Primera versión en Rebelión el 13 de noviembre de 2024

En Europa occidental ya resulta evidente que nos va la vida en entender a Rusia, y sin embargo qué poco se hace por avanzar en esa tarea; aquí se muestra un claro ejemplo de una ciudadanía nutrida de mentiras propagandísticas y abocada al desastre. Rusia, más extensa que toda Europa y núcleo de Eurasia, es un enigma eterno y la mejor abastecida potencia nuclear hoy mismo. Que se haya convertido en un vecino incómodo es la mayor desgracia que podía ocurrirnos.

Bengt Jangfeldt (1948), profesor de lenguas eslavas en la Universidad de Estocolmo, conoce bien la historia cultural de Rusia, y tiene un trabajo clásico y muy revelador al respecto que acaba de ser editado en castellano por Alianza (trad. de Irene Riaño de Hoz). Se trata de La idea de Rusia, donde estudia cómo el “enorme país” vio nacer con el siglo XIX el concepto de la “excepcionalidad rusa”, una visión que enfatiza la fuerza moral y espiritual de la que pretende ser una civilización autónoma destinada a servir de puente entre Oriente y Occidente. Sorprendentemente, estas viejas ideas resultan imprescindibles para descifrar las políticas del Kremlin en nuestro siglo XXI.

Una larga contienda entre europeístas y eslavófilos

Jangfeldt pasa revista a la labor europeizante de Pedro I y Catalina II durante el siglo XVIII, y recuerda la anécdota de cuando la Encyclopédie tropezó con dificultades en Francia y se ofreció editarla en Rusia. Sin embargo, querer gobernar con el espíritu de la Ilustración en una tierra regida desde la autocracia y donde existía la esclavitud se demostró que era un despropósito. La rebelión de Pugachov fue reprimida salvajemente y tras la Revolución francesa, la Encyclopédie dejó de venderse en Rusia y los bustos de los filósofos ilustrados fueron retirados del Hermitage. La realidad era la que era por más que Catalina como el cuervo de la fábula se adornara con plumas de pavo real; ella misma propuso esta metáfora en una carta a Federico II de Prusia.

Alejandro I, que quedó para la historia como uno de los vencedores de Napoleón, subió al trono en 1801 prodigando amnistías y prometiendo libertad, pero la resistencia de la nobleza dificultó los cambios, no demasiado radicales, que se plantearon, y tras el éxtasis patriótico de la victoria sobre Francia, con cosacos desfilando en París, y Finlandia y Polonia anexionadas, un conservadurismo cristiano preilustrado se convirtió en ideología dominante en Rusia.

Tras la muerte de Alejandro en 1825, accede al trono su hermano Nicolás, quien tras masacrar a los militares que en diciembre de ese mismo año piden una constitución —los famosos decembristas—, va a consolidar un sórdido ambiente represivo en todo su reinado, con intervenciones incluso fuera de las fronteras del Imperio. “Ortodoxia, Autocracia y Pueblo (singularidad cultural nacional basada en los otros dos pilares)” se propugnan como réplica a las denostadas “Libertad, Igualdad y Fraternidad” alumbradas en Francia.

La era de Nicolás I —conocido como “Nicolás Garrote” o “el Gendarme de Europa”— vio crecer la burocracia del Imperio hasta extremos insoportables, al tiempo que sociedades secretas promovían cambios más o menos radicales. Autores como Piotr Chaadáyev se lamentan por entonces del triste destino de Rusia, incapaz de hallar un sendero de progreso mientras por toda Europa triunfan las libertades. El conflicto se presenta según esto como una oposición entre “eslavófilos”, amantes de las tradiciones rusas, y “europeizantes”. Los primeros insisten en el carácter original de Rusia, ajena a una Europa en “putrefacción”, surgida sin conquistas, por un pacto entre gobernantes y pueblo, y en la que la comunidad de campesinos (mir) es una estructura básica. Es ésta la “idea de Rusia” del título del libro: una civilización distinta y superior a la de Europa occidental, que en este momento comienza a reivindicarse.

Cuando Nicolás I muere en 1855, hay que decir que sus esfuerzos represores no han logrado impedir el nacimiento de una gran literatura en la que Pushkin, Lérmontov y Gógol han concluido ya su obra, mientras Turguéniev, Tolstói o Dostoyevski apenas inician la suya. De aquella se luchaba en Crimea y la humillante derrota hizo ver lo necesario de reformas, programa con el que Alejandro II accede al trono. Tras suavizar la censura y perdonar a los decembristas que seguían en Siberia, el hijo de Nicolás abole la servidumbre en 1861, pero respetando los derechos de propiedad de los señores, lo que apenas mejoró la situación. También se crearon órganos de autogobierno locales, que fueron limitando el poder de la burocracia estatal.

En este tiempo Aleksandr Herzen, exiliado en Londres, echa a andar las ideas del socialismo ruso con su revista La Campana, y viendo la inoperancia revolucionaria de unos socialistas europeos devenidos burgueses, ve una respuesta en instituciones rusas caras a los eslavófilos, como las comunidades campesinas. Pensaba que era posible omitir la fase burguesa de la historia y hacer que la intelligentsia educara al pueblo para que protagonizara el cambio social. Estas ideas le hicieron chocar con el europeísta Turguéniev, pero eran compartidas por el eslavófilo Dostoyevski.

Las reformas de Alejandro II caracterizan una época en la que el Imperio alcanzó su máxima extensión en el Cáucaso, Asia Central y Siberia y la autocracia se suavizó, aunque en 1863 la represión de una revuelta de los polacos fue brutal; entre los pocos rusos que protestaron estaba Herzen, que fue por ello muy criticado en su tierra. En 1881, la muerte del zar a manos del grupo Voluntad del Pueblo llevó al trono a su hijo, que reinaría como Alejandro III abominando de todos los intentos reformistas de su padre. Se incrementaron así la censura y las deportaciones y toda la vida se sometió a un proceso de “rusificación”, pero al mismo tiempo progresó la industrialización, aunque con un “capitalismo de Estado” diferenciado del de Occidente. Todos estos rasgos continuaron con el acceso al trono de Nicolás II en 1894, pero las convulsiones del siglo XX propiciaron revoluciones que convertirían a Rusia en la avanzadilla de un mundo nuevo.

En el campo de las ideas, la transición que se produjo en octubre de 1917 transformó la oposición entre Rusia y el Occidente burgués, materialista y “podrido”, en otra entre comunismo y capitalismo, pero ya en los años 20, Nikolái Trubetskói y otros exiliados de la revolución pusieron a punto el “eurasianismo”, una metamorfosis del eslavismo que va a resultar de enorme trascendencia. Se trata de la reivindicación de un nuevo continente entre Europa y Asia, bautizado Eurasia y que se extiende desde el oeste de China hasta los Cárpatos, agrupando fraternalmente a eslavos con mongoles y turcos. A este vasto territorio se le atribuye albergar una civilización original que es a la vez un puente entre las que la rodean y en la que la Iglesia ortodoxa es una seña de identidad esencial. En este ámbito, la individualidad occidental es inaceptable y todo gira en torno a la “sinfonía”, un concepto por el cual la persona se subordina al grupo. La forma del Estado no es entonces la democracia, sino una ideocracia que somete al individuo a una idea superior. Anotemos de pasada que todo esto no anda muy lejos del Estado corporativo de los fascistas.

Y después de la URSS…

No es hasta el colapso de la URSS cuando los viejos debates entre eslavófilos y europeizantes recobran vigencia en el Kremlin. ¿Qué ideología estaría llamada a sustituir al defenestrado marxismo-leninismo? En los primeros años es indudablemente el liberalismo, y con él crece el prestigio de Occidente. Yegor Gaidar, economista y ministro de Borís Yeltsin puede considerarse el máximo exponente de esta tendencia. Sin embargo, estos europeizantes no lograron seducir a las masas con unas políticas desastrosas que las empobrecían, y muy pronto diversas organizaciones nacionalistas empezaron a cobrar fuerza. En esta línea, escritores como Lev Gumiliov y Aleksandr Duguin retomaron las viejas tesis eurasianas y de la “idea de Rusia” con un ropaje algo esotérico, al tiempo que Eduard Limónov abogó por el nacionalbolchevismo, antiliberal y antioccidental, una variante de rojipardismo. Estas ideas, las más influyentes ahora mismo en Rusia, son analizadas en detalle en el libro.

Desde el punto de vista geopolítico, Duguin, nacido en 1962 y conocido en todo el mundo tras el asesinato de su hija Daria en 2022 en un atentado terrorista, plantea constituir tres ejes desde Moscú, hacia Berlín, Teherán y Tokio, alianzas que han de permitir a Rusia desbancar a Estados Unidos en el tablero global. La ideología subyacente a esto es la de los eurasianos, una “sinfonía” sustentada en la Iglesia ortodoxa. Jangfeldt muestra cómo el acceso de Putin al poder en 2000 hizo oficial esta doctrina y no cabe duda de que la evolución de Rusia desde entonces, con el progreso del capitalismo de Estado, la deriva de democracia a autocracia y un control creciente sobre los medios, revela fidelidad a las ideas eurasianas. No faltan tampoco alianzas con otras derechas extremas europeas, de Le Pen a Orbán o Salvini, con las que se comparte mucha ideología. Todo esto no es óbice para que haya también una cierta reivindicación de la era soviética, interpretada como una autocracia imperial algo sui generis, con lo que por ejemplo el himno ha sido conservado, aunque eso sí, sin referencias a Lenin y con énfasis en la vasta patria “protegida por Dios”.

El recorrido que Jangfeldt ofrece en este libro, sabroso de amena erudición, muestra lo apasionante que es la historia de Rusia cuando se tiene arte para contarla. Si algún defecto podemos poner al análisis es que en esos ciclos de mirada hacia sí mismo y mirada al exterior que caracterizan al gran país, la visión que se da sobre la deriva autocrática de los últimos tiempos y la invasión de Ucrania no considera en su justa medida la magnitud de la provocación sufrida por Rusia, con la expansión de la OTAN hasta sus mismas fronteras, un aspecto que ha exacerbado el repliegue hacia posturas nacionalistas. Hay que decir que mientras enarbolamos una gran estaca en la mano no es razonable que pidamos comprensión y amor.