras recién aparecidas de sus amigos Juan Ramón, Azorín, Ortega, Valle o Unamuno, y expresa su dolor por los que se van, como Rubén o Giner de los Ríos. En otro fragmento: “España en paz”, argumenta su inveterado pacifismo y muestra una satisfacción, sabiamente matizada, ante la neutralidad de España durante la Gran Guerra.
Lecturas
El libro se convirtió pronto en un éxito de ventas y recibió comentarios elogiosos de los escritores más reputados, que destacaron su sabiduría humanista y su diagnóstico certero de las lacras de un pueblo que necesitaba reconocerse a sí mismo en el momento en que trataba de superar el trauma del 98. Entre ellos estaban Azorín y Ortega, que coincidieron, sin embargo, en criticar la excesiva carga descriptiva y detallista. Unamuno, otro admirador, quedó fascinado por el énfasis en la envidia española, para cuya energía buscó alguna irradiación positiva. Él y Juan Ramón apreciaron de manera especial los “Proverbios y cantares”, la parte más aforística.
Campos de Castilla nos sorprende hoy por la rabiosa actualidad de su espíritu, y pronto comprendemos que esto es debido a que el siglo que nos separa del momento en que fue escrito ha sido sólo crónica y constatación de un fracaso que nos deja casi exactamente en la misma situación de entonces. Saber encontrar el fermento para la regeneración en la agreste naturaleza de las sierras sorianas, sublimadas en símbolo universal, es probablemente el mayor hallazgo estético de la obra. Puede decirse, en este sentido, que la consonancia perfecta de la música de los versos y su mensaje, enraizado en la vida más sencilla, es la clave de su inmortalidad.
Cerca del Duero
Tras la muerte de Leonor, Antonio, incapaz de seguir viviendo en Soria, solicitó un traslado, y su destino resultó ser al fin Baeza, donde permaneció siete años. Su trabajo progresó allí, con piezas para otro libro, pero también, como hemos visto, enriqueciendo con nuevos poemas sus Campos de Castilla, la gran obra que echó a rodar en Soria y contiene la quintaesencia de su filosofía y su arte. La estancia en la ciudad se convirtió así en la etapa decisiva que marcó su destino como poeta. En un soneto fechado en Sevilla en 1913, con su herida aún muy reciente, nos descubre lo que ha resuelto su peregrinar: “Mi corazón está donde ha nacido,/ no a la vida, al amor, cerca del Duero…”